Entre los numerosos trabajos que han explorado los procesos de configuración de “la imagen de la ciudad”, un lugar destacado lo ocupa el esfuerzo de Kevin Lynch en aplicar patrones gestálticos a las tramas urbanas para hacerlas legibles. La taxonomía que establece Lynch es a menudo ingenua y, sobre todo, ajena a las advertencias que, tiempo atrás, había reconocido Walter Benjamin frente al alborotado avispero de Nápoles. Si para el académico sedentario, la ciudad es un cuerpo de texto que el lector-ciudadano gestiona como una gramática, para el ensayista nómada la ciudad real se impone como un flujo de acontecimientos porosos a cualquier interpretación. En cualquier caso, sería demasiado miope considerar esas dos perspectivas como absolutamente irreconciliables. En realidad, lo fluctuante y escurridizo que tanto fascina a los analistas urbanos postmodernos, discurre sobre la estructura sólida de la ciudad cual parásito que se nutre del cuerpo detenido de un animal prominente.
Los “mojones”, al decir de Lynch, son esos poderosos puntos de referencia impostados en el escenario de la ciudad que, por su singularidad, facilitan al transeúnte una ubicación, un reconocimiento de escalas y unas determinadas lógicas de sentido. Gracias a estos hitos, el paseante mantiene una suerte de visión panorámica de la ciudad como si se tratara de un marco en el interior del cual conviven los detalles de cada rincón específico sin que se altere el cuadro. Por esta misma razón, los mojones se exhiben siempre en un plano distante, manteniendo al espectador en una condición exterior y de mirada exiliada.
La fotografía que desde los años setenta se llamó de “nueva topografía”, en realidad, no hacía sino aplicarse en la retratística de mojones urbanos y suburbanos. En efecto, el registro realista y documental con el que se intentaba dar cuenta de los procesos de transformación de las ciudades, exigía detenerse fríamente frente a los “nuevos monumentos” aceptando su condición de arquitectura parlante sin más mediación que su severo registro. Las transformaciones territoriales, sociales y materiales de la ciudad eran selladas con esa labor topográfica como si pretendieran reconocer los nuevos sintagmas nominales que configuran el texto de una metrópolis en mutación. Manolo Laguillo realizó por entonces la más rigurosa aproximación a Barcelona, desde esa metodología topográfica con talante objetivo y documental. La periferia de la ciudad era escrutada con una mirada severa, sin más concesiones estéticas que una exigente aplicación del “sistema de zonas” que, precisamente, acentuaba la especificidad de la imagen como objeto, en lugar de alimentar una especulación sobre las posibilidades y los límites del propio medio fotográfico. La fotografía, al fin y al cabo, actuaba como la estricta consignación de un mojón que conduce, uno tras otro, hasta el nuevo libro de estilo de la ciudad.
Los trabajos recientes de Laguillo permanecen fieles a todas esas coordenadas; pero la apariencia exenta e imponente del mojón de antaño sufre ahora una serie de significativos retoques. El más llamativo es el color, un elemento que permite registrar toda la suerte de ruidos que asaltan el hito arquitectónico. Los rótulos comerciales, los vehículos y los destellos de vida privada que se asoman por los balcones, confluyen alrededor de la exposición del edificio, en inferioridad de condiciones, pero incrustando un huella temporal sobre el acontecimiento espacial. Por otro lado, las tomas permanecen frontales y distantes, la visión todavía construye geometrías rigurosas y el estilo no desiste de su función descriptiva. Con todo ello se garantiza todavía la funcionalidad de estas arquitecturas como mojones que organizan el espacio y trazan el camino para comprender la ciudad; pero muy a menudo estas señales enfatizan, como nunca lo hicieron antes, su ubicación ambigua, angulada y cortante. En efecto, ahora el catálogo de mojones es también un repertorio de esquinas que, de forma inevitable, operan como paradigma de la diversidad. En cada intersección urbana se interrumpe el continuum de la ciudad, se ensayan procesos de encaje casi siempre abocados al fracaso y se insinúa el despliegue de narraciones distintas por doquier. Es como si alrededor del mojón se vertiera ese relato uniforme que antes era capaz de contener y que, en consecuencia, estuviéramos asistiendo al principio de su conversión en “nodo”.
El nodo ya no constituye un detalle singular de la ciudad sino la conexión entre sus distintos planos. De un acontecimiento visual y una presencia material nos desplazamos hacia un reconocimiento más conceptual y experimental de la misma ciudad. Boston o Los Ángeles – las metrópolis de referencia para Lynch – ya no parecen tan lejanas de Nápoles. La presencia de los hitos, a fin de cuentas, tenia por función ordenar los lindes entre espacios dispares y garantizar así “la buena forma de la ciudad” ; solo que ahora será inevitable reconocer que el texto urbano no puede escribirse sobre un plano continuo y liso sino que está sombreado por numerosos pliegues, palabras esquinadas que conectan párrafos distintos, códigos dispares frente a los cuales ningún mojón puede ya garantizar ni un lectura homogénea ni una orientación segura.
El “pliegue”, al decir de Deleuze, es lo contrario de lo fachada: un exterior sin interior. Las esquinas de las fotografías, sin embargo, presentan fachadas que se retuercen y se giran en un movimiento en el que ya tenemos licencia para adivinar sus espaldas. Los mojones, más que asegurar fijaciones, parecen insinuar las rutas hacía aquello que permanece en la sombra y que todavía no ha sido desvelado. La ciudad prístina y legible reconquista, de forma tenue, sus misterios. Las últimas fotografías de Manolo Laguillo no han abandonado la visión exterior y documental; pero el interior aparece como una cita tal y como se intuye bajo el relieve del pliegue. Así lo ponen en evidencia la serie fotográficas de escaparates pero, sobre todo, la serie de escaleras y la de construcciones ciegas; trabajos en los que vuelve a aparecer esa conexión entre distintos planos que sacude la quietud uniforme del hito. Todavía es posible leer la ciudad y aprehenderla en un marco; pero, como detectó Benjamin, la planificación maestra no garantiza que la visión desde el palco esconda la profundidad de los escenarios.