arte público punto cero. notas para una urgente recapitulación. martí peran
A lo largo de las últimas décadas, las ciencias sociales han convertido a la Ciudad en el epicentro de sus análisis. Nada parece ocurrir ya fuera de las ciudades y su área de influencia. La Ciudad es, de un modo inequívoco, el lugar (cero) donde se funda y se articula la experiencia contemporánea. De ahí esa necesidad de análisis desde cualquier perspectiva que pueda aportar luces sobre las complejidades que atraviesan a la Ciudad, renombrada constantemente en función del perfil de nuestra prisma de análisis en cada ocasión : Telepolis cuando se impone su carácter tecnológico, Global cuando se acentúa su dimensión económica, Líquida cuando asistimos a sus desmanes urbanísticos,… Jamás la Ciudad estuvo tan cerca, toda entera y en cualquier lugar, de Babel. Estas renovadas aproximaciones a lo que acontece en la Ciudad han permitido acotar una serie de enunciados que enmarcan los principales fenómenos de las nuevas metrópolis y, por extensión, han de servirnos ahora para detectar también cuales podrían ser las condiciones y los argumentos elementales para desarrollar operaciones pertinentes de arte público en el marco de esa Ciudad. Naturalmente, la propuesta de retratar a esta Ciudad mediante unos términos categóricos puede conllevar una pérdida de aquellos matices que todavía distinguen a una ciudad de otra. Si embargo, en el contexto del análisis que proponemos, nos parece más significativo partir del evidente proceso animado por el capitalismo financiero que está acelerando la homogeneización de todos los escenarios metropolitanos. A grandes rasgos, es cierto que todavía podríamos distinguir al menos entre el perfil de una ciudad occidental en la que el espacio social está absolutamente institucionalizado y, en el otro extremo, unas ciudades todavía en proceso de cooptación en las que persisten muchas lagunas de Estado y, en consecuencia, en las se multiplican los lugares donde la posible intervención cultural podría plantearse desde supuestos muy básicos y elementales. En cualquier caso, esta distinción puede convertirse en sobre todo útil para definir los criterios de validación de las intervenciones en un lugar u en otro; pero, a corto plazo, la Ciudad global va a permitir muy pocas variables.
En primer lugar, a diferencia de lo que ocurría en la ciudad tradicional, perfectamente ordenada a partir de la dialéctica entre el centro y la periferia, hoy las ciudades se organizan mediante una estructura urbana coraliforme, expandida cuando no incontenida, en el interior de la cual se multiplican inevitablemente los centros y sus respectivas periferias subordinadas. La ciudad ya no crece cual mancha de aceite alrededor de una plaza principesca central, desde la cual todo se divisa y controla. Por el contrario, hoy se reproducen los centros por doquier para satisfacer, cada uno de ellos, funciones distintas : el centro del área comercial, el punto central para la distribución vial, el centro financiero acorde al modelo de la city , …la consecuencia inmediata de esta profusión de centros con sus respectivas zonas periféricas es la aparición de lo que se denominó terrain vague o espacios difusos, interludios perdidos en el entresijo de los múltiples centros, pero ajenos a su control y mandato. Los terrain vague son espacios urbanos disponibles, ajenos a la lógica del sistema productivo, lugares liberados en los que puede acontecer cualquier fenómeno con independencia de que no arrastre consigo ninguna plusvalía. De algún modo, podríamos incluso establecer una equiparación entre los espacios vagos y las célebres TAZ – Temporary Autonomous Zone – en la medida que operan como territorios ocasionales de los que podríamods apropiarnos para ensayar procesos de autogestión. Los espacios vagos son así, para la ciudad contemporánea, el lugar más natural para el despliegue de la creatividad y la imaginación; aunque se trate pues de un “arte público” no reglado ni sancionado como tal. Hay quién lo interpreta, llanamente, como un fenómeno de ocupación ilícita de un espacio, sin caer en la cuenta de que lo propio- aquello que se legitima en si misma justa consumación – no requiere de demasiadas explicaciones. Cabe añadir que los espacios vagos son circunstanciales siempre, pues están destinados a ser reincorporados al sistema productivo – mediante operaciones de regeneración urbana – que pueden retrasarse en el tiempo pero que serán inevitables.
