(Des)hacer el territorio: sobre poiética ecológica. Martí Peran.
1. Ruinas.
En el contexto de la modernidad, el último elogio de las ruinas lo entonó Georg Simmel parafraseando la estética kantiana: las ruinas, decía, han de ser percibidas como aquella huella humana que, sin embargo, parece un producto de la naturaleza (Simmel, 1998). Se trataba de una secuela del idealismo obstinado en hallar zonas de encuentro e intersección entre la cultura y la naturaleza o, en otras palabras, entre la libertad y la necesidad, cuando todavía parecía factible apostar por un humanismo reconciliador: la obra del hombre inserta en una suerte de ley natural que convierte al progreso en una fuerza de la naturaleza. En esta lógica, la ruina no encarnaba ningún fiasco histórico del homo faber sino que aparecía como la consumación de su destino natural: incorporar todo producto del hacer al tiempo del mundo. En realidad, la postura de Simmel no representa más que los últimos coletazos de la tradición romántica que pronto quedaría definitivamente interrumpida.
La modernidad, con su ímpetu antigenealógico (Sloterdijk, 2015), no expresó ningún entusiasmo por las ruinas. La apuesta por lo nuevo, en sus versiones más radicalizadas, menospreciaba lo ruinoso por su proximidad con las pulsiones nostálgicas y retrospectivas. No había ningún atrás suficientemente interesante y, en consecuencia, tampoco lo eran sus posibles restos. La única excepción la encarnó el delirio totalitario de Albert Speer: Berlín debía ser construido anticipando su destino ruinoso para que la sombra del III Reich se proyectara sobre la Historia como todavía lo hacen hoy los restos del Imperio Romano. Más allá de este propósito alocado y periférico, en la tabula rasa promovida por la modernidad – Hausmann en Paris, Le Corbusier en Barcelona,… – no había lugar para la ruina y, en consecuencia, no era menester conservar ninguna hermenéutica que garantizara un sentido y una función para los vestigios. Frente a la ruina ya no había nada por leer sencillamente por que no había ruinas.
Una vez desposeídos de cualquier código de lectura frente a los escombros, hoy, sin embargo, reaparecen las ruinas por doquier. Una enorme extensión de ruinas puntea nuestro paisaje. Ya sea por la devastación provocada por los accidentes naturales y tecnológicos, por la destrucción animada desde las agendas militares o, sobre todo, por las actuaciones promovidas desde la agenda espacial del capital, las ruinas se multiplican y se amontonan por todo el planeta. En estas circunstancias no es extraño que también se multipliquen los ensayos para rehabilitar unos códigos de lectura capaces de interpretar esta inquietante reaparición. Sin embargo, ya no parece posible retomar la narración idealista que todavía fascinaba a Simmel. Las ruinas de hoy no responden al natural paso del tiempo que inserta las obras del hombre en el devenir de la naturaleza. Por el contrario, las ruinas de hoy están programadas, conforman un episodio de un plan trazado de antemano y , bajo esta condición, exigen una hermenéutica totalmente nueva. Naturalmente, los nuevos lectores de las ruinas son muy diversos; no comparten necesariamente intereses y, como cabía esperar, incluso pueden ignorarse entre sí. Vayamos por partes.
Las ruinas derivadas de las catástrofes naturales o tecnológicas y su fuerza destructiva -ya se produzcan en New Orleans, en el las costas del Océano Índico, en Txernobil o en Fukushima -como es obvio y a pesar de que puedan pronosticarse, no se conciben como algo programado en un sentido ordinario; sin embargo, sí operan de forma muy eficaz en el interior de la narración ideologizada que promulga un presente perpetuo y que aspira a contraprogramar cualquier alternativa al modelo hegemónico. En efecto, la ecuación es bien simple: la catástrofe, que anteriormente podía mantenerse lejana y ajena, ahora irrumpe en el imaginario global bajo la forma de “noticia de última hora” que afecta a todos en calidad de interrupción de la normalidad y evidencia de la vulnerabilidad de un sistema que ha de ser preservado. El accidente se exhibe así como la constatación de los peligros que aguardan al presente precario, de forma que todo el esfuerzo debe concentrarse en contener las amenazas y conservar lo conocido sin modificar sus estatus . Así es como la ruina como amenaza forma parte del relato del fin, tan apreciado por el programa ideológico dominante, según el cual, esta fragilidad estructural prohíbe ensayar ninguna alternativa al modelo contratado. El escombro, se asegura, podría ser el destino de todo si no nos responsabilizamos todos de hacer sostenible y crónico lo presente establecido.
