andar. martí peran
Sin ahondar en rigores filológicos, caminar, andar, derivar, vagar o errar sugirieren por igual el mismo tipo de práctica y, en consecuencia, deberíamos aceptar que en cualquier errancia subyace un error. El sentido fundamental de esta ecuación se antoja simple: errar es una suerte de condena que expulsa hacía lo desconocido tras incumplir algún mandato o condición. Así, erra el exiliado por cometer el liviano desliz de pertenecer a una clase desfavorecida o por oponerse a lo establecido; pero, salvando todas las distancias, también deambulan por los parques metropolitanos los pecadores de sobrepeso obligados por ello a un footing periódico y disciplinado. Para comprender el abasto de esta línea de salida, sólo es necesario entender que también hay errores y errancias anclados en el deseo e, incluso, en la libertad. El amplio panel de posibles errores que obligan a vagar es infinito, como variables son, en consecuencia, los modos de andar. Al fin y al cabo, de muy atrás se definió lo humano a partir del cuerpo erguido dispuesto a caminar sobre el guión de una perpetua road movie, salpicada de episodios venturosos y errores garrafales. La vida como el ejercicio mismo del derecho a errar en su doble y simultánea acepción.
Para acotar nuestro ámbito de reflexión, vamos a centrarnos exclusivamente en los andares de hoy, vinculados de una forma más o menos explícita con los mecanismos de producción de subjetividad. La sentencia es menos opaca de lo que aparenta. Lo resumiremos de un modo abrupto y directo. Si para la modernidad tardía, insuflada por el espíritu científico, el andar aparecía como una cuestión de la biomecánica; para la contemporaneidad global y liberal, el caminar se examina desde la biopolítica. Los variados ejercicios futuristas o los estudios de Muybridge sobre la locomoción humana podrían ser ejemplo suficiente para el primer capítulo. Lo fundamental en el exámen del andar moderno era comprobar la eficacia mecánica del cuerpo y su elegancia coreográfica. Pero esta tradición tan excitante y optimista, desarrollada en espacios abiertos que emparentaban el caminar con el trote animal o con la incipiente motricidad tecnológica de los primeros automóviles, pronto sería sacudida por Molloy, el personaje beckettiano obligado a desplazarse en espacios muy reducidos que tradujeron el caminar en un problema muscular en el marco de unas posibilidades muy limitadas. El caminar se convierte aquí en una pequeña hazaña con un enorme potencial metafórico, donde las prótesis y los obstáculos a sortear adquieren tanta importancia como el andar mismo. Bruce Nauman se encargó de constatarlo de forma vehemente (Show Angle Work (Beckett Walk); Beckett Walk Diagram) hasta poner en evidencia la nueva dimensión biopolítica que había de afectar el caminar: cuerpos gobernados mediante la conducción previa y la vigilada de sus periplos.
El proponer esta breve reflexión sobre el andar enmarcado en los mecanismos de producción de subjetividad, nos remite de forma obligada a esa dimensión biopolítica. En efecto, en el andar de hoy podemos distinguir con mucha claridad un caminar productivo y un caminar ocioso. El primer modo comprende todas aquellas modalidades del andar vinculadas con la producción masiva de subjetividad en la que se aplica el tardocapitalismo, mientras que el segundo modo, con un carácter antagónico, comprende aquellas otras formas de vagar como mecanismo de resistencia improductiva frente a esa misma lógica. Dicho de otro modo, de un lado existen los andares comandados por el consumo para sellar con eficacia una subjetividad fabricada y, del otro, unos vagabundeos como certificación de una subjetividad radical, desobediente y permanentemente renovada. Sin ninguna duda, esta es la vecindad esencial y la diferencia absoluta que se produce entre las paradigmáticas deambulaciones del turista y del vagabundo.