Otra sensible modificación que sacude a la Ciudad contemporánea es aquella que modifica sustancialmente su sky line. En efecto, a día de hoy, las ciudades se aprestan por significarse en el mapa global mediante la operación de levantar edificios insignia – firmados por un pequeño y exquisito equipo de arquitectos que acaba por construir clones de lo mismo en cada una de las ciudades – que , por lo general, siempre son grandes contenedores : grandes centros comerciales, enormes estadios deportivos, museos de formas inimaginables,…Llamamos contenedores a esta tipología de edificios que definen el perfil de las nuevas ciudades por la simple razón de que, en su interior, es donde se celebra la liturgia contemporánea por excelencia : el consumo. Es en el interior de los contenedores donde se consuma el encuentro entre la masa y la mercancía – con independencia de que esta sea un objeto ordinario de consumo, un espectáculo o un producto cultural – y, en consecuencia, donde queda sellada la experiencia contemporánea más inequívoca : el shopping. Para la celebración del consumo, la arquitectura de contenedores se sirve de sofisticados sistemas de circulación, ventilación y garantía de seguridad para que nada pueda entorpecer el ritual comercial establecido. El éxito de la contienda se medirá, dadas estas condiciones, de acuerdo a los índices de consumo o, en otras palabras, en virtud de la velocidad de reconversión de los antiguos ciudadanos en meros consumidores. En el interior de este proceso, el arte desarrolla un papel crucial en tanto que instigador de un gusto y garante de una atractiva publicidad. Frente a esta convención, es imperativo que la pulsión estética ensaye otros formas de desarrollar una función en el interior de la esfera pública, menos atenta a los protocolos de seducción y más proclive a la simple y llana provocación. Vamos a reservar para un poco más tarde la descripción detallada de esta posibilidad.
Una tercera característica de las ciudades contemporáneas es su propensión al blindaje. A decir verdad, nuestras ciudades parecen padecer una suerte de gusto retrogrado por el cual se rehabilita el espíritu medieval de la fortificación . La cultura del miedo organiza las ciudades mediante protocolos de vigilancia que afectan al urbanismo y a la gestión física y social del territorio de maneras radicales. No se trata solo de la proliferación de cámaras de vigilancia o de la multiplicación de condominios privados, sino de la progresiva interiorización del control – cumpliendo con creces los vaticinios foucaultianos – hasta el extremo de convertir a la ciudadanía en el primordial cuerpo de vigilancia policial para con sus supuestos conciudadanos. Todos vigilados por todos con el fin de consolidar una sociabilidad contenida, prácticamente reducida a la mínima expresión y siempre sospechosa frente a cualquier atisbo de relación fundada en la fraternidad o la mera generosidad. En esta tesitura, las prácticas culturales en el espacio público han de cumplir un rol fundamental : no solo denunciar los procesos de blindaje y privatización justificados desde el miedo y la necesidad de seguridad, sino favorecer la articulación de procesos de (re)encuentro entre subjetividades distintas más allá de la cultura de la sospecha.
Este último asunto apunta ya en la dirección que, muy probablemente, define de forma más severa la acuciante dinámica que agrede a las ciudades contemporáneas : la irreversible erosión del espacio público, convertido no solo en un espacio de consumo, privatizado y vigilado, sino también sometido a una hiper-regularización capaz de pautar todas las prácticas y comportamientos. La literatura sobre el espacio público a lo largo de estas últimas décadas, como no podía ser de otro modo, ha crecido a la par con la literatura sobre la ciudad. Los debates sobre el espacio público, sin embargo, se han unificado progresivamente hacia una dirección dominante : aquella que lo interpreta como el lugar del consenso, donde las libertades y las subjetividades deberían sintetizarse en beneficio del bien común, aunque ello exija establecer rígidos protocolos de regularización . Naturalmente que esta bondadosa perspectiva mantiene un registro pacificador y amable frente al que lo más simple y automático consiste en aplaudirlo; pero la realidad del espacio público, como veremos, es en realidad mucho más compleja.