Se denomina arreglo espacial (Davis, 2014)) a la regla por la cual la naturaleza depredadora del capital se abalanza sobre el territorio para blanquear beneficios, acelerar la plusvalía y, de inmediato, abandonarlo a su suerte hasta su próximo regreso. El neoliberalismo proyecta así sus atrofias amontonando ruinas convertidas en el corazón de un caos sistémico que ya parece irreversible. Bajo esta lógica se multiplican los espacios dañados y las zonas residuales mediante, al menos, dos dinámicas paralelas. Por un lado proliferan los parajes urbanos abandonados y por el otro se practican constantes demoliciones.
Las zonas abandonadas por el sistema productivo generan una suerte de ruinas en disputa, un espacio de vestigios atravesado por la pugna que se establece entre su ocasional disponibilidad para menesteres informales y la presión del capital para re-inyectar sobre ese espacio una nueva vocación productiva. Ruinas industriales y diversos formatos de terrain vague son repoblados y utilizados por usuarios inesperados que, antes que tarde, son expulsados tan pronto se rehabilita el lugar con renovados aspiraciones vinculadas a las consignas de la ciudad creativa y emprendedora. En cualquier caso, la efectividad con la que estos espacios disfrutan de una condición de “zonas temporalmente autónomas” (Bey, 1996) ha permitido articular una particular poética de la ruina como potencia, como territorio de potencialidades para usos y experiencias ajenas a la convención productiva. Es una suerte de desarrollo particular de aquello que Robert Smithson concibió como ruinas al revés: ya no un testimonio del pasado, sino la aurora extraña de algo todavía por venir (Smithson, 1996). La urgencia de una hermenéutica de la ruina encuentra en esta perspectiva una posibilidad poderosa, consciente de su carácter liviano, pero tan cargada de oportunidades que la cultura contemporánea la ha explorado de una forma casi obsesiva e incluso manierista.
Por su parte, los escombros derivados de las demoliciones masivas han optimizado su rentabilidad económica en una doble dirección: generando nuevo espacio especulativo y convirtiendo la destrucción en espectáculo televisivo. Es una lógica de guerra que promueve la destrucción para garantizar los beneficios de la reconstrucción con el beneficio añadido por la retransmisión televisiva en directo. No hay demasiada distancia entre los bombardeos sobre Dresde descritos por W.G.Sebald, los constantes y sospechosos incendios que arrasan Detroit durante los años setenta y ochenta, el programa estadounidense para la reconstrucción de Irak, la destrucción de poblados palestinos por el ejército de Israel y las demoliciones espectaculares y retransmitidas que en la actualidad se llevan a cabo en Filadelfia, Cleveland, Buffalo, Shangai o Beijing. La aceleración con la que este tipo de ruinas se integran en el ciclo del valor mercancía, no ha concedido ninguna oportunidad para desarrollar frente a ellas ninguna otra modalidad de interpretación. Escuetamente: La ruina como plusvalía.
