[Previa]. La novela es un género literario estrechamente vinculado con la experiencia urbana y con los imaginarios metropolitanos. En cierta medida, la novela moderna surge de un modo paralelo al auge de las ciudades. Esta vecindad responde a una razón obvia de índole histórica : mientras la lírica tradicional se asocia a los mundos idealizados, a la novela le corresponde descender al mundo de lo real y no hay escenario más completo que la ciudad para dar cuenta de las complejas e idiotas tramas que se conjugan en la realidad. Por esta sencilla ecuación, la tradición novelística se antoja como una herramienta privilegiada para reconstruir las visicitudes de la vida (urbana) en todas sus formas. Sin embargo, esta asociación íntima entre la novela y la urbanidad parece que toca a su fin. De un modo ralentizado pero inequívoco, tanto la novelística como la vida urbana denotan unas nuevas pulsiones que las distancian una de otra. Mientras la novela se está desplazando hacía el registro autobiográfico, en el interior de las ciudades se acrecienta el perímetro del anonimato. Este doble giro agranda constantemente la distancia entre la literatura y la ciudad pero, a pesar de todo, en ambos territorios pudiera responder a la misma inquietud: una conciencia de culpabilidad con la historia o, cuanto menos, una clara desafección frente a nuestras propias formas de progreso y bienestar. En efecto, cuando desde la novelística se apela a la propia biografía, lo que trasluce es una cierta necesidad por expresar una exculpación particular frente a los desatinos colectivos y, en la misma dirección, el perfil del creciente anonimato urbano, lejos de responder a una simple disolución de particulares en la magnitud sublime de las megalópolis, lo que refleja es una explícita deserción de las reglas del juego. La novela autobiográfica, en esta nueva tesitura, ya no es tanto un relato inscrito en la ciudad como lugar de lo común, como la narración de una singularidad mal acoplada al escenario social, político y cultural que se articula en la Ciudad. De forma paralela, el anonimato urbano, ya no es solo el resultado de un vulgar crecimiento demográfico por el cual éramos multiplicados como clones de una ciudadanía desactivada sino que, por el contrario, en el anonimato urbano de hoy late la negativa a reproducirnos iguales. Quizás sobre este deseo de dejar de ser como aurora de una nueva subjetividad, puedan también idearse las narrativas adecuadas para otra literatura.
[Para una historia del anonimato urbano]. En la historia de la novela de los siglos XIX y XX, se podrían hallar todos los detalles y ejemplos para una correcta reconstrucción del tradicional anonimato urbano. En los prosaicos retratos literarios de la vida mundana, desde la oscuridad de la revolución industrial hasta la nocturnidad de los bares postmodernos, se suceden de una forma amanerada y constante las referencias a los sinsabores que comporta el anonimato convencional. A penas es necesario ilustrarlo a golpe de citas; baste decir que en esta historia (literaria) del anonimato urbano cabría distinguir al menos dos relatos bien distintos. De un lado, la concepción del anonimato como una anomalía; del otro, por el contrario, la definición del anonimato como paradigma del contrato social.
[Bajo la estela de Dickens y Proust]. El crecimiento decimonónico de las ciudades organizado bajo la tutela del proceso industrial, venía a cumplir una promesa de bienestar material y personal que, sin embargo, no podía encubrir su lado oscuro. Junto al desarrollo económico, en efecto, la industrialización comportó a su vez la aparición de un espacio público imprevisto y absolutamente ajeno al de los impolutos cafés amenizados con coristas emplumadas. El espacio público de las primeras ciudades industrializadas muy pronto se convirtió en el escenario donde se amontonaron todos los sobrantes de la plusvalía traducidos en restos sociales : la pobreza, la prostitución, las barricadas y, sobre todo, la multitud anónima. Como puede suponerse, la batería de personajes literarios que laten en este mismo proceso es ingente y, en consecuencia, garantizó un excelente porvenir para la novela. Por primera vez, la modernidad tropezaba con los bárbaros en su propio territorio y, esa novedad, debía explotarse aún con todos sus riesgos; como el de que los consumidores de esas mismas novelas decidieran quedarse en casa desayunando al sol.
