Against landscape. martí peran.
“Living landscape” expresa una sutil contradicción. La sentencia pretende designar un lugar y, simultáneamente, los mundos de vida que se abrigan en él. Sin embargo, la idea de paisaje está atravesada por una quietud esencial que, a fin de cuentas, silencia la vida. El paisaje es aquello que se enmarca en un cuadro ventana confirmando un mundo felizmente estático. La única regla del paisaje es que algún tipo de horizonte reúna el cielo y la tierra, de modo que en el interior de esta totalidad cada cosa – lo natural y lo humano – resuelva su arraigo mediante una posición perfectamente definida y estable. El paisaje nace de la aspiración por configurar el lugar de cada cosa. Este sueño de estabilidad, a pesar su supuesta amabilidad humanista, va siempre cargado de las convicciones ideológicas que predeterminan (gobiernan) la vida escenificada en cada paisaje. La noción tradicional de paisaje no comporta una apertura a las múltiples formas de estar en el mundo, sino un modelo cerrado, ajustado a los límites sugeridos por el marco; no importa que en el interior de este paisaje acontezca lo sublime e inicialmente incomprensible, aún en estas circunstancias el paisaje celebra el triunfo de una experiencia moral determinada. Para inyectar una verdadera apertura vívida en el interior del paisaje este debe hacerse móvil, apuntar vectores que rompan la frontera del marco, fracturar la organización impuesta por la línea del horizonte y, cuanto menos, permitir que todo lo paisajístico pueda transformarse en algo distinto de su primer aparecer.
El primer modelo de paisaje que reconocemos en nuestra tradición es la arcadia homérica; allí dónde las cosas son bellas en sí mismas, con independencia de cualquier subjetividad que pudiera trastocarlas. Sin embargo, es en la misma tradición homérica dónde se forjó el antídoto a estas garantías mediante el viaje de Ulises, donde el paisaje se convierte en ruta y donde la identidad es sacudida por toda suerte de extranjerías. El paisaje y el viaje se convierten así en nociones que se complementan por su natural antagonismo. Así pues, frente a la ilusión imposible de living landscape, se impone desarrollar una economía del viaje, donde este pueda adentrarse incluso en aquellos territorios absolutamente ignotos que, incluso, rompan la dimensión circular que todavía mantiene el viaje homérico. Viajes distintos, desplegando simultáneamente diversas direcciones, deslocalizando el espacio, acumulando experiencias y obligando a la reinvención periódica de la cartografía convencional. Este es el poso común que late tras los proyectos ideados por Domènec, Anita Groener y Chema Alvargonzález. “Here/Nowhere” se resuelve al modo de una simple intervención lingüística sobre los ferrys que, a diario, unen el puerto de pescadores de Baltimore con las islas de la costa sudoeste para los cotidianos desplazamientos laborales de sus habitantes. Las pinturas y los dibujos de Anita Groener, reproducen carreteras entramadas y caminos laberínticos. A su vez, “A la deriva” es una instalación que emerge de una maleta de viaje. Los tres proyectos se inscriben sobre el paisaje, pero desprendiéndose de él, deslizándose sobre su superficie y declinando hacía lo viajero. Contra el paisaje, el viaje.
Claudio Magris asegura que todo viaje va siempre contra el tiempo en la medida que es una resistencia, una tentativa de vencer al tiempo con el espacio. Sin embargo, esto no es más que un modo de expresar la necesidad de replicar al tiempo definido, organizado como una pequeña hazaña diseñada de antemano, apelando a la posibilidad de un tiempo indefinido, capaz de sorprendernos y convertido en la verdadera herramienta para el desarrollo de una vida propia. El viaje, bajo esta corrección, no es sino construcción de un tiempo abierto que, efectivamente, discurre por el espacio; pero tiempo al fin. Gracias a esta misma capacidad, en el interior del viaje ya no es pertinente conservar la organización tradicional del tiempo según la cual el pasado queda atrás, el presente se escabulle y el futuro está por llegar. En el viaje la memoria se actualiza y el futuro se acerca a una velocidad de vértigo para confirmarse o para desvanecerse. Here/Nowhere lo pone en evidencia inmediatamente: al mismo tiempo que se evoca el viaje forzado por la hambruna para los miles de emigrantes que cruzaron el océano desde esta misma zona hacía la promesa americana, el sueño de una vida mejor que aquellos creyeron más cerca, ahora se identifica con el sin lugar de cualquier utopía. Recuerdo de un sueño cercano evocado ya como un imposible: pasado, presente y futuro comprimidos en una palabra sobre las aguas. Los parámetros tradicionales en la organización del tiempo también se erosionan explícitamente en A la deriva, instalada en el interior de una vieja ermita y cercana a unas tumbas que devuelven el nombre de los muertos – el interés de Chema Alvargónzález por Joyce es un activo en su trabajo en Cork – para que asistan al inmediato partir del personaje que desata su pequeña nave del embarcadero o, en la proyección paralela, a los numerosos cruces de autopistas que prometen todas las rutas posibles. Nada ajeno a los numerosos trayectos dibujados por Anita Groener, en los que las líneas son caminos de experiencia, trazos de narraciones que se acumulan, se desvían en cada intersección, avanzando hacia una nueva encrucijada como semillas de memoria que habrán de dibujar las siguientes rotondas. El viaje, pues, como experiencia real de la temporalidad y de la transitoriedad, donde lo pasado y lo futuro son permanentemente actualizados – puestos en acto – en la inmediatez del acontecimiento.