En primer lugar cabe recordar que el espacio público no es en absoluto el antónimo del espacio privado. Esa disyuntiva es en realidad una operación de clase que se establece desde el mismo momento en que se constituyen las grandes ciudades industriales. En efecto, las metrópolis el primer capitalismo convirtieron el espacio público en un lugar cargado de supuestas anomalías : el anonimato, la barricada anarquista o la prostitución. Esas anomalías expulsaron al burgués pudiente hacia el espacio doméstico y privado cual refugio frente a toda suerte de diablos de los que debía protegerse. Es entonces cuando las artes decorativas y otros esteticismos acudieron rápidamente en auxilio de las clases acomodadas para embellecer sus refugios privados. Desde entonces quedó establecida esa distinción entre lo público y lo privado que, a día de hoy, se ha mantenido, provocando la convicción de que se han reparar las anomalías de lo público a cualquier precio en beneficio de que pueda ser habitado sin que peligren las prerrogativas de clase que la burguesía había conquistado. En estas circunstancias es evidente que un primer horizonte de actuación de arte público ha de favorecer la urgente revisión de esa falsa oposición entre lo privado y lo público, creando distintos juegos de espejo y vasos comunicantes que pongan en evidencia la interdependencia mutua entre las dos realidades.
El espacio público, en calidad de territorio natural donde construir los modos individuales de aparición, es pues el lugar donde la singularidad se impone como una premisa innegociable. En el espacio público es, en efecto, donde cada uno de nosotros construye su forma de ser en público, donde articula su singularidad en el interior del escenario común, utilizando para ello herramientas tan dispares como el cuerpo o los recorridos específicos y libremente decididos de sus periplos urbanos. Todo se convierte en un campo de batalla para construir y resolver un aparecer individual en el interior del océano magmático del espacio público. En otras palabras, esta premisa de singularidad determinada que en el espacio público, de forma estructural e inevitable, se produzcan accidentes provocados por la colisión de tantos singulares en circulación ya que, a fin de cuentas, la construcción de una individualidad visible y pública, en términos políticos, no significa otra cosa que el ejercicio mismo del derecho a disentir. Si trasladamos estas consideraciones al terreno de los imperativos culturales de nuestro tiempo, la conclusión es tajante : los proyectos de arte público no han de trabajar en la dirección de favorecer el consenso pacificador sino, por el contrario, ahondar en la exploración de mecanismos que permita rescatar esa naturaleza genuina del espacio público como lugar del disenso, como espacio conflictivo donde han de expresarse las diferencias con absoluta libertad para poder proceder, a posteriori, a dirimirlas como se considere oportuno. Este probablemente sea uno de los capítulos más confusos en los debates en curso. De un modo desalentador, asistimos a una reiterada promoción de proyectos de arte público animados por un espíritu “desarrollista” que, de un modo más o menos inconsciente, en realidad no hace más que auxiliar los procesos de integración de la diferencia a la estructura hegemónica. Frente a esta deriva que, aún siendo bienintencionada no hace más que operar como un agente orgánico a favor del mantenimiento del modelo establecido, es imprescindible promover acciones e investigaciones sobre el espacio público que restablezcan su heterogeneidad e, incluso, su estructural ingobernabilidad.¿Cuáles podrían ser las estrategias adecuadas para dar cumplimiento a estos objetivos?. Naturalmente no existe ningún manual que garantice resultados; aunque cabe también recordar que, aún disponiendo el arte de licencia para el fracaso, esta condición ha de ponderarse a la baja en el ámbito de las acciones en el espacio público y en relación directa con colectivos o comunidades específicas. En cualquier caso, vamos a intentar resumir de un modo sucinto cuales pudieran ser las estrategias y las herramientas más eficaces.