En efecto, hasta ese momento el espacio público burgués era, por excelencia, el escenario donde las clases más pudientes ejercían la exhibición de su identidad; pero esa protocolaria gimnasia social se antojaba ya cancelada. A partir de ese momento, el espacio público de identifica con lo anómalo e inquietante, cual lugar de las desviaciones morales y políticas y, ante todo, como el escenario que ha sido apropiado por una masa anónima compuesta por sujetos difusos y potencialmente peligrosos. En esta coyuntura, la burguesía decidió replegarse en el espacio interior para construir un mundo a su medida dentro de su refugio privado; una tarea para la cual disfrutaron de la eficaz complicidad de unas artes decorativas en creciente expansión. El espacio público, reducido a la condición de exterioridad anómala, quedó estigmatizado como el terreno de las fuerzas anónimas sobre las que lanzar todas las redes de gobierno y medidas de control que estuvieran al alcance. En esta perspectiva, no es arbitrario que para entonces se aceleraran las investigaciones científicas que permitirían establecer un sistema de identificación con fines judiciales. En el interior del espació anómalo de lo anónimo, había que introducir las herramientas necesarias para corregirlo mediante mecanismos de reconocimiento que amortiguaran su magnitud y sus imprevisibles comportamientos. Esa misma tensión entre la anomalía anónima y multitudinaria por un lado y, del otro, el irrefrenable desarrollo de medidas de control e identificación, ha definido desde entonces la gestión convencional del espacio público.
[No importa si David Leavitt o Michel Houllebecq]. La enorme cantidad de redes de control e identificación lanzadas sobre las mareas del espacio público, aun con su variable fortuna y eficacia, acabó por propiciar un giro en la concepción mismo del anonimato urbano. Si en su primera versión lo anónimo era idéntico a lo anómalo, pronto lo anónimo se convierte en un sinónimo de lo acallado y disciplinado a golpe de sacudidas para homogeneizarlo. Como puede fácilmente adivinarse, este giro no vaticina un gran desarrollo literario, al menos en primera instancia ya que el vuelco es perfectamente factible : solo es necesario elevar a los nuevos antihéroes novelescos a los altares del tedio, el aburrimiento y la desesperación frente a la monotonía del bienestar anónimo y silencioso. El anonimato urbano de la modernidad madura ya no será lo potencialmente peligroso sino, por el contrario, lo ajustado a la regla de evitar cualquier estridencia que interrumpa el ritmo del crecimiento. Son los largos años de la retórica de la prosperidad, de la confianza tecnológica y de los planes de pensiones; un escenario que si bien es escaso en recursos literarios, dispone sin embargo de ese rico reverso del hastío frente a la paz perpetua que, de manera inapelable, jamás puede personalizar lo justo o adecuado.
Los personajes de las novelas urbanas que corresponden a este capítulo batallan inútilmente por labrarse una biografía o, por decirlo con otras palabras, por salir del anonimato plano en el que han quedado instalados. La geografía urbana y social de las ciudades por las que discurren sus esfuerzos se regulan por unos protocolos favorables a la indeterminación y a la ignorancia de la identidad singular. En cada lugar y a cada momento todos saben de antemano como deben actuar y que tipo de expectativas han de satisfacer. La pátina del anonimato, de algún modo, se convierte en la mejor garantía para conservar intactas las reglas del contrato social. La trama literaria tiene así un horizonte de posible desarrollo muy preciso: intentar una biografía singular y, sobre todo, relatar con todo lujo de detalles el inevitable fracaso de esta misma tentativa. No hay lugar fuera del anonimato concebido ahora como el más adecuado modo de ser y de estar en la ciudad. El mismo anonimato es lo que garantiza el mejor perfil estético de lo urbano en tanto que forma universal y adecuada al canon : un lugar organizado por el que transitan ordenadamente los distintos actores sociales.
[Evocación del Lazarillo] (1). Todavía no se han escrito las novelas sobre el nuevo anonimato urbano. Como hemos planteado en la introducción de estas notas, la novela está derivando hacía lo autobiográfico, y el nuevo anonimato urbano ya no responde tanto a las dificultades por construirse una biografía como al deseo mismo de ni siquiera quererla.