Es conocida la aseveración del magnate del automóvil Henri Ford según la cual “caminar no remunera”. Sin embargo, el viejo capitalismo fordista – sostenido en la producción derivada de la cadena de montaje tras la cual aparece el producto con valor de cambio- al adaptarse a las exigencias contemporáneas se hizo fondista. Nada mejor que la industria del fitness para constatar este giro hacía la producción masiva de subjetividad identificada con cuerpos esbeltos y bronceados. Naturalmente esto es una caricatura, pero la industria del podómetro (el aparato para controlar el numero de pasos, la distancia recorrida y la velocidad de los fondistas de Central Park) es una buena metáfora sobre la nueva capacidad productiva del andar; solo era necesario desplazar la atención hacía el propio consumidor, convencerlo de lo saludable del caminar y ataviarlo con todos los complementos necesarios para una feliz exhibición de sus paseos.
El lugar donde se escenifica de forma rotunda la dimensión productiva el andar son los centros comerciales, allí donde masas ingentes de individuos pasean alrededor de la mercancía gracias a una estudiada circulación peatonal. En las últimas décadas, esta estrecha vinculación de causa-efecto entre el caminar y la práctica del shopping se ha adueñada también de distintas áreas de la ciudad, desmintiendo la vieja ecuación que exigía un acceso en automóvil a las zonas comerciales para garantizar un paulatino incremento de ventas. Ahora son muchas las ciudades que re-urbanizan los centros históricos y sus alrededores como zonas peatonales para el desarrollo de un pequeño comercio que se abastece de aquellos consumidores que, en su mayoría, acudieron andando, en bicicleta o en transporte público. En este escenario, la prioridad de la administración se ha desplazado lentamente desde la tradicional obsesión por horadar todos los solares para multiplicar las plazas de aparcamiento, hacia aspectos más sutiles como la corrección de posibles desniveles que pudieran afectar la velocidad media del peatón adecuada para la compra. Al respecto, parece comprobado que el buen consumidor soporta sin problemas desniveles de hasta un 5%; pero el esfuerzo requerido para afrontar un desnivel mayor, sin embargo, lo distraería en acceso del festival de escaparates dispuestos a su alcance.
Este caminante productivo del capitalismo fondista, casi como una nueva figura en la lógica de la especialización, y cumpliendo los requisitos que organizan la economía de la subjetividad fabricada, antes de asaltar compulsivamente las zonas peatonales/comerciales con el objetivo de adquirir todo aquello que habría de complacerlo en la supuesta tarea de construir su identidad y ejercer libremente sus gustos, en realidad, ya se ha sometido previamente a una preliminar operación de falsa singularización. En efecto, en obligado cumplimiento de los deberes de su nuevo rol como paseante productivo, el consumidor ha personalizado su aparición pública con diversos atuendos y prótesis tecnologicás para el andar que, ahora sí, remunera (desde las zapatillas de marca reconocida hasta los ipods y celulares con politonos aparentemente exclusivos) con el objetivo de dotarse de un artificial carácter propio entre el amasijo anónimo de otros caminantes. Fabricar caminantes para que, andando, se ilusionen en la fabricación de su propia subjetividad; este podría ser el mejor resumen de la ecuación.
Los centros comerciales – ya sean cerrados o concebidos como zonas específicas dentro de la trama urbana de la ciudad- son el territorio más acotado y reconocible del andar productivo; pero el hiper-desarrollo del turismo ha globalizado el espacio de este caminar equipado de plusvalía. El caminante productivo no solo se autoconstruye consumiendo los productos que lo amparen en esa labor, sino que también se convierte en agente activo de una supuesta vida propia transitando y experimentado esos lugares y espacios que le ofrece el turismo para vivir experiencias aparentemente intransferibles. La errancia turística, susceptible de concebirse como un enorme abanico de distintos paseos guiados es, por esta misma simple formula, otro preciso modelo de los mecanismos (biopolíticos) para garantizar unos cuerpos gobernados; a pesar de que en esta ocasión, el comando de la situación pueda confundirse con cualquier ridículo estandarte coloreado para garantizar que nadie pierda ni el paso ni el rumbo.
