Martí Peran
La movilidad viene siendo objeto de una ingente literatura de todo tipo en los últimos años así que, sin tapujo alguno, nuestro propósito nada tiene que ver con el deseo de ser originales. Tampoco nos proponemos escribir una breve historia valorativa de la movilidad que, en su hipotético desarrollo, debería iniciarse, ni más ni menos, con una glosa sobre la grandeza que supuso el invento de la rueda para culminar, al menos, en el análisis de las diversas utopías modernas que convirtieron la idea de movilidad en su estandarte. Nuestro horizonte es mucho más humilde aunque quizás sea por igual complejo. Para resumirlo brevemente, nuestro objetivo consiste en detectar la enorme dimensión y versatilidad que subyace tras la idea de movilidad en el marco especifico de la contemporaneidad y, para paliar el vértigo que esta empresa puede llegar a producir, intentar cartografiar el tema mediante la distinción de cuatro formatos distintos de movilidad contemporánea. Los cuatro capítulos que proponemos (Shopping dance, Roadscape, Robert Walser y Borderline)(1) ni han de interpretarse de un modo estanco, ya que hay numerosos vasos comunicantes entre ellos ni, por otra parte, pretenden sellar por completo el asunto en cuestión. Insistimos en que estos enunciados sólo son un pretexto para elaborar unos pequeños ensayos sobre la idea contemporánea de movilidad sin por ello agotarla por completo. Conscientes pues de esta limitación, vamos a intentar en primer lugar descifrar el telón de fondo general que sustenta los cuatro capítulos siguientes y, al mismo tiempo, dar cuenta en esta suerte de pequeña introducción de todo aquello que exigiría un análisis más detallado del que ahora tenemos a nuestro alcance.
La primera reflexión, aunque de un calado esencial, es susceptible de ser resumida de un modo ágil e inteligible. En efecto, lo primero que es imprescindible destacar es que la desproporcionada dimensión de la movilidad contemporánea (todos los lugares están a nuestro alcance mediante desplazamientos físicos o auxiliados por todo tipo de prótesis tecnológicas) representa para el sujeto contemporáneo una inversión radical de los principios básicos de la epistemología tradicional. Hasta un pasado relativamente cercano, conocer el mundo representaba no solo re-conocer la diferencia específica de cada cosa sino también, como natural extensión de ello, ser capaz de colocar cada cosa en su sitio. El espíritu moderno convencional conoce el mundo en la medida que define y ubica cada uno de sus ingredientes; pero esto es posible en la medida que el propio sujeto esta quieto; es decir, dispone de antemano de un lugar estable desde donde articular esa comprensión de las cosas. Este es, al fin y al cabo, el sentido último con el que han de interpretarse las nociones de casa, de heimat o de site: como el arraigo que permite tener una cosmogonía, un punto de vista frente al mundo, estable y sereno. Este sueño de disponer de un modo feliz de estar en el mundo, tan preciado desde la filosofía clásica hasta el tozudo Heidegger, hoy parece más escurridizo que nunca. Hoy, no sólo todas las cosas (mercancías, capital y, desde luego, sujetos solitarios o comunidades enteras) han acentuado su in-quietud, su movilidad constante; sino que el mismo sujeto deseoso de entender el mundo se desplaza constantemente en el sentido más generoso de la expresión: se muda constantemente de hogar, pero también puede modificar a la carta su identidad, su sexualidad, su confesión, su imaginario… En definitiva, el site del sujeto contemporáneo –“el lugar desde donde se ve”(2) – se ha liberado de toda raíz categórica, pero eso mismo condena al sujeto a una especie de perpetuo vagabundeo desde el cual ya no puede disponer de ningún cuadro-ventana que le enmarque el mundo de un modo aprensible y amable. La movilidad es así, en primer lugar, una señal imperativa sobre la imposibilidad de alcanzar verdades inmutables. Si hoy todo se mueve, también toda ilusión epistemológica ha de resolverse en el interior de un flujo de lenguaje.