En cualquier caso, toda esta panoplia de posibilidades somete a la ruina al principio del valor de uso. Si la reaparición de las ruinas es tan cuantiosa y acuciante, lo que parece imperativo es hacerla rentable, ya sea como estrategia ideológica (el fin que nos acecha y nos obliga), como espectáculo o como potencia para nuevas productividades. Es en esta tesitura que la nueva hermenéutica de las ruinas todavía no encontró la fisura necesaria para abrirse a la posibilidad de una interpretación capaz de afrontar su objeto en su mera contingencia, como una suerte de verdad de hecho. La cuestión entonces puede formularse así : ¿que es capaz de decirnos hoy la ruina en sí misma?.
2. Inactualidad.
Ad Reinhart proponía interpretar la escultura como aquello con lo que tropezamos al dar un paso atrás para contemplar una pintura. La ironía de esta sugerencia es un modo de apelar a la distancia necesaria – el paso atrás – para asegurar la comprensión autónoma del arte y liberarla de cualquier funcionalidad narrativa. El arte es, en última instancia, una cosa con la que puedes tropezar; pero esta suerte de fenomenología alimenta un objetivo : aprehender que la aparente ausencia de significación del arte es, precisamente, el perímetro de su verdadera significación. La ruina contemporánea también es una simple cosa en la medida que se expone como un fragmento incapaz de regresar al todo del cual procede puesto que quedó arruinado y, así mismo, tampoco puede incorporarse al universo natural sino es como residuo con el que se tropieza en el propio intento fallido de reencontrarnos con la naturaleza. La soledad de la ruina – su autonomía y su literalidad – incapaz de ofrecernos ningún recorrido retrospectivo y, así mismo, obstaculizando la construcción de ninguna nueva perspectiva, como sucedía con aquella escultura minimalista, es el centro mismo de su significación: la ruina se expone como encarnación misma de lo perdido y de lo inactual. Así como la cosa minimalista nos abría a la comprensión del arte mismo, la ruina nos enfrenta con la mera inactualidad.
Lo inactual es lo perdido en tanto que no puede ser restituido, recuperado ni restaurado pero que, a pesar de todo ello, está ahí. En tanto que perdido pudiera parecernos que lo perdido se desvaneció por completo y, sin embargo, la ruina encarna lo contrario. Lo perdido disfruta de sus propios modos de aparecer y se expone. Lo perdido no ha de identificarse con aquello que ha podido ser eliminado, extinguido o anulado; sino que lo perdido está ahí, existe como perdido y ha de ser protegido y comprendido como la misma materialización de la inactualidad.
Es bien conocida la tesis de Giorgio Agamben según la cual la inactualidad es el desajuste que puede padecer el sujeto en relación a su propio tiempo, hasta el extremo de ofrecerle la distancia suficiente para comprenderlo mejor y conquistar así su verdadera contemporaneidad (Agamben, 2011). En la medida que el sujeto sufre una anacronía respecto al presente, disfruta de una perspectiva adecuada para percibirlo más allá de lo que pudieran hacer quienes son puros actores del mismo tiempo compartido. Si proyectamos esta misma ecuación sobre nuestro argumento, la ruina subraya entonces su condición de coetánea con un mundo de presencias, pero manteniendo con ellas una relación anacrónica, un desplazamiento que la desajusta en el interior del marco que comparten y que, por ello mismo, lo completa. Sea cual sea el entorno en cuestión y sea cual sea el estado en el que se encuentre este entorno, este solo contiene completitud en la medida que en el interior de su actualidad puede hallarse alguna ruina que encarne lo inactual, alguna marca que consigne lo perdido sobre el horizonte de lo presente y por ello mismo lo constituya como presente . Lo geográfico – el espacio organizado por cualquier tipo de perspectiva – es en efecto el más significativo índice de lo actual, pero solo en la medida que en el mismo acto de su exposición podamos reconocer algún indicio de lo que en él quedo perdido. En el interior de cualquier estado de las cosas, siempre hay algo ruinoso, algo que permanece ahí de un modo un tanto inapropiado, a destiempo, incapaz de someterse a ninguna simbiosis que lo asocie con el resto pero que, gracias a este mismo desacoplamiento, expone una sombra de la anterioridad imprescindible para percibir el actual estado de las cosas en su peculiaridad. La percepción distingue y reconoce lo actual como tal en la medida que este lleva consigo una marca de la inactualidad. La ruina no está ahí para favorecer una ensoñación retrospectiva sino para constatar la singularidad misma del presente; la ruina contiene lo inactualizable del presente, aquel ingrediente que está ahí precisamente para reconocer mejor como lo nuevo resuelve su puesta en acto. De un modo llano podríamos decir que lo ruinoso es donde el presente funda su condición de posibilidad en cuanto tal; la ruina es la falla que desde el pasado sacude al presente y le permite reconocerse como tiempo distinto y actual.
