Martí Anson. “Una exposición verdadera”. Fabra i Coats. Centre d’Art Contemporani

Martí Anson, de nuevo, haciendo el tonto. Si en ocasiones anteriores se nos presentó jugando a bádminton, vendiendo una plaza de parking, haciendo de transportista o robando cuadros, ahora nos propone su última tontería: asistir a una exposición en la que ni hay nada expuesto (los maderos solo están dispuestos) ni hay ninguna instrucción, ni se nos ofrece ninguna explicación y, a pesar de todo ello, no tiene otra ocurrencia que calificar a la absurda situación de exposición verdadera. La posibilidad de reconocer sus propuestas como auténticas tonterías descansa en el aparente sinsentido que comparten todas ellas; pero, además, una elocuente anécdota lo ratifica: nos confesó que a sus alumnos les distribuye el texto Ser tonto de Kenneth Goldsmith como si se tratara de un statement personal. No hay pues ninguna duda. Martí Anson hace el tonto.
Para Goldsmith, el arte tonto, más allá de nutrirse en la vagancia, la amnesia y la corazonada, se caracteriza por atender “lo absolutamente obvio” y por garantizar siempre un resultado exitoso (“el mejor resultado es el que te sale y punto”)[1]. Ambas características de lo tonto merecen atención. Si empezamos por examinar la ausencia de fracaso, la tontería, en la hondura de su misma banalidad, se antoja pareja a lo que Deleuze denomina juego ideal. El juego ideal – a la luz de modelos como la carrera de conjurados en la Alicia de Carroll, en la que se empieza cuando se quiere y se termina a voluntad – es un juego en estado puro, sin reglas previas puesto que “cada tirada lleva en sí su propia regla” y, en consecuencia “ya no hay sino victorias para los que han sabido jugar”[2]. En realidad, este éxito garantizado y sin mérito alguno, se produce como consecuencia de una verdadera hazaña. Si cada jugada inventa su propia regla – tal y como sucede en cada ocasión que los usuarios intervienen en una exposición verdadera – entonces ya no hay distinción posible entre los distintos movimientos, no los hay mejores o peores sino que, por el contrario, todas las jugadas representan la misma y única afirmación del azar. Esta es la idealidad del juego puro, tan imposible y absurdo – tonto – que, como advierte Deleuze, se trata del juego reservado al arte[3].
A la sombra de Deleuze – sin citarlo – François Zourabichvili ahonda en la comprensión del arte como juego. Conjurado con la proeza del juego ideal, Zourabichvili enmienda la célebre distinción de Winnicott entre el juego espontáneo (play) y el juego reglado (game) : “se equivoca cuando piensa que no hay reglas en la actividad de playing. El play es una invención perpetua de reglas transitorias”[4]. Lo dicho; cada jugada inventa su propia regla. Lo crucial ahora es que esta tontería propia del arte como playing permite al autor impugnar el paradigma estético de la expresión. En la medida que el arte consiste en abrir un espacio de juego puro, ya no cabe insistir en la obsesión por reconocerle un contenido. En el juego ideal no se vehicula ningún fondo que es transmitido y debería ser reconocido, puesto que su residuo de significado consiste en la mera exigencia de ser jugado en cada ocasión[5]. En otras palabras, en el juego del arte no hay transmisión (expresar algo que podría expresarse de otro modo) ni producción (obtener el resultado de la aplicación de una regla) sino un hacer lo que se hace. Si la exposición que nos ocupa es verdadera, es precisamente por esta ausencia de explicaciones y de instrucciones.
Hacer lo que se hace significa despejar todo para que se abra el espacio de juego puro. Ya no hay que dar cumplimiento a ninguna expectativa de conocimiento; ni hay que soportar la carga de satisfacer un imperativo productivo. En el hacer lo que se hace se impone por completo la certeza de lo que acontece y ello nos remite, de manera automática, a aquella primera característica de la tontería: entregarse por completo a la obviedad. Hacer el tonto, jugar al juego puro, en consecuencia, consiste en desplegar una experiencia radical de singularidad : “el mejor resultado es el que te sale y punto”. Todos ganan en la carrera de Alicia porque no compiten entre sí del mismo modo que, ahora, la exposición verdadera no avanza hacia ninguna conclusión ni mejoría por más que acumule intervenciones de sus usuarios. Así como cada corredor es uno y corre lo que corre hasta alcanzar su propia meta, cada espectador-arquitecto construye ahora su hacer sin ningún vínculo con episodios anteriores o posteriores. En el arte tonto no hay ensoñaciones sobre la comunidad. Como cabía presuponer, la tontería no es política sino idiótica[6].