El segundo plano general sobre el que ha de plantearse la idea de movilidad, mucho menos abstracto, no es otro que el escenario de la ciudad; el territorio exclusivo –todo es ciudad, al decir del inefable Koolhaas– de la propia experiencia de contemporaneidad. En realidad esta cuestión va a reaparecer con fuerza en el desarrollo de los capítulos siguientes, pero no está de más expresar ahora la importancia crucial de la vecindad entre las ideas de movilidad y de metrópolis contemporánea. Como es sabido, ya la ciudad moderna de talante racionalista otorgaba a la movilidad un papel esencial para un buen desarrollo urbano y social; pero esa ciudad programada hoy ha desembocado en una ciudad ageográfica,(3)ajena a una semántica fuerte del lugar (todas las ciudades podrían ser otra o, dicho de otro modo, todas podrían ser la misma) en la que la movilidad y la comunicación se han convertido en los principales agentes para garantizar la uniformidad global. La movilidad es para la ciudad contemporánea, en efecto, un tendón fundamental para su articulación como producto al alcance de todos y desde todas partes; pero más allá de esta perspectiva de análisis, la movilidad es también una piedra angular de nuestras ciudades difusas,(5)en la medida que, al caracterizarse por una creciente extensión territorial –en la que se multiplican sus centros y sus respectivas periferias hasta una estructura laberíntica– la conexión entre los múltiples puntos de este territorio desmenuzado es un elemento de primordial importancia, aunque ello acabe por hilvanar una espesa y confusa telaraña de vías y pistas de todo tipo. De hecho, basta imaginar un mapa metropolitano de la ciudad global donde se superpongan todas las vías que la atraviesan (desde las aéreas hasta las subterráneas, pasando por un sinfín de variables entre las que cabría mencionar por igual un carril-bici o una conexión digital para vehicular transacciones económicas o deseos anónimos e inconfesables) para aceptar la invitación a pensar la ciudad como una caja de velocidades, como un mero receptáculo de movimientos y flujos(5)en lugar de la tradicional idea de concebirla como una regulación cerrada del territorio. Por la ciudad circulan datos (transmisión), bienes (transporte) y, por supuesto, gente, mucha gente (citizen users, ya sean indígenas o turistas) y todo este movimiento requiere de las redes necesarias que lo permitan. Estas redes, al fin, son la verdadera piel de la ciudad contemporánea, por mucho que todavía las instancias administrativas se obsesionen en la creación de un vistoso sky line como si se tratara de crear un bello desnudo acostado sobre el lecho de la tierra.
Esta movilidad desenfrenada que caracteriza la dinámica de la ciudad puede ser examinada y adjetivada de muy distintas maneras. Entre los distintos conceptos que se han manejado quizás el de nomadismo sea el que ha alcanzado mayor fortuna.(6)La razón es básicamente la cualidad especifica del nómada en tanto que sujeto que se desplaza en un perpetuo intermezzo. Este es, en efecto, uno de los puntos centrales del Tratado de Nomadología propuesto por G. Deleuze y F. Guattari.(7)A diferencia del emigrante que se desplaza de un punto a otro de un modo predeterminado, el nómada, a pesar de utilizar “trayectos habituales”, para él “el entre-dos ha adquirido toda la consistencia”; el intermezzo es una suerte de no-lugar por el cual el nómada se convierte siempre en un “vector de desterritorialización” y no de definición cerrada del espacio de la ciudad. Naturalmente esta caracterización del nómada como una especie de errante crónico mantiene una vecindad esencial con las figuras del flâneur en primer lugar y, sobre todo, con la del transeúnte que deambula por la ciudad de forma sinuosa, trazando recorridos a medida que los ejecuta.(8)El nómada o el transeúnte se convierten así en la más precisa encarnación del flujo de movimientos que atraviesa la ciudad de forma indeterminada, convirtiéndola en un lugar de paso; y ahí radica la diferencia fundamental entre esta movilidad nómada y el mero traslado previsible de sujetos o mercancías moviéndose ordenadamente entre sus casas, los lugares de producción y los puntos de distribución.