En primera instancia, y probablemente no sea necesario insistir demasiado en este punto, parece conveniente que las actuaciones de arte público se inscriban en la temporalidad propia del mismo espacio público, esto es, bien alejado de lo permanente. La cuestión no es menor. Frente a la voluntad hegemónica de establecer un escenario público lo más estable posible, de modo que todos los agentes sociales no puedan más que actuar sobre una fotografía fija que, de algún modo, predetermina las funciones y los roles para cada actor, es imprescindible recordar que en el espacio público nada tiene el derecho inapelable de permanecer. La naturaleza del espacio público como lugar de tránsito implica que todo lo que en él acontece es circunstancial y que, inevitablemente, será substituido por otro acontecimiento más o menos cercano. Al decir de la antropología urbana, el espacio público es un territorio entre lugares, un espacio difuso que se define por su constante configuración incapaz de detenerse en ninguna solución permanente. Ni cabe decir que en esta tesitura el arte público monumental, el de mayor arraigo desde los albores de la modernidad, precisamente opera en la dirección contraria de lo que estamos planteando, intentando consolidar un urbanismo determinado concebido, además, como un vehículo ideológico mediante sus discutibles decisiones conmemorativas. En oposición a esta pétrea tradición, parece sensato pensar que las actuaciones de arte público más pertinentes deben adecuarse a la fugacidad propio de lo urbano. Que las intervenciones o actuaciones sean de carácter efímero no implica ningún formato específico de temporalidad, naturalmente este extremo dependerá del registro de cada proyecto, abriendo una brecha que puede contemplar desde las denominadas “esculturas de un minuto” hasta laboriosos procesos de interacción con una comunidad que pueden prolongarse durante años. La cuestión, en cualquier caso, paso por celebrar esta suerte de triunfo del tiempo – el lugar del acontecimiento real, vívido y en directo – frente al espacio – el lugar donde se dibujaron y predeterminaron los comportamientos.
Una cuestión de apariencia más sutil es el segunda coordenada que queremos poner en consideración: la construcción de valor de uso. En la descripción que ya hemos propuesto de la ciudad contemporánea se acentuaba el proceso por el cual el espacio público se estaba homogeneizando como lugar para el consumo en detrimento de otras funciones que pudieran ser ajenas a la lógica del beneficio material. Esta dinámica ha acabado por inyectar en el espacio público el valor de cambio como categoría dominante. Todo lo que se produce en el espacio público está orquestado a partir de su capacidad para dinamizar procesos económicos, desde la mera actividad comercial hasta las soluciones urbanísticas que han de concretar las formas del escenario público. Frente a esta impecable lógica del consumo y del cambio, es imprescindible habilitar procesos participativos que promuevan el valor de uso, esto es, la generación de experiencia y acontecimiento mediados por el dispositivo estético en cuestión. Ya no se trata pues de impostar en el espacio público un objeto artístico bajo el pretexto de que se ofrece para la fruición colectiva pero que, en última instancia, se legitima por su singularidad y extraordinariedad que, a su vez, le confiere y añade valor de cambio como objeto único. Frente a estas ordinarias convenciones, la construcción de valor de uso se sostiene en la articulación de procesos de trabajo y de investigación que, aun estando mediados por un objeto o instrumento de talante artístico, este opera como conductor para la creación de situaciones concretas , ya sean de orden político, emotivo o pedagógico, que se consumen en sí mismas y sin más finalidad que su propia ejecución.
Una posible consecuencia de esta suerte de apología del valor de uso es, en realidad, la base sobre la que las actuaciones de arte público tendrían capacidad de operar como prácticas instituyentes, sea cual sea el tamaño y la duración de su intervención en esta perspectiva. Esta posibilidad, imperiosa por la evidente crisis de las estructuras institucionales convencionales – ya sean de orden político (el sistema de partidos y de representación parlamentaria en el mejor de los casos), estético (el museo tradicional) o cualquier otro – significa que, en algunas ocasiones, la acción de arte público ha de ser capaz de provocar un agenciamiento de espacio y de fuerzas mediante el cual inaugurar una dinámica capaz de enfrentarse con los modelos establecidos. Esta perspectiva inequívocamente antagonista, más allá de la literatura que utilicemos para su descripción, no conlleva necesariamente ninguna violencia ni siquiera de carácter sostenible. De lo que se trata es de apostar de un modo suficientemente convencido y explícito por la capacidad de fundar estructuras susceptibles de substituir las funciones de la institución al uso. Estas estructuras, mediadas por la creatividad y la imaginación, pueden acentuar su perfil participativo en una clave pedagógica, política o estética indistintamente. Los ejemplos que podrían apelarse en estas claves son numerosos : la creación de espacios y dispositivos para tomar libremente la palabra, la construcción de herramientas para la formación autogestionada, o – aunque con toda probabilidad sea mucho más liviano- el ofrecimiento de instrumentos para el desarrollo y despliegue de las habilidades estéticas de los usuarios del proyecto. Todo ello conforma una enorme catarata de propuestas de actuación en la esfera pública, con una enorme capacidad para asumir una función alternativa a los convenios establecidos por el ordinario pacto social que nunca nos fue consultado.
