Esta publicación es el resultado de unos talleres de crítica de arte y curadoría impartidos sucesivamente en el Centro Cultural de España en Buenos Aires, en la Universidad de Sao Paulo y en el Museo de Arte de Pampulha en Belo Horizonte, en el mes de abril de 2007.
Buenos Aires. En la tarde del domingo se juega un Boca-River y las calles están vacías. Como no dispongo de ninguna entrada me dedico a vagar por librerías y doy con un extraño libro: “La ciudad de los locos” de Juan José de Soiza Reilly. Se trata de una edición reciente de Adriana Hidalgo con la que se intenta rehabilitar al autor, un heterodoxo personaje que pudiera encarnar a la perfección de figura del “maldito” finisecular en el contexto porteño. Al trabajar el libro me percato que originalmente se publicó en Barcelona en 1914 y decido utilizarlo como espoleta para desarrollar unos ejercicios, a partir del día siguiente, en el marco del taller.
Las aventuras de Tartarín Moreira son algo más que la apología de una utopía extravagante, donde lo idílico es matizado por lo etílico, y en la que los perros tristes, flacos y sucios valen tanto como los hombres. Las peripecias que se suceden en el relato dan perfecta cuenta de la convicción que lo atraviesa: en la construcción del mito de la ciudad moderna debe haber un espacio reservado para la potencia productiva del puro deseo personal. Frente a la obsesión por la articulación de una sociabilidad comunal, Tartarín encarna el reciclaje individual de la realidad desde una intempestiva economía del deseo. Esta es la dinámica de Locópolis, la multiplicación de lógicas individuales radicalmente productivas. No me parece insensato proponer este eje para operar en las ciudades que han de acoger el taller, ciudades locas en sus heridas económicas y urbanísticas, pero alocadamente resueltas a replicarlas microscópicamente con ingenio, habilidad y destreza subjetiva. La Ciudad de los locos es así una consigna que puede actuar como herramienta para detectar fisuras en unos contextos urbanos muy determinados, pero también para coleccionar pequeñas respuestas, trágicas o lúdicas, pero siempre resueltas sobre un perpetuo estado de agitación de gentes.
Todavía en Buenos Aires. En el taller, la invocación de Soiza Reilly causa perplejidad, pero se atenúa al plantear la falsa etimología que vincula la ciudad de los locos con locus. Es una ciudad, ya lo hemos dicho, de sibilinos recursos. Como no se trata más que de un ejercicio, optamos por traducir el epígrafe en cuestión en un pretexto para dar cuenta de las abundantes y ricas anomalías que impiden comprender la ciudad como una realidad articulada. Buscamos precisamente lo contrario, señales de una suerte de incontinencia subjetiva ingobernable. Se decide crear tres líneas de trabajo: una compilación de trabajos históricos que pudieran funcionar como una posible genealogía de las heterodoxias actuales, una colección de registros sobre la iconografía que se esparce por la piel de la ciudad explicitando sus desvaríos y, finalmente, una serie de propuestas cartográficas que pongan en evidencia la necesidad de mapas alternativos y flexibles frente a aquellos convencionales que intentan mantener a la ciudad dentro de la cordura.
Sao Paulo. Atacado por los tópicos se me ocurre que quizás pueda traducir ahora la generosa idea de locura en antropofagia. Entre los textos de los Andrade y con la inestimable ayuda de Efraín, doy vueltas al asunto hasta dar con un trabajo de Suely Rolnik que, al final, no servirá para casi nada pero consigue atemperar el ansia. Si la pulsión antropófaga consiste en la dinámica cultural que permite distinguir entre lo que ha de ser devorado porque fortifica y lo que ha de ser desestimado porque debilita, entonces es evidente que la vida autogestionada que gobierna la ciudad es una acción simultáneamente antropófaga por un lado y, por el otro, loca en tanto que despliegue de las potencias sujetivas. Da lo mismo, todo esto quedará en una elucubración encerrada en la habitación de un hotel sin aire acondicionado.
En el taller, a pesar de todo y sin atreverme a desarrollar esas ideas torpes, se consigue un rápido consenso: Sao Paulo es una ciudad preñada de resignificaciones gracias a toda suerte de locuras productivas. Pero hay un elemento que parece caracterizarlas a todas por igual. Cada una de las iniciativas que emanan de la necesidad y del deseo parece que ocupan el espacio de un Estado Ausente que se desplaza en beneficio de un Estado Fantasmático. Me parece una precisa paráfrasis de la Ciudad de los locos.
Belo Horizonte. El gesto que ha de realizarse en Pampulha es casi una obviedad. El complejo donde se ubica el Museo forma parte del temprano laboratorio donde Niemeyer ensayó su ulterior invención de Brasilia. En el interior mismo de un paradigma moderno nos disponemos a contrastar las ilusiones del mito con sus declinaciones en la actualidad de Belo Horizonte. La primera ciudad planeada en Brasil es el mejor lugar para detectar los azotes de la locura. Entre los exquisitos edificios que rodean el lago, la Iglesia de San Francisco y la Casa de Baile marcan el punto de salida para enfrentarlos a la proliferación de iglesias de extraña confesión que se habilitan en garajes y pabellones de la ciudad. La otra tipología contemporánea que domina Belo Horizonte tampoco es precisamente un espacio diáfano para una coreografía moderna, sino múltiples bares populares ajenos a la lógica de la feliz tertulia de café donde debía construirse esfera pública y opinión crítica. La Ciudad de los locos representa un viraje respecto de esas coordenadas de sociabilidad contenida y consensuada. La Ciudad de los locos crece en otras brechas: las que ocupan por igual la ocasionalidad del vagabundo y del turista.