El nómada es pues un paradigma para la comprensión del espacio de la ciudad como espacio abierto y disponible y, por extensión, el nómada o transeúnte es también el agente con un mayor potencial para abordar una reconsideración del espacio público como aquel en el que nada permanece. Este es al menos el supuesto desde el que ha de hacerse frente a la continua presión para regular los movimientos nómadas y para convertir la movilidad en mero instrumento para canalizar de antemano las relaciones sociales.(9)La movilidad es, en efecto, una realidad que permite una mayor amplitud de miras frente a las tradicionales nociones de ciudad y de espacio público; pero precisamente por eso, la movilidad está también sometida a una vigilancia constante y a una regulación política con el fin de convertirla en lo más rentable posible. Para mencionar un solo ejemplo que insista en esta doble cara de la movilidad basta con percatarse cómo todas las virtudes del nomadismo que hemos resumido tienen su reverso en el otro modo de interpretar este flujo incesante de todo y de todos: la ciudad contemporánea como el lugar de la “esfera pública diaspórica”,(10)allí donde cada movimiento, desplazamiento o viaje da cuenta de las jerarquías y relaciones de poder que organizan las nuevas mutaciones sociales. Todos nos movemos, pero no siempre con el ritmo deseado ni en la dirección elegida libremente.
En los apartados que siguen vamos a intentar dar cuenta de esta naturaleza poliédrica de la movilidad contemporánea; y no tanto porque sea posible interpretar algunos formatos de lo que se mueve de un modo óptimo y otros de un modo crítico; sino porque en todos ellos late por igual algo incuestionable: de día y de noche todo se mueve y esta in-quietud general es el telón sobre el que se recortan nuestras vidas.
SHOPPING DANCE
En la descripción del nómada nos hemos detenido con especial énfasis en la ilusión de poder interpretar sus movimientos como el resultado de una actitud casi azarosa y anárquica; sin embargo, en las ciudades contemporáneas, el autentico gentío, el flujo de transeúntes más espectacular se produce sin duda alrededor de la mercancía –ya sea esta un objeto o un espectáculo– y en los alrededores y en el interior del mall, donde también los compradores deambulan con un andar errante y sin rumbo fijo, pero merodeando siempre entre atractivos escaparates. El consumidor es, en efecto, la primera farsa del nómada, donde la hipotética deriva no es sino una estrategia diseñada de marketing para garantizar su tropiezo constante con suculentos productos.
La relación entre movilidad y consumo no es nueva. Walter Benjamin ya lo detecto en la transformación de París a mediados del siglo XIX en sus trabajos sobre los Pasajes; las galerías comerciales que se convirtieron en la línea de salida para un creciente consumo de todo: de historia, de deseos, de ilusiones… y, naturalmente, de productos.(11)A pesar de todo, lo que podía tener de premonitorio el análisis de Benjamin, se quedó pequeño frente a la dimensión de lo venidero. Hoy hay un consenso prácticamente absoluto en considerar el consumo –y los centros comerciales como su contenedor más habitual– como el principal animador de la ciudad y, por otra parte, nadie duda tampoco de lo crucial que representa la movilidad para agilizar y multiplicar el shopping. En el año 2000 el National Bureau of Economic Research no dudó un ápice a la hora de afirmar que las ciudades con mejor comportamiento económico no son ya las más productivas sino donde se puede consumir más (12)y, para ello, las estrategias que garanticen distintos grados de movilidad –desde la construcción de vías de acceso hasta las ruedas trucadas en los carros de la compra– son absolutamente esenciales. Esta es, en efecto, la ecuación que da como resultado la idea de Shopping dance: la ciudad es un centro comercial y la movilidad constante y multitudinaria es la garantía para consumir esa ciudad, en sí misma y en todo lo que oferta. Para articular la argumentación de una forma más pausada vamos primero a detenernos brevemente en la identificación entre ciudad y mall, para abordar después como se gestiona una movilidad general que nos convierte a todos en actores de una gigantesca coreografía del consumo.