La apuesta por una prácticas de arte público promotoras del valor de uso, en la medida que se convierten en un llamamiento a la participación directa, se convierten en un resorte para la reconquista del mismo espacio público en tanto que territorio plural, poblado por toda suerte de diferencias que se expresan como tales gracias a su licencia para actuar. La cuestión no es menor. Baste recordar que la tradición moderna promovió una esfera pública claramente dominada por unos intereses de clase – la pujante burguesía que se aprestaba a desplazar a la aristocracia de las estructuras de poder – que acabaron por imponer un modelo único que se ofrecía con el perfil de una supuesta universalidad. En otras palabras, la constitución de la esfera pública burguesa es la que promociona una subjetividad determinada, reconocible en una suerte de sencillos parámetros ( trabajadora, obediente, heterosexual, de raza blanca y medianamente adinerada) que, al fin y al cabo, es la que ha de dictar los componentes necesarios para que el espacio público se convierte en su territorio natural de exposición hegemónica. El territorio físico y el espacio social, de la mano y sin tapujos, se planifica y se organiza para la circulación ostentosa de la subjetividad burguesa como única referencia y como modelo universal. La continuidad de este modelo ha alcanzo su máxima expresión y perversión a día de hoy, una vez el capitalismo se ha convertido ya en una explícita fábrica ideada para la producción de subjetivad inducida que se publicita por doquier de forma indecente y pornográfica. El mercado único, el triunfo definitivo de las aspiraciones coloniales, la ilusión de una detención final de la Historia, la obturación de cualquier tentativa de pensar futuros alternativos al Capital, todo ha sido por fin sancionado gracias a la consolidación de un modelo de subjetividad que se ha alzado victorioso desde Los Angeles hasta Shanghai ya sea por el Pacífico o por el Atlántico. Frente a esta imposición de un único modelo, frente a esta escasa oferta de modos de ser y de hacer, tenemos el imperativo histórico de contestarlo mediante todas aquellas herramientas que puedan apelar a otras posibilidades. El espacio público ha de rescatarse como el lugar donde se construyen diferencias, donde se deciden otras maneras de ser constituidas mediante procesos autogestionados y, por fin, el mismo espacio público, ha de permitir también que cada una de esas subjetividades resuelvan sus procesos y sus grados de visibilidad. Es absolutamente crucial alimentar esta posibilidad que permita la proliferación de pluralidades, y en esta tesitura, las prácticas culturales pueden y deben desarrollar un papel fundamental. No hay alternativa dada la urgencia histórica: las iniciativas de arte público solo serán pertinentes en la medida que contribuyan al despertar de procesos participativos que, a su vez, aceleren el despertar a la conciencia de una subjetividad liberada de protocolos y soluciones impuestas. Cualquier otra posibilidad, por bienintencionada que pudiera ser, bajo camuflajes tan retóricos como la labor por la integración, no hace más que contribuir a la consolidación del modelo triunfante.