La inactualidad de la ruina, tal y como lo hemos planteado, no tiene nada que ver ni con lo traumático ni con lo fantasmagórico. El escombro no regresa para interrumpir nada sino que ya está ahí. No se trata de un rumor que siempre permanece al acecho y dispuesto a alterar el sosiego del presente cuando decide manifestarse puesto que ya pertenece al presente. Por el contrario, podría decirse que la ruina es lo que permite al presente participar de un régimen de historicidad (Hartog, 2014); es decir, actúa como garante para vincular el presente con una anterioridad que, al mismo tiempo, al enfatizar la vulnerabilidad y ocasionalidad de lo actual, también promete un futuro en el que las cosas serán distintas. Un régimen de historicidad es pues lo que otorga a cualquier presente la densidad necesaria que le confiere proceder de un antes y preparar un después. La ruina pertenece al presente para hacerlo histórico; para permitirle que se reconozca como episódico pero cargado de sentido en la medida que articula un determinado orden del tiempo. Con esta perspectiva puede además afirmarse que la ruina opera como un elemento corrector frente a los relatos retrotópicos (Bauman, 2017) o presentistas. La retrotopía consiste en soñar un futuro de forma retrospectiva añorando supuestos paraísos perdidos; para ello necesita, ya no un resto del pasado, sino una determinado sistema de creencias respecto del propio pasado que le permita impulsar el salto hacía atrás; pero la ruina no admite está interpretación; ya no pertenece al pasado sino que pertenece al presente para exponer lo que en él hay de inactualidad que, en ningún caso puede ser renovada (actualizada). En el otro extremo, la actual dictadura del presente que nos instala en el imperativo de una constante actualización conlleva una experiencia de presente huérfano, amputado y sin ningún régimen de historicidad. La apología del presente absoluto, sin vínculos ni con el pasado ni con el futuro – No future – es precisamente lo que comporta que el pasado mismo se multiplique como algo excesivo, espeso y acumulativo sin que sepamos que hacer con él como consecuencia de la ausencia de toda historicidad. La ruina puede, en este contexto, operar como correctivo en la medida que pondera la orfandad del presente al conservar en él su propia anterioridad. Con lo ruinoso, el presente, lejos de verse obligado a satisfacer por sí solo el sentido del tiempo, conquista la posibilidad de disfrutar de memoria: la facultad de saber un pasado como irrecuperable.
3. (Des)hacer.
El paradigma del pasado irrecuperable lo encarna hoy la naturaleza. Lo que hoy está perdido pero se expone para incrustar una marca de inactualidad en nuestro mundo, ya no es la ruina cultural sino la naturaleza. La verdadera ruina de hoy es orgánica. La naturaleza es lo que se nos aparece como vestigio. Si damos un paso atrás para contemplar la naturaleza, tropezamos con tantas ruinas que lo que de veras queda arruinado es nuestro primer propósito de ingenuidad naturalista. Ya no es la naturaleza quién engulle las ruinas hasta integrarlas en su desarrollo, sino que ocurre lo contrario: es la naturaleza lo que quedó absorbido en el interior de una gran ruina. Al fin y al cabo, los lugares abarrotados de escombros – las ruinas en un sentido literal – representan verdaderos oasis biológicos. Si las ciudades muertas (Davis, 2007)) consiguen alcanzar un efectivo grado de abandono, en lugar de producirse una desertización galopante, lo que opera es una lógica entrópica por la cual el territorio es colonizado por nuevas fuerzas biológicas. La vida se restituye sobre los territorios muertos con asombrosa facilidad; sin embargo, lo que se exhibe como seña de lo que ya no puede ser restituido es la naturaleza misma. La naturaleza es la ruina que consigna hoy lo irrecuperable, en la medida que no puede ser restituida ni en una clave epistemológica – en calidad de origen perdido al que deberíamos regresar – ni en clave biológica si ello se interpreta como una reparación de daños ecológicos capaz de restituir situaciones naturales anteriores.