Desde los años cincuenta –el proyecto de 1956 de Victor Gruen para Fort Worth puede ser el mejor modelo– (13)las ciudades americanas apelan a las “máquinas de vender” como elemento para la revitalización de unas ciudades que empezaban a ofrecer síntomas de claro decaimiento. Desde ese momento, la arquitectura del mall invade las ciudades americanas durante un par de décadas doradas –de 1960 a 1980– para dar después el salto inmediato a Europa. La receta presupone, claro está, la consideración del shopping como médula de la actividad pública; la experiencia pública se resuelve en el gran boulevard de la compra; en el mall es donde aparentemente paseamos, nos entretenemos, nos encontramos con nuestros semejantes y, como fondo general, consumimos todo tipo de productos y espectáculos. Y lo mejor es que este nuevo espacio público está saneado y vigilado, a diferencia de la erosión constante que padece el espacio público real, ajeno y alejado del circo multicolor del mall, auténtico “urbanismo de fantasía, liberado de las inclemencias del clima, del tráfico y de los menesterosos”. (14) Pero la identificación entre la ciudad contemporánea y el consumo no se reduce al fenómeno de la proliferación de centros comerciales. Eso es ciertamente lo más importante; pero junto a ello la vieja ciudad es también maquillada y convertida ella misma en un gran espacio de consumo mediante dos simples estrategias. La primera consiste en desplegar el shopping por toda la ciudad, desde el aeropuerto hasta el nuevo centro rehabilitado como zona peatonal, pasando por la mera conversión de museos –aunque sea el de León Trotsky– en tiendas repletas de merchandising variado y jugoso. La segunda, de igual importancia, consiste en convertir la ciudad misma en una marca; en una suerte de logo atractivo para el consumo masivo. Naturalmente que por esta vía el nómada falseado bajo la figura del comprador aparece además con el atuendo del turista.(15) El turismo, la “circulación humana considerada como consumo” al decir del lúcido Debord, probablemente represente un porcentaje muy elevado de los actores de esta gran coreografía que hemos convenido en llamar Shopping dance, aunque lo que consuman sea básicamente el espacio de la ciudad tras los objetivos de una cámara y, en muchos casos, apostados en el asiento de un autobús turístico que garantiza la mejor de las rutas posibles con el menor dispendio de tiempo. En cualquier caso, ya sea en el centro comercial convencional, en la ciudad convertida toda en una gran tienda apacible y hermosa, o en la transacción turística entre sujetos y lugares, de lo que se trata es de construir una insistente y generalizada obligación de consumir, y para ello se dispone de unas estrategias de marketing muy afiladas junto a unos mecanismos de análisis del shopping que garantizan nuestro movimiento embobado de forma continua. (17) La referencia al turista –por la movilidad que se le supone– es una perfecta figura para introducirnos en el análisis de la movilidad en el contexto de esta ciudad-mall que hemos reconocido. En efecto, como ha expresado la investigación “Shopping”, dirigida por R. Koolhaas “nada es tan esencial para la supervivencia del shopping como el flujo constante de clientes y productos. Por la relación directa entre el tráfico y el volumen de ventas, a menudo es imposible discernir entre los problemas de la movilidad y los del shopping. Conectándose a infraestructuras existentes como rutas peatonales, sistemas de carreteras o estaciones de metro; o generando movimiento mediante artilugios como las escaleras mecánicas o la cinta transportadora, el shopping ha ejercido una profunda influencia sobre la experiencia del movimiento en la ciudad”. (18)La cita ciertamente no tiene desperdicio; nos señala los dos niveles de movilidad que se desarrollan como satélites de la experiencia del consumo: la movilidad que ha de garantizar el acceso al mall –o a la ciudad-mall– y la movilidad que ha de regular la circulación en el interior de este paraíso consumista.