Jugar al juego puro o hacer lo que se hace – entregarse a una obviedad siempre exitosa- es hacer tan el tonto como hacerse el idiota o permanecer imbécil. La radical singularidad de la tontería, ajena por completo a la producción de correspondencias que caracteriza lo inteligente (inter-legere) es, en efecto, la esencia del idiotismo[7]; a su vez, el imbécil es aquel que sin apoyos externos, sin regla previa, sin báculo (in-baculum) permanece en el interior del acontecimiento como si se tratara “de un golpe bien asestado”[8]: hace lo que hace sin ningún afuera y afuera de cualquier razón. El idiota es así, tajante, “un simple”[9], un “ángel inmanente sin mensaje”[10] que, en lugar de ofrecer una revelación, regala una experiencia de proximidad radical y genera una zona de indeterminación – sin regla previa – en la que pueda producirse un hacer absolutamente novedoso[11]. Cada jugada idiota es siempre singular, nueva e inmanente. Contra la violencia de la interpretación, la idiotez festeja la brutalidad del acontecimiento devolviendo lo real a la insignificancia, donde ser de cierta manera significa lo mismo que ser de cualquier manera[12]: Así mismo, la tontería o el acto idiota es siempre inocente puesto que, en su estricta singularidad, no daña nada porque no remite a ninguna exterioridad que podría verse perjudicada.
Que el arte es la casa natural del idiota ya lo habíamos insinuado al reconocer el juego ideal deleuziano, precisamente, como propio del arte. En esta región los idiotas son legión; desde el príncipe Myskin (1869), Iggy Pop (1977) hasta Lars von Trier (1998). No cabe reconstruir aquí la historia de la tontería verdadera; solo pretendemos constatar que Martí Anson también juega a faire l’idiot. Señalar, en cualquier caso, que la idiocia que practica está emparentada con los guiones de construcción fluxus, las partituras para eventos de George Brecht o las consignas pomelo de Yoko Ono. Comparte con todos ellos la astucia de insinuar una directriz para garantizar que se produzca la tontería como si se tratara de una regla; pero no se trata de respetar una orden sino de hacerla estallar mediante su propia performatividad. Cuando Alicia nos ofrece unos aros para la partida de croquet que se desplazan constantemente, ya no es obligatorio que las bolas erizo los crucen por debajo; cuando se nos incita a regar, nada hace suponer que haya una maceta a nuestro alcance y cuando nos adentramos en una exposición verdadera, es tan lícito merodear al uso como aplicarse en lo contrario y construir algo nuevo. Sucede, sin embargo, que mientras estos otros idiotas optan de un modo programático por convertir “cualquier sitio en un patio de recreo”[13] menos el diseñado para su exhibición, Martí Anson lo hace en el marco de un centro de arte.
El museo se ideó para desmentir la idiotez del arte. El museo no es más que un dispositivo institucional parejo a otros tantos de carácter científico, jurídico o social, concebidos para desmentir el absolutismo de la realidad y, en su lugar, configurar mundo y establecer valor. Contra la idiotez, el museo impone orden en el arte, tanto desde una perspectiva histórica como simbólica. Lejos de ser una tontería, el arte confinado en el museo se convierte en un espacio de representación que promueve la red de sentido frente a la que deberíamos reconocernos. La última versión de esta lógica se denomina mediación : la operación de tensionar las obras para que sean efectivas desde distintas paráfrasis del valor, remplazando la representación por nuevos parámetros (formación, investigación, cuidado,…). En cualquiera de sus modalidades, el museo conserva su naturaleza de espacio para la transmisión de un determinado capital simbólico que se identifica con la razón misma del arte. La crítica institucional, disfrazada de rebelión, en realidad solo aspira a defender la institución del arte frente a su instrumentalización política y económica[14]. En esta tesitura cabe preguntarse a qué obedece hacer el idiota dentro del museo.