La concepción de la naturaleza como nuestro origen añorado era factible, de un modo paradójico, cuando la esfera de lo humano disponía de un espacio exterior donde amontonar sus residuos. En efecto, en el marco de la interpretación del progreso como una paulatina conquista de la naturaleza, esta se convirtió por igual en el origen que se supera, la reserva de recursos necesarios para superarla y así progresar y, finalmente, como el vertedero para los desechos del mismo progreso. Hoy ya no es posible mantener esta perversa ecuación. Ya hemos alcanzado el límite planetario tanto en la explotación de recursos como en la disponibilidad de basureros (Warck, 2015). El mundo humano ha quedado encerrado en la espiral de su propio progreso hasta devastar la naturaleza en su condición de materia prima y de exterioridad disponible donde esconder los propios costes de la historia. Al flaquear estos principios se hace inapelable la obligación de renunciar también al mito de la naturaleza como origen. No tiene ya ningún sentido alimentar este ingenuo primitivismo puesto que, aunque quisiéramos retroceder sobre nuestros propios pasos para reencontrarnos con una naturaleza en estado de pureza, ya no queda ningún espacio disponible donde consumar este hallazgo. Las expectativas expresadas por George Monbiot según las cuales, el restablecimiento de grandes ecosistemas salvajes produciría en el hombre la reactivación de una memoria genética antigua (Monbiot, 2017) haría sonrojar a los escasos pobladores indígenas que subsisten en el límite y cercados por toda suerte de presiones progresistas. No es posible, ni mediante la aplicación de la más radical deep ecology , volver a un nosotros antiguo y primitivo sin que ello comporte una suerte de colonialismo verde incapaz de comprender la verdadera dimensión de la alteridad. Los otros que todavía sobreviven no son nuestros antepasados disponibles para favorecer un efecto de espejo regresivo sino que son otros ajenos a las desventuras de nuestra historia. La consigna de renaturalizarnos y volver a ser salvajes se sustenta en la ilusión de restablecer un diálogo con un mundo vivo, pero nadie sabe que significa exactamente esto en el marco del Antropoceno que ha transformado las constantes vitales del planeta.
Tampoco es viable rescatar a la naturaleza mediante operaciones de restauración ecológica, si ello se concibe bajo la ilusión de consumar un borrado de las huellas culturales que permita restablecer un pasado natural. A diferencia del materialismo histórico desarrollado por Walter Benjamin según el cual, la historia que viene siempre llega desde atrás; la naturaleza no acepta ningún atisbo de retrospección. Incluso aquellas actuaciones ecológicas que pretendan regenerar un territorio deben aceptar que no hay vuelta atrás. Al decir de Gilles Clément, “la vida excluye la nostalgia, no hay un pasado venidero” (Clément, 2017). La regeneración ecológica nunca supone el rescate de lo perdido sino que, muy al contrario, representa la apertura de procesos complejos nuevos que nunca pueden omitir por completo la ruina que padeció el territorio en cuestión. Regenerar un territorio desde una perspectiva ecológica no es ningún atajo mediante el cual podríamos reencontrarnos con una naturaleza desmaquillada y sin la sombra de lo humano; a lo sumo, la regeneración ecológica representa un acto de discreción (Zaoui, 2017): la construcción de una distancia de retiro para que algo otro ocupe la centralidad. Si la actuación ecológica representa ante todo un acto de autolimitación (Castoriadis, 2006)), la discreción es ese paso al lado por parte de lo humano, que abre el espacio para que la vida no humana se abra paso. Pero en este proceso no se consuma ningún restablecimiento de la naturaleza ni se la recupera para alimentar nuestras nostalgias. Es mucho más sencillo: lo que se descubre es nuestra propia facultad de retirada. La regeneración ecológica, a pesar de acelerar la multiplicación de procesos biológicos nuevos, no nos remonta hacía la naturaleza sino que nos instruye en el valor del des-hacer.
