Erick Beltrán. La parte abisal. 2012.
En 1873 Nietzsche redactó uno de sus más lúcidos ensayos: Sobre verdad y mentida en sentido extramoral. El dardo intempestivo se exponía allí con claridad meridiana: cualquier noción de verdad pertenece al mismo dispositivo retórico que la sustenta y la defiende, de modo que, en sentido extramoral, no hay verdad ni mentida que soporten el menor examen crítico sin desvanecerse al primer soplido. La embestida cuajó lentamente y, antes de que la posmodernidad la relativizara para proclamar el grado cero ideológico, se tradujo en aportes tan brillantes como las despedidas a la razón y contra el método que en su día promulgó Paul Feyerabend (1) . No se trataba de un gesto menor puesto que la propia filosofía de la ciencia reconocía sin tapujos que la naturaleza de su discurso ideológico (contribuir a la construcción de determinados sistemas de valor) debía virar hacía lo estético (admitir que cada modo de habla contiene sus propias nociones de valor). Para decirlo de un modo parco y llano: así como cada estilo artístico persigue su propia noción de lo bello; también cada narrativa científica, moral o jurídica persigue sus propias ideas respecto de que cosa serían lo verdadero, lo bueno y lo justo. Con esta operación, cualquier lenguaje queda desposeído de cualquier exterioridad; sin embargo, Zoroastro subestimó el poder de la máscara.
La noción de máscara atraviesa la mayor parte de los seminarios lacanianos como una suerte de alegoría expandida de lo ambiguo. Por doquier nos acechan postizos, semblantes, sombras, espejos y fantasmas; pero la mascarada central es aquella que construye de forma sofisticada la idea de la unidad personal como encarnación misma del ser. La persona y lo personal -según reza el cristianismo, la filosofía clásica y el derecho romano- emergen como la gran mascarada que permite salvar una exterioridad sagrada capaz de soportar, incluso, las embestidas de toda crítica extramoral. Puede que todas las nociones de valor sean vulnerables; pero siempre se conserva como resto el principio del uno mísmo habilitado como fuente de legitimación. El dispositivo persona (2) se articula así como una suerte de punto de acuerdo que permite dilucidar todo tipo de cuestiones, ya sean de orden filosófico, jurídico o político. Baste recordar que este constructo persona es el fundamento sobre el que se promulga la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). La cuestión, llegados a este punto, consiste en evocar la facilidad con la que la historia ha considerado legítimo despersonalizar a comunidades enteras al privarlas de todo derecho para consolidar su propia esfera de derecho. En otras palabras: si la persona puede deconstruirse será como consecuencia de que se trata de un mero constructo.
Desarticular la ideología de la persona y lo personal se impone como una tarea imperativa. La apología del uno mísmo como encarnación misma del ser no garantiza proteger a la vida sino que, por el contrario, puede convertirse en el verdadero problema de su enmascaramiento. La parte abisal no consiste en una reconstrucción del trayecto hacia las profundidades insondables que subyacen en lo personal, sino que se despliega como una atlas laberíntico de las citas que lo producen. A lo largo de cada uno de los anillos de la pirámide se alteran los marcos y las cronologías para levantar un atlas oceánico que asalte la razón y arruine los métodos. Es así como queda al descubierto que la noción de valor que se amaga en el principio persona no resiste su recontextualización a cualquier escala ni soporta un examen planteado desde la historia desordenada. Es el único gesto mediante el cual incluso lo extramoral quedaría en entredicho.
1. Véanse los trabajos de Paul Feyerabend. Adiós a la razón (Tecnos. Madrid, 2008) y Contra el método: esquema de una teoría anarquista del conocimiento. (Ariel. Barcelona, 1981).
2. Véase Roberto Esposito. El dispositivo de la persona. Amorrortu. Buenos Aires, 2012.