La temporalidad del viaje lo convierte en un relato, una sucesión de pequeñas historias que se agrupan sobre el territorio pisado o sobre la llanura de la página en blanco. De ahí que el viaje esté atravesado por una naturaleza narrativa – cuando no literaria- que le es absolutamente estructural. Contar y viajar pudieran confundirse; operan con una lógica semejante acercando pedazos de realidad, fragmentos de lugares o palabras previamente desoladas. Es en esta indiscutible naturaleza temporal del viaje donde este se hace necesariamente lenguaje. Ninguno de los tres proyectos escapa a esta otra evidencia. Domènec es tan taxativo al respecto como se deduce de limitar su intervención a la construcción de un texto para, literalmente, verlo escrito sobre el paisaje. A su vez, Chema Alvargonzález (quién inicialmente pretendía construir unas palabras en espiral, en consonancia con trabajos anteriores) también explora los modos con los que se desarrolla el lenguaje sobre el espacio hasta apropiárselo. De nuevo Joyce aparece como el referente más visible; ahora convertido en Leopold Bloom deambulando por Dublín y ensayando estilos de escritura o coleccionando monólogos a la par que se suceden los circuitos por la ciudad. En los dibujos de Anita Groener, los caminos se transforman muchas veces en pentagramas, acentuando también esta declinación del tiempo del viaje hacia el tiempo de lo contado. Maurice Blanchot lo explicó con absoluta claridad; es en el tiempo literario donde el lenguaje construye verdaderos periplos, vagando entre sus propios recuerdos (el significado acumulado de las palabras) para ocupar los vacíos disponibles con lo venidero aún por nombrar.
La narración del viaje homérico, a pesar de sus numerosas peripecias, es la historia de un regreso. Pero el viaje que desorganiza el tiempo, aquel que se moviliza hacia fuera del paisaje, es el viaje de una odisea rectilínea. El viaje que nos atañe es un viaje cercano a la idea, más débil y vulnerable, del desplazamiento. El viaje clásico dibujaba un círculo (el regreso), encerraba un lugar, ahora más completo tras la experiencia acumulada durante el trayecto; el desplazamiento, sin embargo, se produce sobre un interminable movimiento (aunque sea en la infinita conexión entre dos únicos puntos, como sucede en Here/Nowhere, una acumulación de trayectos pareja a los ovillos de la serie Joint de Anita Groener) sin promesa de destino. La espacialidad de este tipo de viajes no se repliega sobre mapas completos, el desplazamiento no aclara el espacio sobre el plano, sino que lo pliega provocando colinas de sombra real. Si el viaje clásico ordenaba los lugares con el escaso y reducido lenguaje de la toponímia, el desplazamiento los deslocaliza con el lenguaje poderoso de la experiencia narrada. Frente a la circularidad del viaje clásico, ideado para regresar al encierro del paisaje, el desplazamiento, como movimiento perpétuo, discurre por circuitos laberínticos, como las autopistas proyectadas A la deriva, dibujadas por Anita Groener o provocados por las deambulaciones dublinesas de Leopold Bloom. Si el paisaje tradicional se encerraba en el interior del marco, el desplazamiento contemporáneo convierte a las rutas, caminos y carreteras en el paisaje mismo, reducido a una condición de entre-lugares; un paisaje constituido por la constancia de la movilidad y por la sucesión cinematográfica de las geografías físicas y mentales que acumula. La proyección de Chema Alvargonzález y las pinturas y vídeos de Anita Groener son una explícita encarnación de todo ello; pero también reproduce esa misma relación de identidad entre los conceptos de viaje y destino la propuesta de Doménec al sugerir un aquí sinónimo de ningún lugar.
Este viaje reducido a un infinito desplazamiento estaba también anunciado en el héroe homérico. Ulises era aquel que debía, cíclicamente, volver a partir. Pero esta obsesión por regresar a lo desconocido era para el navegante una paráfrasis del riesgo necesario. El viaje conlleva el peligro del naufragio, pero no como una amenaza aniquiladora, sino como imperativo de la absoluta extrañeza que entraña lo desconocido y todavía no experimentado. Cuando Ulises emprende sus viajes de vuelta, no hace pues sino arrastrar aquello que era extranjero (extraño) hacia lo propio, ahora más sabio y enriquecido. En el desplazamiento que convierte el viaje en deriva constante, la identidad ya no es una estructura única que crece y se ensancha con lo nuevo transportado; en el desplazamiento la identidad ingresa en un proceso continuo de disolución que la multiplica. En la misma imposibilidad de fortalecer la pertenencia a un lugar, el movimiento continuo, sea cual sea el perímetro de su in-quietud, nutre una identidad disuelta, tramada entre lejanías y sobre los trayectos que unen puntos a cada paso más distantes. Un viajero que avanza incansable, fuera del paisaje.