El des-hacer no dispone de ninguna antropología propia puesto que se inscribe, aunque sea en sus límites, en la lógica tradicional del homo faber. En efecto, des-hacer, lejos de encarnar la inacción, ha de ser interpretado como una peculiar modalidad del hacer; como también lo es el hacer-nada, una compleja tarea que ha sido capaz de convocar a una auténtica legión de contra-hacedores; desde el célebre escribiente de Herman Melville, tantos otros personajes de Georges Pérec, hasta los numerosos “artistas sin obra” que han sido catalogados por Yves Jouannais (Jouannais, 2013). Des-hacer o hacer-nada, en calidad de modalidades heterodoxas del hacer, no solo comportan una acción, sino que probablemente sean el mejor ejemplo de lo poiético en la medida que dirigen el hacer fuera de la órbita del trabajo para reubicarlo en otra esfera difusa en la que tienen cabida lo inútil, lo simbólico y lo poético. Lo que cabe preguntarse ahora es si la regeneración ecológica no ha de ser también reconocida como una deriva de este mismo des-hacer poiético.
Des-hacer es un modo de operar en el territorio; pero mediante un modo de hacer que remite a lo que en el mismo territorio ya está perdido para protegerlo como inactual. Esta es la tortuosa ecuación que subyace tras una actuación de regeneración ecológica: ya no una restauración de las condiciones naturales perdidas para que renazcan mediante una imposible regresión, sino un desplazamiento de la acción sobre el lugar para que la inactualidad de la naturaleza ocupe el primer plano. En la regeneración ecológica no se produce tanto una restauración de la naturaleza como se garantiza la conservación de su condición ruinosa. Es imposible regresar a un antes natural en la medida que esta misma ilusión solo puede ser conducida por la acción artificial de un homo faber heterodoxo, obcecado en el gesto des-hacedor en lugar de respetar la lógica acumulativa que caracteriza la lógica convencional de la producción. Regenerar ecológicamente un lugar no es restaurar la naturaleza sino un modo tan radical de añoranza que permite hacerla presente como pura anterioridad; el territorio regenerado puede ofrecernos un espectáculo de naturaleza bien viva y orgánica, pero siempre atravesada por un des-hacer que le imprime una irreversible artificiosidad que la invoca como perdida. También los recuerdos pueden ser bien vivos; tan vivos que incluso pueden convertirse en dañinos; sin embargo, ningún recuerdo es capaz de corregir la memoria como mera custodia de lo que ya está perdido.
En la medida que des-hacer el territorio es un particular modo de hacer algo en el, esta misma actuación de regeneración ecológica ha de interpretarse como una mediación que abre de nuevo la cadena metonímica del valor. Si hasta un momento determinado el territorio en cuestión estaba infectado por la acción especulativa que priorizaba del lugar el valor mercancía, la regeneración ecológica comporta una desviación poiética que reconduce el valor de ese mismo territorio hacía nuevos parámetros (ecológico, científico, social,..) ajenos a la plusvalía, pero que también exigen una determinación y una acción que nunca es un simple borrado de las acciones que antes proyectaron sobre el territorio el unívoco valor mercancía. Cuando Robert Smithson sugiere la necesidad de excavar en el territorio las “pilas de lenguaje” que se amontonan en el, nos remite a la misma evidencia que ahora estamos planteando: todo paisaje se compone de capas narrativas sobrepuestas históricamente en función de las nociones de valor que se han proyectado sobre el lugar. Desde esta perspectiva, la regeneración ecológica no representa tanto una arqueología capaz de alumbrar de nuevo las fallas subterráneas, como una nueva capa de escritura que, eso sí, tiene por objeto recordarnos el relato que construían los textos enterrados. La naturaleza no regresa si quiera como fósil; no es un hallazgo sino una evocación construida mediante la escritura silente del des-hacer.
