Madrigueras bajo tierra y pabellones al sol. martí peran
Lo aprendí preparando la presentación de un curioso libro sobre desamores: no hemos habilitado ritos de salida. Nuestra opulenta y espumosa cultura ha articulado toda suerte de mecanismos para entrar en nuevas situaciones, ya sean de orden laboral, emocional o político. Los protocolos de preparación están perfectamente organizados para que el ingreso en los estados previstos (trabajador productivo, amante fiel en el seno familiar, ciudadano participativo en cada convocatoria electoral,..) se produzca de una forma ordenada y nada traumática. Sin embargo, quizás por un ignominioso exceso de confianza, no disponemos con igual precisión de los mecanismos que habrían de permitirnos salir sin ser dañados de esos mismos estados o situaciones. Experiencias tan vulgares como la jubilación, el desengaño amoroso o el descrédito de los políticos, nos abandonan a nuestra suerte. No disponemos de ritos de salida y, con esta carencia, la erosión de lo establecido está condenada a derivar en una pérdida cuando no al pánico.
El rito de entrada más paciente se llamó Bildung : la formación imprescindible, con una función iniciática, para entrar adecuadamente en el mundo y poder transitar en él de una forma productiva y provechosa. Una educación académica y una educación sentimental para diseñar horizontes y cumplirlos aplicadamente. Sin embargo, todo ese futuro siempre aparece postergado y la promesse acabó por agotarnos. Al decir del enigmático profesor Morante, el verdadero dolor no radica en la posible infelicidad, sino en la incapacidad de tender hacia ella. La cuestión ahora consiste en definir como podríamos vertebrar un Bildung para salir del mundo; al menos para salir de este pequeño mundo obturado y tan reacio a conceder escapatorias.
La identificación de la función del arte con el imperativo de mantener abiertas las heridas y vivo el desarraigo, tiene mucho que ver con el posible Bildung de salida. En esta coyuntura, la experiencia estética ni mantiene su supuesta naturaleza desinteresada ni, mucho menos, contribuye a la mejoría y al progreso. Por el contrario, el esfuerzo estético se identifica con la ruidosa construcción de salidas de emergencia frente al insultante optimismo que acompaña a la cultura de la promesa. Cada una de las posibles salidas -que paradójicamente ha de ser levantada con más ahínco que los ritos de ingreso, ya configurados desde todos los flancos- supone un sueño de desaparición: en un agujero, tras el lenguaje o en la desocupación de una agitada espera.
Desaparecer en un agujero. Así como la modernidad petulante levantó sus programas desde una arquitectura progresivamente vertical, la renuncia a sus ingenuos postulados exige una arquitectura subterránea. Frente al mito del arquitecto heroico que levanta atalayas desde dónde contemplar el mundo, el descrédito de esa posibilidad de una visión dominante obliga ahora a ejercer una contra-arquitectura, esforzada en horadar en lugar de edificar. Si el modo convencional de entrar en el mundo demandaba levantar una casa, la forma de salir de él obliga ahora a construir una madriguera. Una madriguera que no represente la invitación a un ingreso, sino que sea el umbral de una salida. La literatura sobre la dimensión epistemológica (1) de la idea de la casa es ingente. La acción de levantar un hogar presupone, desde la tradición clásica hasta su revisión moderna, la garantía de definir un modo de estar en el mundo y comprenderlo. De algún modo, esto explica el carácter edificante del optimismo moderno y, en su mismo reverso, también legitima la necesidad de una salida subterránea frente a su crisis irreversible. La arquitectura del refugio es el horizonte natural del sujeto contemporáneo, expulsado a una existencia mínima cuando “la casa ha pasado” y “ya no es posible lo que se llama propiamente habitar” (2) . Vivimos en la época de los miedos y de los desplazados, de constantes mudanzas hacia otra parte: otro lugar, otras ideas, otros sueños La imposibilidad de arraigar – de reconocer un Heimat orientador- condena a una situación de intemperie y de tránsito constante que solo puede descansar refugiándose. Las opciones son muy escuetas, o deambular arrastrando consigo “una habitación” (Survival box, 1999; Hibrid-home,2002) y cultivando la ilusión del nómada o, por el contrario, cavar bajo tierra el escondite donde abrigar la salida del mundo. A las torres de cristal las ha sucedido una tierra de búnkers, estructuras de defensa y de repliegue, obsoletas para su genuina función militar pero de difícil demolición (3) , de modo que adquieren la condición natural de cobijos para la supervivencia.