El arte público no puede trabajar a favor de los procesos de asimilación e integración para favorecer así la pacificación del espacio social. El potencial de la pulsión estética tiene un destino necesariamente hiriente con el escenario establecido. Su función siempre estará mucho más cerca de la localización o provocación de conflictos, que no de un apuesta por su resolución. La tarea encaminada a abrir procesos de construcción de subjetividad, dedicada a renovar los procedimientos pedagógicos, dispuesta a multiplicar las posibilidades para la acción política, toda este caudal de derivas posibles del arte público, conforma un horizonte inevitablemente antagonista. Hablar de un arte público amable presupone aceptar de antemano su neutralización y su posible eficacia. Por minúscula que sea, la acción en la esfera pública se legitima exclusivamente por pasiva (contribuyendo a la integración de lo disidente en el interior del pacto social que no es cuestionado en su raíz) o por activa (cuestionando la universalidad del modelo y abriendo brechas hacia otras posibilidades por remotas y difusas que puedan parecer). Esta es la disyuntiva. De lo que se trata es de posicionarse y actuar en el interior de la más imperativa de las necesidades de hoy : abolir los mapas rígidos y unívocos mediante una continua construcción de espacios para otras experiencias que, por la magnitud de su apertura y por la variabilidad de sus soluciones, obligue a dibujar mapas flexibles y borrosos, sobre los cuales todo puede modificarse en cualquier momento y de la noche a la mañana. La norma dictamina que debemos confiar en la buena forma de la ciudad, clara y estable, en el interior de la cual, la vida va a poder desplegarse sin desordenes, blindada frente a los conflictos. El precio que se exige para garantizar esa buena forma obliga a no discutirla y a apostar por su consolidación. A este proceso se lo denomina consenso con la pretensión de insuflar a la estrategia una pátina de proceso comunitario, pero es necesario recordar que no hay negociación posible sin la exposición previa de todos los disensos. La función del arte público no puede consistir en acelerar la homogeneización sino que ha de orientarse, por el contrario, en la legitimación de todas las singularidades imaginables. Con demasiada facilidad hemos olvidado que la verdadera pedagogía estética consiste en reconocer en la inutilidad del arte la semilla de la experiencia libre e irreductible a ningún concepto, abierta hacía lo infinitamente distinto. A partir de ese aprendizaje en la libertad, la experiencia estética puede derivar en una apuesta política que ahora sí inyecte utilidad a esa promesa convertida así, en consecuencia, en una aurora revolucionaria.
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Helena Braunstajn.:Si se plantea un escenario así, entonces no hay alternativa… sin embargo, tengo la impresión de que se le está dando un papel demasiado grande al arte, una responsabilidad que seguramente de entrada no podrá cumplir. También pienso que, al no hablar en términos concretos, al evitar, como dices la parte anecdótica, nos situamos en un discurso ciertamente atractivo pero alejado de la realidad. Por eso me gustaría que hablaras de tus proyectos de arte público concretos, de sus alcances y limitaciones, de los obstáculos y logros en su proceso de realización, de sus descubrimientos….
Martí Peran: Helena, discrepo de tus objeciones en este punto. Claro que “hacer cosas” siempre está más o menos bien. Pero creo que también es imprescindible abordar la labor de construir teorías, de inyectarles la dimensión ideológica que seamos capaces y , en consecuencia, de defender un mínimo cuerpo de ideas de forma programática. En cuanto a lo de esquivar las anécdotas de casos concretos, pues sí, en el registro de este texto creo que no harían más que despistar…Pero no hay problema ninguno en comentar procesos de trabajo que, a mi entender, pueden ser ejemplares : la investigación Shrinking Cities, por mencionar uno de complejo. En cuanto a Post-it city. Ciudades ocasionales – todavía en curso – se trata de un archivo que viaja, ampliando material en cada estación, y ejerciendo un papel básicamente de carácter provocativo, para acelerar investigaciones locales y para promover una discusión que puede ser tan política como decidan sus protagonistas.
H: ¿Qué tipo de “datos” contiene y busca recopilar o generar este archivo; cómo se seleccionan las estaciones y de qué manera un agente externo (archivo) puede provocar o acelerar las investigaciones locales? ¿Me podrías mencionar algún ejemplo?
M. El proyecto puede consultarse en www.ciutatsocasionals.net . El punto de partida es sencillo conceptualmente pero complejo en la gestión : crear una red por la cual en aproximadamente 25 ciudades de todo el mundo, distintos agentes locales (colectivos de investigación, artistas, núcleos de proyectos editoriales, departamentos universitarios,. sujetos particulares,…) desarrollen una investigación sobre fenómenos post –it , es decir, sobre ocupaciones temporales del espacio público. Con esas aproximaciones se consigue un retrato distinto de la ciudad, atento a las emergencias y las necesidades, atento a la capacidad de reciclaje y de inventiva, atento a los nujevos códigos de exclusión, etc etc,,,ese el el objeto del archivo, ilustrar estas dinámicas y favorecer una lectura comparada entre distintos contextos urbanos, ya sea para acentuar similitudes o para detectar diferencias. Al hablar de provocar acciones locales a posteriori, me refiero a la posibilidad de convertir ese archivo en material para aproximaciones pedagógicas. Así sucedió, por ejemplo, en Bogotá, en Montevideo o en Sao Paulo.