El anonimato urbano contratado para la paz social se ha agrietado en todas sus partes. Si hasta hace poco asistíamos a la representación de lo urbano como si se tratara de una coreografía perfectamente pautada y con partitura previa, hoy proliferan las acciones imprevistas, los movimientos disconformes con lo previsto y las acciones parasitarias sobre el espacio reglado. De algún modo, parece agotada la épica implícita en esos esfuerzos modernos y postmodernos por forjarse un destino, por diseñarse una vida propia capaz de destacar por encima del magma del anonimato disciplinado y, en su lugar, se percibe el rumor de una poderosa actividad minúscula, igualmente anónima, pero ahora teñida de un talante pícaro, dotada de pequeñas habilidades para subsistir y para satisfacer toda suerte de necesidades, ya sean materiales o arraigadas en una nueva economía de deseos. Una legión de lazarillos inunda un espacio público reformulado como una región de la imaginación, convirtiéndolo en espacio de juego, en rincón para encuentros fugaces, en lugar de trapicheos y compraventa informal, en refugio improvisado o en un espacio lúdico ajeno a la lógica imperante del consumo. Toda esta actividad pícara, clandestina, no es todavía un material para la literatura sino una colección de índices de las desigualdades y, ante todo, un signo de la potencia antagonista del nuevo anonimato.
Acorde con la lógica de la premoderna novela picaresca, el Lazarillo es aquel que vela por su supervivencia al margen del cumplimiento de los códigos sociales y morales dominantes. Para ello, al contario de la obsesión de los hidalgos por el ascenso social, el pícaro deserta frente a esa tentación y se aplica exclusivamente en el desarrollo de todo su ingenio al compás de sus necesidades inmediatas. Ello conlleva una lúcida destreza en todos sus actos y una enorme habilidad para pasar desapercibido, para escapar de las redes de la identificación que pudieran corregirlo y devolverlo a la regla. En esta dirección el lazarillo ejerce un anonimato metódico, pertinaz en su invisibilidad, pero al mismo tiempo se trata de un anonimato con una enorme pregnancia transformadora, perfectamente capaz de insinuar nuevos modos de ser y de estar en la ciudad. Si el espacio social, más allá de su organización comunal establecida, está compuesto también por un torrente de acontecimientos espontáneos e ingobernables, el nuevo anonimato es el principio de acción del que proceden esos mismos acontecimientos que, en caso de ser examinados y auscultados, rebelarían otros mundos posibles.
Este antagonismo latente en el anonimato urbano, acaso escaso, limitado al ejercicio de saberes subterráneos para escapar de lo esperado, descansa pues en su intrínseca negatividad. Se trata de una fuerza anónima precisamente porqué no esta constituida como un posible nuevo agente social. No hay ninguna pulsión comunitaria que pudiera cohesionar a los dispares lazarillos urbanos; aunque pudieran componer una legión, no aspiran a articularse como un colectivo inquieto por incorporarse como tal al diálogo social establecido. Su fuerza radica en mantenerse en el anonimato, donde todavía son sólo algo difuso, irreductible a ser reconocido como nada preciso. Apenas algo, apenas un aviso.
1.
A los pocos días de librar esta nota a los editores tropiezo con el magnífico trabajo “La subalternidad borrosa” de Manuel Asensi que introduce la edición castellana del clásico ¿Pueden hablar los subalternos? de Gayatri Chakravorty Spivak (MACBA. Barcelona,2009). En el mencionado texto Asensi repasa los debates suscitados por el libro de Spivak entorno a la figura del subalterno y a sus limitaciones para “hacerse oir”. Tras un atinado balance crítico, el autor sugiere una corrección por la cual el subalterno debería identificarse con aquel que permanece en el espacio invivible y absolutamente precario desde el cual no puede ni hablar ni, más importante, revertir su situación. El modelo de este sujeto subalterno “llevado a los límites de la mortalidad” se encarna en el Lazarillo de Tormes. No hay equivalencia posible entre el rigor del análisis de Asensi y el informal acercamiento que nosostros nos hemos propuesto. Sin embargo, si nuestro elogio de la picaresca como paradigma de la esfera de los acontecimientos anónimos en el espacio social, tomaba al Lazarillo como modelo; ello ha de interpretarse precisamente como un signo del acierto y de la magnitud de las posibilidades que quedaron apuntadas en la acertada intuición lanzada por Manuel Asensi.