4. Tiempo topológico.
Cada una de las escrituras que se acumulan sobre el territorio obedece a los intereses prioritarios que cada momento del relato infunde sobre ese mismo lugar. Cuando el interés es de orden especulativo, el territorio padece una explícita presión urbanística que modifica su aspecto; a su vez, cuando el interés revierte en una dirección ecológica, el mismo territorio se somete a una escritura des-hacedora que vuelve a modificar el lugar en función de la nueva tabla de valoración. Para comprender de un modo sencillo este proceso nada parece más pedagógico que apelar a la fórmula propuesta por Tuan (Tuan, 2007): el Medio en cuestión determina una determinada Percepción del mismo que, a su vez, dirige la Decisión y la Actuación que es más conveniente sobre el lugar, ocasionando una alteración del Medio a partir de la cual se reinicia el mismo ciclo siempre hacía adelante. En otras palabras, sería un craso error partir de la suposición de que el territorio siempre es el mismo y lo único que se modifica son sus interpretaciones. Por el contrario, cualquier análisis territorial debe acometer la absoluta indivisibilidad entre el lugar y el momento. En cada ocasión que se implementa una escritura sobre el territorio, este se modifica de modo tan sustancial que ninguna de las posibles actuaciones – ya tuviera un carácter especulativo o ecológico – puede ser regresiva puesto que no existe para el lugar un supuesto punto cero ideal respecto del cual podríamos, con cada intervención, aproximarnos o alejarnos en grados distintos. Lo mismo no es lo único. El lugar puede ser el mismo en momentos distintos, pero ello no supone que disfrute de una unicidad capaz de sobreponerse a las distintas acciones que padece. Cada actuación sobre el mismo lugar hace estallar en ese territorio su ilusoria unicidad para convertirlo en distinto en cada ocasión bajo una lógica acumulativa. Cada lugar, en el vaivén de sus modificaciones, acumula escrituras, las amontona. En ocasiones la intervención es de carácter tan estridente que silencia el eco de las escrituras anteriores; en otras ocasiones, cuando la acción adopta el registro de una regeneración ecológica, la escritura que se añade se rige por un código de discreción tan latente que puede parecer que restituye una suerte de texto original y restablece el carácter unívoco de lugar; pero esto es totalmente ilusorio: no hay modo de que un texto sea capaz de escribir el blanco de la página. Una regeneración ecológica no es una regresión en el tiempo que permita restablecer del lugar su blancura original, sino un episodio específico de la indivisibilidad lugar-tiempo que permite a la propia regeneración imprimir ahora sobre el territorio un valor biológico, cultural y social que antes estaba devaluado en beneficio de otros parámetros de valor . En cualquier caso, no hay vuelta atrás; la regeneración ecológica no instaura un tiempo regresivo sino un tiempo topológico.