H: Es imprescindible construir teorías, pero me parece más interesante, sobre todo si las teorías parecen perfectas (inamovibles, intocables), someterlas a los “despistes” de la realidad de los hechos. En este sentido también te preguntaba: Cómo se abren concretamente los procesos de construcción de subjetividad? Cómo se renuevan los procedimientos pedagógicos? Tengo dudas también sobre la necesidad de seguir subrayando la polaridad y el antagonismo, sobre la identificación y la ubicación tan clara de una clase burguesa problemática y sobre la figura disidente del arte… me parece que todos estamos un poco en todas partes, es decir, viviendo de las instituciones y las comodidades que nos ofrece el sistema y también sufriendo y rebelándonos contra sus funcionamientos deficientes y rígidos. Tengo dudas sobre todo en relación a la capacidad autocrítica que tenemos los que trabajamos en la esfera cultural y educativa, es decir: ¿qué tanta coherencia haya entre lo que nos proponemos teóricamente y nuestro actuar?
M: Claro!!!. Hay muchas sombras como bien dices. Pero creo importante subrayar un par de reflexiones. En cuanto a los procesos de construcción de subjetividad y de renovación pedagógica, lo crucial es, a mi entender, que todos los procesos reglados, todos, persiguen un proceso de reconocimiento, un proceso por el cual nos brindan el cuerpo de contenidos frente a los cuales debemos reconocernos Esta es la unidireccionalidad que ha de cuestionarse de un modo imperativo, trabajando a favor de la dotación de herramientas para la producción de conocimiento y la para su reproducción más o menos atinada. No es nada liviano esto. Es radicalmente fundamental. Convertirse en agente que promueve eventos, da lecciones o escribe textos, solo podemos interpretarlo en la deriva que favorece un ingreso a los modelos de subjetividad y de conocimiento que están establecidos o, por contra, al modo de incitación a la libre construcción de uno mismo. Por otro lado, es cierto, todo es instituciónj y, en consecuencia, es difícil ver como ser “alternativo” trabajando, por ejemplo, con becas públicas; pero sucede que quizás llegó el momento de modificar las disyuntivas. La oposición dialéctica eficaz ya no es entre espacio institucional – espacio alternativo, quizás es entre, por ejemplo, capital rea- capital simbólico. Si trabajamos en esa dirección vamos a descansar mucho mejor sin engañar a nadie.
H: Martí, una última pregunta: en la segunda parte de tu texto mencionas o subrayas de distintas maneras la importancia del despertar de la conciencia, la libertad, el imperativo histórico y carácter provocativo del arte, la aurora revolucionaria… Me parecen unos términos muy complejos, cargados de múltiples significados, además de todos los usos y abusos ideológicos, políticos y retóricos. Los que los hemos escuchado tantas veces, tal vez, ya no podemos evitar una cierta desconfianza. ¿Qué hacer hoy con esa promesa de la aurora revolucionaria? ¿A qué te refieres cuando la mencionas?
M : Helena. Me gusta la cautela con la que apuntas directo al meollo de la cuestión. Te lo agradezco. Lo que intento mantener en activo dentro de todo el argumentario es la necesidad de que nos olvidemos del arte. Lo único esencial es encontrar maneras de construirnos como sujetos libres, con una vida propia y, sobre todo, con la posibilidad de una vida vívida. Ese es siempre el objetivo, para con uno mismo y para los modos de estar juntos. Esta línea de fuga obliga a mantener en abierto procesos aparentemente abstractos pero absolutamente reales. El imperativo histórico es un modo de mencionar la necesidad de reconocer en cada circunstancia cual es el formato que adoptó aquello que oprime esa libertad y, por extensión, cuales serían las réplicas más eficaces. El despertar de la conciencia no es más que lo que garantiza una dinámica de conquistas en esa misma dirección y, ante todo, lo que garantiza una rápida reparación de las injusticias reales debido a que, habitualmente, son la misma raíz del proceso para ese despertar. La semilla revolucionaria quizás suena ingenuo a estas alturas; pero es una expresión todavía eficaz, a mi entender, para subrayar que en esa conquista de la libertad de ser ,no hay demasiada cabida para la reproducción de modelos dados de antemano, así que es menester alimentar una inventiva radical para la construcción de subjetividad. Eso, así de simple, es lo revolucionario en la medida que adviene como irreductible frente a los protocolos establecidos.