El exilio subterráneo, la salida bajo tierra, representa por igual la posibilidad de que el sujeto se reconozca en su soledad y, por extensión, que ensaye la pequeña escala posible de la utopía en ese lugar sin exterioridad, sin fricciones con los mundos de vida que, inevitablemente, la desmentirían. Este es quizás el más definitivo perfil del desarraigo: reconocerse preso de la propia identidad y reconocer el sueño como un mediocre viaje retórico sin paisaje real donde aplicarlo. Ni el sujeto en el mundo, ni la utopía realizable. Solo un refugio doméstico, beckettiano y oscuro.
La soledad, al parecer del imaginario moderno, era algo así como una opción, una decisión libre para aquellos que optaban por una ascética renuncia del otro para favorecer así una revelación objetiva que abriera el diálogo con el mundo. Aislarse para acelerar la ilusión de la vida como el despliegue de la ecuación yo-en-el-mundo. La más feliz encarnación de esto es el melancólico y saturnino sujeto romántico, quien silencioso y quieto contempla la casa de la naturaleza. Frente a esta “soledad acogedora” (4) , el refugiado es quién reconoce que no hay más sujeto que aquél que se reconoce extranjero en cualquier parte que no sea el encierro: “Soy en soledad. Por ello, el ser en mí, el hecho de que yo exista, mi existir, constituye el elemento absolutamente intransitivo, algo sin intencionalidad, sin relación. Los seres pueden intercambiarse todo menos su existir. Ser es en este sentido, aislarse mediante el existir” (5) . La arquitectura del refugio, de este modo, ya no se limita a señalar la salida hacia una condición de aislamiento sino que, de un modo activo y ruidoso, construye el lugar mismo donde el sujeto existe en soledad. La Casa para soltero (2004) y las Madrigueras (1998, 2001, 2004 y 2006) son así auténticas mónadas, entidades autosuficientes, “sin puertas ni ventanas”, donde el sujeto materializa su soledad, inevitablemente trágica “no porque sea privación del otro, sino porque está encerrada en la cautividad de su identidad, porque es materia” (6).
En el recogimiento invulnerable del refugio, construido laboriosamente, apenas se recibe el eco de las convulsiones exteriores. Del mismo modo que todas las anomalías sociales y psicológicas (desde la barricada anarquista a la aparición de la inquietante consciencia del anonimato) provocaron que la burguesía decimonónica se retirara hacia el interior privado inaugurando una “sociedad íntima” en la que solo puede desarrollarse “la personalidad de un refugiado” (7) deseoso de mantener un statu quo, en la madriguera también impera una suerte de insonorización que pretende mejorar la naturaleza de lo que se cobija en su seno. Es como la profundidad del contrabajo que exige adiestrarse en una “habitación recubierta de placas en paredes, techo, suelo, con puerta doble y acolchada por dentro” (8) , para que el instrumento alcance su perfección. El espacio del refugio es autosuficiente, en efecto, para convertirlo en el lugar idóneo donde atesorar a la propia identidad y a sus delirios. De ahí que a pesar de su severidad, el espacio del refugio sea, al fin y al cabo, un pequeño paraíso artificial, un ecosistema autónomo donde poder cultivar remiendos de la utopía; donde imaginar un hombre nuevo que algún día podría salir a la luz. El verdadero héroe ya no es aquel que de un modo mesiánico conduce a la multitud, sino el refugiado solitario que perfecciona sus sueños bajo tierra. El nuevo héroe es un topo, desertor del mundo, preso de su conciencia e improductivamente ocupado en especular sobre una improbable salida revolucionaria de la caverna. De momento, con la exterioridad se limita a mantener un mínimo contacto escrupulosamente controlado (mediante una vieja radio – Madriguera # 2001- o una práctica placa solar – Madriguera # 2006-) sin que “las puertas de hierro” o “las paredes” se acompañen de las “mirillas que hacen sentir su encierro al prisionero” (9).
