Miedo lúcido.
Gabriel Chevallier. El miedo. Acantilado.Barcelona,2009.
Publicada en 1930, la novela de Gabriel Chevallier reconstruye su estancia en el frente durante los cuatro años de la I Guerra Mundial. En palabras del autor, el texto , “concebido contra la guerra”, comportaba como “gran novedad” que “en él se decía: tengo miedo”. Por esta misma razón tan ajena a las gestas y las heroicidades que necesitó evocar la posguerra primero, y una nueva contienda después , el libro permaneció en una suerte de estratégico olvido durante mucho tiempo. En 1951 se reeditó todavía con escasa fortuna y con muchos recelos sobre su interpretación: “¿Cómo será utilizado este libro, con miras a qué propaganda?”.
Estas vicisitudes, tanto como el tema, emparentan el libro con lo que sufrió Paths of Glory (1957) de Stanley Kubrick, un film prohibido en Francia durante cierto tiempo por su carácter antibelicista. En cualquier caso, los conocidos grabados de Otto Dix, la novela de Chevallier y el trabajo de Kubrick, probablemente sean las más explícitas aproximaciones a la crueldad de la guerra de trincheras que combinaba, de forma abominable, las viejas maneras napoleónicas con las incipientes técnicas modernas de guerra.
Un escenario de trincheras no representa ningún recurso literario. En la trinchera se cancelan todas las ilusiones líricas del futurismo con la guerra en beneficio de lo cruel absoluto y del miedo. En la más elemental fenomenología del miedo se lo reconoce como el recurso natural para garantizar la supervivencia. El miedo, en efecto, nace frente a la evidencia e inmediatez de la amenaza al modo de anticipación que impida su consumación. Así se explicita también en el relato de Chevallier : “ el miedo no es vergonzoso, es la repulsión de nuestro cuerpo ante aquello para lo que no está hecho”. En las trincheras, sin embargo, donde la “deserción ya no es posible”, el miedo ya no puede ejercer ninguna eficaz función de escudo, ya no puede evitar el ataque, de modo que su despliegue, en lugar de proteger, solo puede estallar como locura (“cuando el miedo se vuelve crónico, hace del individuo una especie de monomaníaco. Los soldados llaman a este estado “la negra”) o, en su lugar, como experiencia para una ética del límite, allí donde la degradación ha sido aceptada, donde la piedad es una egoísta meditación sobre uno mismo y donde la humanidad se identifica con la esencia misma del horror, tal y como encarnó Kurtz en la perculiar versión que hizo el mencionado Kubrick del personaje de Joseph Conrad. Es en esta perspectiva que la novela de Chevallier medita sobre el miedo en calidad de ingrediente fundamental de la biología humana, pero también y sobre todo como herramienta de su inteligencia dañada.
A lo largo del relato, construido con la serenidad del desasosiego, se reconstruyen los acontecimientos en su orden natural, con una lógica tan impecable e intrínseca a los hechos mismos, que el escenario de guerra acaba por exhibirse como un absoluto paradigma del absurdo. Este es el efecto de la narración ejecutada desde la primera línea de fuego, dejar al descubierto que, junto a una visión panorámica y distante de la guerra impuesta por los intereses políticos y sus comandos, hay otra dimensión de la experiencia bélica, resuelta en tiempo real y lanzada sobre el cuerpo vulnerable que convierte en ilícita cualquier causa que pretenda justificarla. El miedo opera, de algún modo, como el elemento que permite discernir estos dos campos. En otras palabras, el miedo no es solo un estado psicológico que contrae o una sensación corporal que petrifica; el miedo es también una eclosión de lucidez, una evidencia empírica de lo ridículo, injusto y absurdo de tantas ideas. El miedo es ajeno a la evaluación estratégica, a la rentabilidad y a la oportunidad de determinadas decisiones; el miedo es, sencillamente el efecto real de esas mismas decisiones y, en consecuencia, el más objetivo termómetro desde el cual deslegitimarlas. Cuando Jean Dartemont conoce la consigna según la cual “para ser relevado es preciso que las unidades sufran al menos el cincuenta por ciento de bajas” despierta consigo ese miedo lúcido, tan cercano a esa misma capacidad que Adorno concedió al dolor como auténtico despertar de la conciencia.
El ejercicio de esa lucidez alimentada en el miedo es lo que permite a Chevallier reconocer y denunciar los mecanismos que organizan la lógica del poder. Así como Elias Canetti necesitó de largos años de meditación y trabajo paciente para desentrañar los procesos y argumentos que garantizan una eficaz manipulación de las masas, Chevallier, bajo el aplastante y directo dictado del miedo padecido en las trincheras, lo identifica de inmediato. La naturaleza festiva del levantamiento aparece especialmente trágica; la multitudinaria y ciega sumisión a una causa retórica, teñida al mismo tiempo de patriotismo y espectáculo, arrastra a toda una generación fuera de cualquier oportunidad por diseñarse una biografía personal. Cientos de miles de hombres son movilizados antes de que se percaten de que no hay en verdad “ningún odio, ninguna ambición, ningún móvil” más allá de oscuros intereses económicos y la obsesión por mantener unas jerarquías de clase. Este es el único y auténtico balance de la guerra: “cincuenta grandes hombres en los manuales de Historia, millones de muertos de los que ya ni se hablará y mil millonarios que dictarán las leyes”. Es así como la guerra no es más que una estrategia que garantiza y corona “el orden social”; un orden apoyado sobre una enorme masa de “proletarios del deber”.
Parece pues, a la luz de sus propios protagonistas, que no era nada desatinado el clásico análisis de Max Weber según el cual el primer capitalismo se aplicó en los modelos militares de organización.
La novela de Chevallier expresa todas estas deducciones con rotundidad y sin concesiones, pero al mismo tiempo, la narración mantiene el escepticismo respecto a la efectividad de sus denuncias. Esta suerte de cautela por compartir la lucidez planea en el texto bajo una realidad incontestable: la incomunicabilidad entre la retaguardia y la vanguardia. Ya sea frente a las edulcoradas enfermeras del hospital militar o, mucho más hiriente, en el propio seno familiar durante el permiso, Chevallier insiste en expresar la imposibilidad de que la experiencia del frente pueda ser compartida y entendida por aquellos que, a fin de cuentas, representan al cuerpo social que anima y exige la guerra. En el nuevo horizonte que se abre tras el armisticio, tampoco nadie parece poder recoger el testimonio lúcido de lo aprehendido en las trincheras. “¿A quien piensas contarle tú la verdad?”. El miedo, al fin, se impone también como la única frontera tras la cual podría construirse la complicidad con la lucidez.