Joana Cera. Retalls de paper/Peces de porcellana, 2015 // 20 dits, 2015 // Sense títol, 2017.
El libre albedrio atraviesa muy malos tiempos. De un lado lo acechan las involuciones en la esfera del derecho que galopan con el neoliberalismo; por otra parte, la neurociencia asegura que nuestras vidas están dictadas por complejas reacciones bioquímicas, susceptibles de traducirse en algoritmos capaces de predecir cualquiera de nuestras (re)acciones. En esta encrucijada sobreviven distintas derivas de la teoría de los afectos, con la esperanza de fundar con ellos una suerte de nuevos ambientes (Unwelt) más poderosos que el destino. En cualquier caso, sucede que, entre tanto alborozo, pasa inadvertida la oportunidad de relativizar la sacrosanta idea de libertad desde una perspectiva bien distinta: reconocerla como una suerte de fundamento tan in-fundamental que afecta por igual al ser hombre o al ser piedra.
(A propósito del papel y la porcelana y de los castillos de naipes). Para construir una ontología a la contra, sostenida en fundamentos extremadamente ligeros, se han utilizado recursos distintos, desde la idiotez (la acción sin razón) hasta lo absoluto ( la existencia sin relación ni sujeción); pero parece que la mejor fortuna recayó al fin sobre la idea de repetición: el modo de ser de lo irrepetible. El eterno retorno nunca sugirió el regreso plomizo de lo mismo sino todo lo contrario. Lo que retorna en cada ocasión es la fuerza del desorden, siempre productivo, materializado con infinitos semblantes e inagotable. La absoluta idiotez de cada una de las cosas e individuos del mundo es tan radical que, en lo más abisal, todo acaba por convertirse en mera singularización de lo mismo: la eternidad del desorden. La repetición es así el verdadero acontecimiento; el lugar en el que acaece de nuevo un nuevo modo de ser distinto.
Un adagio de Spinoza sugiere que “es propio de la naturaleza de la razón percibir las cosas bajo cierta especie de eternidad” (1). Esa extraña pátina de eternidad que priva de libertad a todo en la medida que lo agrupa, es la repetición. Pero lo importante ahora es acertar a comprender que el modo de detectarla exige conservar la sinrazón de la cordura. Durante tiempo se preservó a los ingenuos la facultad necesaria para desentrañar los enigmas; pero la naturaleza cristalina de la repetición rompe con cualquier tipo de jerarquía. Ya no es necesario disponer de un sentido extraordinario cuando lo que irrumpe son todos los sentidos. Bajo esta sensatez capaz de preservar lo ignoto que despierta al pensamiento, crece la intuición, el saber que no necesita ser contrastado puesto que ya descansa en lo repetido. La prerrogativa de la intuición no es tal puesto que pertenece a todos. Lo que regresa no se reconoce sino que acontece, como novedad, frente a nosotros; irrumpe en el interior de la percepción de forma intuitiva y condena a la razón a un perpetuo retraso. La razón siempre sucede con demora respecto a la percepción, habilitada en cualquier circunstancia para detectar frente a lo sensible la repetición de la potencia de la singularidad. La intuición detecta y la razón acecha sedienta por desplegarse, unas veces para desmentir lo ocurrido, y las menos, para forjar el propio mito del eterno retorno. Cuando esto último ocurre es la propia razón quien se ensancha hasta rumiar “una especie de eternidad” en la que ya no importa ser hombre o ser piedra.
1. Spinoza. Ética demostrada según el orden geométrico. F.C.E. México, 1977. p.91