Desde el primer momento, el acceso a los contenedores de la mercancía fue objeto de meticulosos estudios. Sin ir más lejos, el mismo Victor Gruen –el patriarca de los centros comerciales– lo expresó con una nitidez aplastante: “Toma 40 hectáreas cuadradas de terreno. (…) Rodéalas de 500.000 consumidores que no tengan acceso a ningún otro equipamiento comercial. (….) Dispón 10.000 plazas de parking en el exterior y asegúrate de hacerlas accesibles desde las infrautilizadas autopistas de primer rango, que vienen de todas partes.”(19)En efecto, desde el periodo de la inmediata posguerra, los coches y las carreteras se convirtieron en los instrumentos más determinantes en la transformación del paisaje norteamericano, sobre todo al ser considerados la panacea para garantizar un mundo felizmente proveído, es decir, conectado a los novedosos centros comerciales regionales. También es cierto que este primer nivel de movilidad –garantizar y regular el acceso a la mercancía– pronto se vio obligado a perfeccionarse más allá de la simple proclama inicial expresada por Gruen. Así, por ejemplo, cuando el espíritu del mall se traslada al corazón de las ciudades, las vías rápidas han de combinarse adecuadamente con las vías secundarias en primer lugar y con las zonas peatonales después o, desde otra perspectiva de ordenamiento, pronto surge –con el modelo Minneapolis a la cabeza– la llamada ciudad análoga, (20)una trama de vías elevadas (y en algún caso subterráneas) que permiten una fluida circulación del capital, de los productos y de los compradores, todo por encima de la ciudad real, desgarrada por conflictos, pero que ahora queda convertida también en un espectáculo para divisar los skyways desde el palco.
En cuanto a la circulación interior de los espacios comerciales, como acentuaba la investigación desarrollada por Harvard Project on the City, la norma es también muy simple: a la máxima circulación le corresponde un máximo volumen de ventas. De ahí la crucial importancia de un invento tan aparentemente anodino como las escaleras mecánicas o, en otro rango, las trifulcas de colocar los productos de primera necesidad a mucha distancia entre sí para obligar al consumidor a ojear otras posibles compras en los largos recorridos. La movilidad de la gente es pues un eje fundamental para hacer girar perpetuamente los movimientos de caja; es un círculo vicioso donde todo se mueve al compás. Por eso incluso cualquier pausa puede ser considerada sospechosa; pararse a descansar debe simular sólo un alto en el proceso continuo del consumo y de ahí que en determinados centros comerciales, los vigilantes tengan ordenes “de obligar a la gente a moverse cuando llevan más de quince minutos sentados”.(21) Desde esta perspectiva tan feroz lleva razón Jorge Luis Marzo al afirmar que la movilidad ha de interpretarse –también– como “una estrategia industrial en la búsqueda de nuevos mercados”, (22)aunque su análisis ponga el acento no tanto en lo fundamental que representa para el consumo que la gente se mueva, sino más bien en el añadido de ofrecer a la población instrumentos móviles y portátiles de todo tipo para que se consideren legítimos productores de su propia experiencia de comunicación que, desde luego, ha de garantizar un rédito económico importante (según sus propios datos, por ejemplo, en España se envía un promedio de veinte millones de SMS al día). Esta es la embarullada trama en la que nos movemos: la ciudad nos conduce hacia los contenedores de mercancías para convertirnos en meros consumidores sumisos; pero la misma movilidad comunicativa que llevamos en nuestro equipaje privado (teléfonos, ordenadores portátiles, reproductores de audio…) nos concede la ilusión de considerarnos productores activos sin percatarnos de que, hoy por hoy, esta acción productiva es el formato más amable y fructífero del consumo de última generación.
Michael Sorkin analizó hace unos años la célebre tematización de las ciudades contemporáneas bajo el ejemplo de Disneyland. Lo adecuado del modelo se debe a diversas razones: al alto grado de ficcionalización que se impone en esta fantasía, a la facilidad con la que se condensan el espacio y el tiempo… pero también, y sobre todo, a la importancia que la movilidad adquiere como columna vertebral de esta operación. En efecto, Disneyland representa ni más ni menos que la “utopía del tránsito” (23)en tanto que todo se resuelve gracias a una movilidad gigantesca e imparable: todo el parque es un espacio narrativo que debe leerse mediante desplazamientos, en cada rincón se puede “viajar” a paraísos remotos y, en su conjunto, Disneyland representa la ciudad hiperrealizada, aquella por la que transitan millones de habitantes sin que nadie sea residente aunque todos sí sean, naturalmente, compradores ansiosos. Disneyland es así el paradigma de la necesidad de regular la movilidad para que circule de forma productiva el capital. Esta es la partitura del Shopping dance.