Para George Kubler el tiempo tipológico es aquel en el cual, en un lugar y momento determinado, conviven obras originales y réplicas (Kubler, 1988). El modelo que utiliza – y de ahí la referencia a las obras – es la Historia del Arte. En efecto, lejos de interpretar el quehacer artístico desde una lógica progresista según la cual el arte siempre progresa dejando atrás su historia previa, Kubler plantea la posibilidad de que problemas del pasado puedan reactivarse bajo nuevas condiciones y continuar su secuencia bajo formas nuevas; es decir, en la Historia del Arte conviven pues las obras que plantean nuevos asuntos y aquellas otras que plantean viejas cuestiones de otras formas que antaño. Las obras originales garantizan que el arte siempre abra territorios nuevos y, a su vez, las réplicas permiten revisar, replantear y reformular problemas y cuestiones anteriores sin omitir el imperativo de la novedad. La analogía que proponemos puede parecer atrevida pero nos parece muy elocuente. En el marco de una regeneración ecológica, en lugar de reconocer un tiempo de dirección única que retrocede – como dirección única tendría una Historia del arte solo progresiva -, quizás deberíamos reconocer un lógica de tiempo topológico por la cual, en un momento y lugar determinado – el de la acción regenerativa – no se produce tanto un restablecimiento de lo perdido sino que se facilita la aparición simultánea de dos novedades : de un lado, la inevitable emergencia de fuerzas biológicas nuevas, especies invasoras, si quiera previstas al inicio de la actuación regeneradora; y, por el otro lado, la propia réplica de la naturaleza que no regresa con la regeneración, sino que llanamente aparece reformulada en su inactualidad, al menos en la medida que su mismo (re)aparecer solo es factible mediante la acción poiética de un des-hacer.
Para calibrar la virtud de nuestra invocación del tiempo topológico puede enmarcarse la cuestión de la regeneración ecológica en el debate en torno a las actuales propuestas sobre el decrecimiento. En este marco, y sin dejar de resaltar que la teoría del decrecimiento nada tiene que ver con la sostenibilidad (una coartada retórica para continuar apostando por el crecimiento), lo fundamental es destacar que los apóstoles del decrecimiento tampoco proponen una suerte de neo-primitivismo mediante el cual podría producirse la restitución retrógrada de formas de vida anteriores al triunfo del capital. En lugar de esta interpretación retrotópica, el decrecimiento ha de ser concebido desde la lógica del tiempo topológico: no se trata de retroceder en el tiempo como si ello fuera posible, sino de conferir centralidad a lo que de inactual habita el presente o, en otras palabras, facilitar la proliferación de nuevas réplicas del mundo precapitalista. En efecto, no se trata de satisfacer una añoranza mediante una involución capaz de retroceder sobre sus propios pasos, sino de producir una alternativa inspirada no tanto lo que entonces había (una supuesta vida rural idílica) sino en lo que todavía no estaba (las formas de vida inscritas en la lógica del capital). Así como se han desarrollado las tesis del aceleracionismo que proponen superar el capital a partir de la aceleración de sus capacidades tecnológicas para redirigirlas hacía prácticas emancipatorias; del mismo modo, el decrecentismo debería aspirar a superar el capital focalizando su interés en aquellas parcelas periféricas en las que el capital no ha consumado su conquista. El des-hacer del decrecimiento no es un borrado de lo que ya está escrito, sino la operación de ofrecer centralidad a lo que se escribe en los márgenes, a lo que parece antiguo (inactual) en el contexto de un mundo gobernado por la mercancía y la plusvalía. De ahí que la posibles prácticas decrecentistas no puedan ser tildadas de retrógradas e involucionistas; no hay regresión sino novedad; tal y como sucede en el interior de cualquier dinámica de regeneración ecológica. Una novedad articulada sobre la potencia de lo inactual.
Referencias Bibliográficas:
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Bey, Hakin (1996). T.A.Z. Zona temporalmente autónoma.Madrid: Talasa ediciones.
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Sloterdijk, Peter (2015). Los hijos terribles de la Edad Moderna. Madrid: Ediciones Siruela
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Tuan, Yi-Fu (2007). Topofilia. Un estudio sobre percepciones, actitudes y valores medioambientales. Santa Cruz de Tenerife: Melusina.
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Zaoui, Pierre (2017). La discreción o el arte de desaparecer. Barcelona: Arpa editores