Desaparecer tras el lenguaje. El interior del refugio es un espacio artificial como pudiera ser una biblioteca. La analogía no es arbitraria. La madriguera, como refugio donde apenas es posible ninguna ocupación, se acondiciona para lo único imprescindible: leer y/o escribir sobre como debería ser el afuera. El exilio horadado, desde su primera versión (Madriguera, 1997 y Topo#3, 1997) es en realidad una cámara de lectura. Pero no se trata de una simple terapia de distracción para atenuar la agorafobia. Los refugios son espacios del lenguaje en la media que este no es ya el instrumento natural de la comunicación sino, por el contrario, la alternativa más eficaz a la propia socialización. Esa es la lucidez de Peter Kien, literalmente aislado en el artificial mundo de los libros y del lenguaje (10) . La artificiosidad del refugio se redobla así con el artificio lingüístico, el único latido que susurra tras los leves gestos de los codos refugiado frente al escritorio. Si la madriguera ha de albergar a la existencia mínima, esta es también aquella que decide abandonar la vida por la reflexión misma sobre el vivir; dicho de otro modo : en la caverna se substituye la experiencia por el lenguaje; o mejor aún, por las meras huellas de lenguaje (lectura y escritura) habida cuenta que en el refugio reina el silencio, la ausencia absoluta de cualquier fonética; un refugio, a fin de cuentas, es un gesto de repliegue y el lenguaje que atesora señala una salida y no un “camino al habla” (11). En el refugio, el triunfo del lenguaje se traduce pues en su infinita potencialidad, ya no para decir el mundo, sino para construirlo gramaticalmente de un modo absolutamente distinto, engañosamente mejorado. Cuando el proyecto moderno aplicó sobre el terreno sus idearios utópicos, estos se desvanecieron rápidamente al chocar con la especificidad de cada mundo real. La reacción legítima frente a este fracaso es “fracasar mejor”, “dejar que el lenguaje nos indique la derrota” (12) . La literatura del refugio – como la literatura del presidio (13)- es al mismo tiempo una lamentación y un sueño de liberación, un reconocimiento de lo real herido y una persistencia en rumiar una reparación venidera que en el mejor de los casos, solo puede ser eso: una especulación gramatical, una experiencia de lectura o escritura. De ahí que en la Madriguera quepan reflexiones tan desdobladas como, por ejemplo, las del anarco-sindicalista Diego Abad de Santillán (Madriguera#2006.Estrategia y táctica). El refugio es la última biblioteca para el pensamiento utópico, allí donde todavía podría cultivarse, tomando progresivamente conciencia de la lejanía de la exterioridad sobre la que pudiera aplicarse.
El refugio ideal, cual obra de una ingeniería animal, además de un imprescindible sistema de ventilación que perfectamente puede plagiar de prototipos del mundo del exterior (Madriguera #2004.La respiraión excacta), apenas si necesita, junto a un lecho, una conexión tenue de luz que permita leer y escribir. Si los formatos convencionales de la soledad contemporánea (por seguridad, por tele-trabajo o por simple auto-abandono emocional) demandan una múltiple conexión que sustente una engañosa situación de vida llena, el refugiado apenas necesita de un pequeño neón. Bajo la blanca y fría luz de mínima intensidad, con indiferencia frente a los movimientos naturales del día y de la noche, ese único punto de luz cumple a la perfección la simple misión que tiene encomendada: alumbrar apenas. En la medida que el lenguaje mismo aparta del mundo, lo mejor es leer y escribir en estancias sombrías, sin la tentación de reducir el potencial del lenguaje a sus posibles correlatos reales tras una ventana transparente. El lenguaje, en efecto, no crece bajo el fluir diáfano de la luz solar, sino bajo una gélida “luz artificial” (14) , como la que alumbra el refugio, escondite físico y, a la vez, lugar donde desaparecer tras las palabras selladas en un escritorio.
Desaparecer por desocupación. En la madriguera, el refugiado se halla en una situación literal de impasse. A pesar de que el horizonte de un posible regreso al mundo no parezca inminente, ni siquiera probable, la actitud del refugiado se asemeja a un paciente estado de espera. La situación en el interior de la madriguera, más allá de que pudiera perpetuarse, es llevadera en la medida que se concibe como ambiguamente transitoria; de ahí que junto al escritorio donde se especula sobre la exterioridad, en el interior del refugio también se dispongan los utensilios necesarios para mantenerse en una adecuada forma física. Se trata de garantizar una óptima condición de regreso, a pesar de la secreta conciencia de que ese mismo difuso deseo de volver a la superficie, probablemente sea el principal estímulo para permanecer aislado. Esta es la paradoja : cultivar el encierro para pensar el afuera, eternizar la salida hacia la madriguera concibiéndola episódica. La pasividad del refugiado es así una in-acción que lo mantiene constantemente ocupado: escribiendo, leyendo, ejercitándose. Esta transitoriedad crónica del refugiado es pareja a la del desplazado o el nómada que transitan por la superficie exterior. El topo no es en absoluto ajeno al perfil de los millones de refugiados que se ven obligados a merodear por la tierra. A fin de cuentas, en la vida subterránea solo se produce una materialización del exilio que, aparentemente, lo detiene. Por esta precisa razón, a la hora de especular sobre que tipo de arquitecturas pudieran idearse sobre tierra firme, la única opción posible señala hacia una arquitectura flexible, porosa a la naturaleza mutante de las situaciones; una arquitectura polivalente, multifuncional, casi portátil, adecuada a la ocasionalidad y transitoriedad de la vida exterior. En otras palabras: cuando el topo regrese a la superficie, a pesar de todo, continuara levantado madrigueras, espacios paradójicamente utópicos como el refugio subterráneo.