Frente a los andares productivos, sin embargo, todavía es posible rastrear también las huellas de los muy dispares caminares ociosos que, por fortuna, cruzan por igual el territorio. A decir verdad, el caminar tuvo siempre – incluso en los pastoreos sobre los que se forjaron las culturas nómadas – un carácter despreocupado y un tanto laxo; pero esta misma ociosidad hoy puede adquirir un dimensión fundamental como gesto explícitamente antagónico frente a la lógica de la producción. Andar o vagar como antesala de la vagancia.
La célebre premisa el caminante Henry D. Thoreau – el caminar concebido como” la verdadera tarea del día”- bien pudiera entenderse en esta precisa clave de ocio sin finalidad. Los paseos de Rousseau todavía conservaban una función metodológica de carácter estratégico, garantizando la soledad tranquila adecuada para la especulación filosófica (una tradición poblada de ejemplos que hoy, en cierto modo, continua con ahínco el caminante Hamish Fulton con sus hercúleas caminatas); pero Thoreau se antoja más cercano a los paseos que habían de caracterizar después la renuncia a la escritura por parte de Robert Walser, el caminante que substituye todas las tareas por la única ocupación en el andar. Frente a la quietud casi pétrea de Bartleby, Walser decide ponerse a andar, pero ambos encarnan la misma renuncia al quehacer productivo, a la eficacia de la expresión y a la reducción del vivir al cumplimiento de objetivos. La primera consecuencia de este andar vago, en oposición a la tensión nerviosa que azota al caminante del shopping (la velocidad de la producción), es la lentitud. Incluso podríamos añadir que mientras el andar productivo se organizaba dentro de una estructura temporal cerrada, de forma que caminar se convertía en una actividad concreta dentro de la jornada laboral y ubicada en un espacio-tiempo muy estricto (zonas peatonales en horario comercial), ahora, el andar ocioso puede ya liberar espacios y tiempos distintos, incluso noctámbulos, para explorar y desarrollar, sin más, nuevas relaciones del cuerpo y la espacialidad.
La naturaleza desinteresada de este andar vago y ocioso, como le ocurría al flaneur baudelariano, lo convierte en un exquisito ejercicio de observación. Cada vez más alejados de la ensoñación ilustrada, dispuesta a traducir después las meditaciones de sus paseos, el caminante ocioso se convierte en voyeur silencioso, capaz de prestar atención a lo minúsculo y fugaz. En esta proximidad a lo más pequeño e insignificante (sin remuneración de nuevo) el paseante vagabundo ingresa en una situación de experiencia pura, exclusivamente acumulativa y liberada de la lógica del progreso. Caminar sin rumbo es también un modo de olvido de las grandes empresas. Sin embargo, la misma literalidad de esta experiencia del andar indisciplinado e improductivo, puede convertirlo en una respuesta táctica (así se conciben, por ejemplo, los “andares de la ciudad” de Michel de Certeau) a la regulación urbana del territorio y a la imposición de los modos de circular o estar en él. Es en esta perspectiva que el andar ocioso deviene antagonista; rescatando la potencialidad laberíntica de la ciudad como espacio disponible para la construcción de experiencia propia, ahora sí, sin obediencia a lo previsto. De ahí nuestro argumento inicial según el cuál, también la vagancia puede examinarse como una modalidad de la construcción de subjetividad; solo que ahora vehiculando una subjetividad nueva, ajena a la reproducción de roles establecidos, y solo guiada por las pequeñas decisiones, en tiempo real, sobre doblar o no en la siguiente esquina. La “producción de desorientación” situacionista, los juegos del caminar colectivo promovidos por Fluxus o la exploración de territorios sugerida por Stalker/Observatorio Nomade, ya no reproducen el mapa diseñado de antemano sino que, por el contrario, sugieren la necesidad de recorrer lúdicamente el espacio y de forma vivida, garantizando con su andar que, en cada ocasión, todo es realmente distinto.