La gratuidad de todo juego – consignada desde Kant y Schiller – conlleva la posibilidad de que no se lleve a cabo. Esta es la definitiva característica del arte tonto: podría no hacerse. La simpleza idiótica, la inmanencia de la tontería, descansa en la evidencia de que podría no jugarse y nada se vería alterado. El acto idiota conserva así, al decir de Agamben, la potencia-de-no que define el verdadero alcance de la potencia[15]. No se trata de reconocer el perímetro de la libertad individual sino de invocar un poder hacer verdadero, capaz de contener su propia negatividad. Hacer el idiota en un centro de arte, por este sin sentido, no activa una respuesta posible al por qué hacer una exposición sino que, por el contrario, certifica que una exposición verdadera se hace, precisamente, por la misma razón que podría no hacerse. En consecuencia, se hace el idiota en el museo, no para refugiar la imbecilidad al amparo del arte , sino para convertir la potencia-de-no en un objeto de exposición tan pertinente como el propio resultado del hacer lo que se hace.
https://www.barcelona.cat/fabraicoats/centredart/es/content/una-exposición-verdadera
[1] Kenneth Goldsmith. “Ser tonto”. En AAVV. Coreografiar exposiciones. Un libro de Mathieu Copeland. Centro de Arte Dos de Mayo. Madrid, 2017.
[2] Gilles Deleuze. Lógica del sentido. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, 1994. p. 79 y p 80.
[3] “El juego ideal del que hablamos no puede ser realizado por un hombre o por un dios. Sólo puede ser pensado, y además pensado como sin sentido. (…). Porque afirmar todo el azar, hacer del azar un objeto de afirmación, sólo el pensamiento puede hacerlo. Y si se intenta jugar a este juego fuera del pensamiento, no ocurre nada, y si se intenta producir otro resultado que no sea la obra de arte, nada se produce. Es, pues, el juego reservado al pensamiento y al arte”. Idem.p.80.
[4] François Zourabichvili. El arte como juego. Editorial Cactus. Buenos Aires, 2021. p.126. Las tesis que rebate pueden consultarse en Donald Winnicott. Realidad y juego (1971). Gedisa. Barcelona, 1993.
[5] Cabe precisar que, en contraste con nuestro argumento, la equivalencia entre arte y juego basada en un aparecer como puesta en acto se ha planteado habitualmente en clave hermenéutica, conservando así una relación entre arte y verdad que ahora quedaría refutada (véase, por ejemplo, Hans-Georg Gadamer. Verdad y Método. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1977; especialmente pp.143-ss).
[6] Politikós designa la disposición por ocuparse de los asuntos que conciernen a la comunidad (polis); en su oposición, idiotikós remite a la prioridad de los asuntos particulares.
[7] Véanse: Philippe Menge. Faire l’idiot. La politique de Deleuze. Éditions Germina. París, 2013; Byung-Chul Han. Psicopolítica. Herder. Barcelona, 2014.pp. 119-127.
[8] Maurizio Ferraris. La imbecilidad es cosa seria. Alianza editorial. Madrid, 2018. p.38
[9] María Zambrano. El idiota. Pre-Textos. Valencia, 2019.p.17.
[10] Peter Sloterdijk. “Sobre la diferencia entre un idiota y un ángel”. Esferas I. Burbujas. Microesferología. Siruela. Madrid, 2009. pp425-430.
[11] Axel Cherniavsky. “La figura del idiota en la filosofía de Gilles Deleuze, considerada a partir de algunas de sus fuentes (Cusa, Descartes, Dostoievski)”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía. Universidad de Murcia.n.82. 2021. pp 49-62.
[12] “La cosa misma es de tal modo única, bastándose a sí misma y encerrándose en sí misma, que carece precisamente de cualquier otra cosa a partir de la cual se la pudiera interpretar; es eso y nada más que eso, está ahí y nada más que ahí” (Clément Rosset. Lo real. Tratado de la idiotez. Pre-Textos. Valencia, 2004. p.60)
[13] Allan Kaprow. La educación del des-artista. Árdora ediciones. Madrid, 2019.p.44
[14] Andrea Fraser. De la crítica institucional a la institución de la critica. Siglo XXI. Ciudad de México, 2016. pp. 22-ss.
[15] Las nociones de inoperosidad y potencia-de-no ocupan un lugar central en el pensamiento de Giorgio Agamben. Para una definición detallada de las mismas, véase Giorgio Agamben. La potencia del pensamiento. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, 2018. pp. 351-368.