Una madriguera exterior tiene, en efecto, otras exigencias. Para cumplir la misma función de abrir una salida fuera de los parámetros impuestos, ya no debe limitarse a materializar un espacio mínimo sino que, por el contrario, debe articular un espacio potencialmente infinito. La respuesta (la salida) en el exterior exige ahora el abandono de la épica personal, la misma que rige y pauta la cultura del éxito, de la productividad y de la eficacia. La renuncia a la cultura de la competitividad y de la promesa en el exterior se articula, por el contrario, mediante una arquitectura débil, casi picaresca, de módulos sencillos, para el desarrollo del hombre lúdico, del sujeto desocupado, del hombre abandonado y lanzado a una “constante agitación” (15) . El resultado de este precario ideario podría condensarse en la tipología del pabellón, tan despreciado por la ortodoxia moderna precisamente por su ambivalencia, por su llana ambigüedad como puro espacio disponible, sin función precisa, sin objetivo más allá de dar cobijo a una experiencia fugaz, así como el refugio daba escondite al sujeto que renunció a cualquier experiencia. De algún modo, hemos pues he presuponer que a las madrigueras subterráneas se accede previo ingreso en el pabellón. Madrigueras bajo tierra y pabellones al sol. Pabellones en un sentido literal (Mestizo, 2003; Casa Modular MA2,2004) u Oficinas-Picnic (2002); en cualquier caso Lugares Comunes (2006), simples dispositivos para el acontecimiento en sí mismo, sin horizonte, sin promesa de futuro. Pabellones para leer (de nuevo), para comer, para dormir o para amar. Lugares para la “pura exposición y la pura disponibilidad” que convierten en “larva” (16) desocupada a este topo que ahora transita sobre la tierra.La auténtica diferencia entre madrigueras y pabellones, a la luz de lo planteado, reside en la substitución de esa estricta funcionalidad obligada por la vida subterránea por la polivalencia del espacio modular y flexible del exterior. La diferencia de continentes, naturalmente responde a la diferencia de acontecimientos que se producen en cada una de las tipologías. Mientras en el refugio la situación de espera es radicalmente quieta, sin experiencia, en el pabellón la espera se torna in-quieta, agitada por una sucesión de experiencias livianas. El refugiado se repliega y el transeúnte se despliega en múltiples pequeñas acciones, pero ambos comparten el talante improductivo de sus respectivos quehaceres. Para ambos, su ubicación constituye un Bildung de salida : renunciado a la acción o multiplicándola sin progreso. Se trata de distintas escenografías para el mismo desarraigo. El refugiado o el nómada que usa los pabellones, como Ulrich, se consideran por igual un “extraño a así mismo tanto en estado de reposo como en estado de actividad” (17).
1.Epístion, la raíz etimológica de Epistemología, designaba “estar unidos cerca del fuego”, precediendo la idea de hogar, de modo que existe un vínculo esencial entre las ideas de casa y epistemología.
2.Th. W. Adorno. Minima moralia. Taurus. Madrid, 1998. pp 35-36.
3.P.Virilio. Bunker Archaeology. Princeton Architectural Press. Princeton, New Jersey,1994.
4.M.Cacciari. Soledad acogedora. De Leopardo a Celan. Abada editores. Madrid,2004.
5.E. Levinas. El Tiempo y el Otro. Paidós. Barcelona,1993.p. 80
6.E.Levinas. Ob.cit. p. 95
7.R.Sennet. El declive del hombre público. Península. Barcelona,1976. p.569
8.P.Süskind. El Contrabajo.Seix Barral. Barcelona,1987.p.23
9.Kobo Abe. La mujer de la arena. Siruela. Madrid,1998. p. 127
10.E.Canetti. Auto de fe. Mondadori. Brcelona, 2006
11.M.Heidegger. De camino al habla. Ediciones del Serbal. Barcelona, 1987.p.215
12.S.Beckett. Rumbo a peor. Lumen.Barcelona,2001.
13.Entre tantos posibles: Primo Levi. Si esto es un hombre. (1947); Alexander .Solzhenitsin. El Arcihpielágo Gulag. (1973) Rubén Gallego. Blanco sobre negro (2002)
14.J. Derrida. No escribo sin luz artificial. Cuatro. Madrid,1999.p.16
15.Tiqqun. Teoría del Bloom.Melusina, Barcelona,2005.p.14.
16.Idem. p.35
17.Robert Musil. El hombre sin atributos. Vol. I Seix Barral Barcelona,1993. p 181.