ROADSCAPE
El viaje es sin duda la experiencia de movilidad con mayor arraigo histórico. Desde Ulises a Stendhal, Paul Bowles o Bruce Chatwin, viajar es un modo de explorar el mundo así como un modo de ser. Sin billete de ida y vuelta, sino con un espíritu de aventura en sí misma, la cultura occidental tradicional ha encontrado en el viaje el medio adecuado para conocer lo ignoto, para entablar contacto con lo distinto y, en la suma de esta inmersión en la diversidad –no siempre neutral–, el viaje ha permitido, de algún modo, coleccionar paisajes. El viajero, con sus periplos y en sus cuadernos (pieza fundamental en el equipaje del viajero) ha dado cuenta, de una forma acumulativa, sin intención de progresar necesariamente hacía nada concreto, de los variados paisajes naturales, humanos o políticos que debía cruzar en su trayecto. Es cierto que muchas veces el viajero se ha planteado su aventura con tintes de experiencia de iniciación; pero eso mismo es lo que elimina la importancia de cualquier posible destino. La verdadera lección que destila el viajero de su experiencia es la necesidad de volver a partir siempre; el viaje se convierte así en un aprendizaje constante en el que la identidad se reconoce en constante extranjería. (24) Con esta suerte de perfil, el viaje prefigura un nomadismo que, de forma inmediata, deberemos retomar; pero ahora mismo lo que nos interesa es destacar la diferencia entre esa pervivencia de la idea de paisaje –aunque sea multiplicado– que todavía subyace tras el viaje y la actual desaparición del paisaje en beneficio de lo que llamaremos Roadscape. El paisaje, en efecto, es algo así como la puesta en escena de un estado de cosas y el viajero es aquel que cruza varios paisajes nutriéndose en cada uno de ellos con algo nuevo y distinto. Hoy, sin embargo, apenas si existe la posibilidad de viajar en estos términos. Sin duda alguna, la más obvia perversión del viaje es la que lo ha mutado en turismo y, en esta contemporánea versión, el antiguo viaje, por mucho que andemos aparentemente coleccionando imágenes fotográficas de un modo más desmedido que nunca, la verdad es que el turista exige precisamente una cierta homogeneización del paisaje; es decir, de un lado vive obsesionado por capturar lo exótico y extraño, pero para ello también demanda las mismas comodidades y servicios que caracterizan su lugar de procedencia. De lo que se trata es de asistir a un colorido espectáculo pero asistido por lo conocido (desde la convicción de que será atendido y entendido sin problemas idiomáticos hasta la posibilidad de consumir el mismo fast food de su ciudad de origen) y el resultado final no es otro que una homogeneización en la que todos los lugares son, al fin y al cabo, una recreación de un único lugar.
El paisaje ha desaparecido porque ya no es susceptible de multiplicarse, porque ya no es el lugar donde reside, en cada ocasión, la diferencia ignorada. El paisaje se ha homogeneizado de tal modo que ningún viaje puede garantizarlo; la ecuación final es que al viaje lo ha sucedido otro formato de movilidad –el desplazamiento– y el paisaje (landscape) ha sido substituido por un Roadscape: otro modo bien distinto de visibilidad y experimentación del territorio.
El desplazamiento continuo tiene en el turismo masivo una de sus variantes más emblemáticas; pero lo interesante es detectar que, en la experiencia contemporánea, este desplazamiento alcanza un grado superlativo en el contexto de lo cotidiano: nos desplazamos constantemente, no sólo gracias a la excepción vacacional o de cortos week ends, sino para acudir al trabajo,(25)para satisfacer nuestro shopping impulsivo, para prosperar en los negocios, para huir de nuestros fantasmas o delitos, e incluso para regresar a nuestras residencias que, además, están siempre acechadas por una cercana posible mudanza. Este desplazamiento constante tiene sus raíces en una compleja trama de asuntos engarzados entre sí –el reconocido sentimiento de inquietud que puede transformar el espacio doméstico en amenazante,(26)la proliferación de estructuras viarias convertidas en nuevos “lugares”, (27)la propia naturalidad con la que el desplazamiento se convierte en un modo de consumo o la experiencia de transterritorialidad que nos invade por la facilidad de las conexiones entre distintos lugares– pero que puede resumirse en la nomadología propuesta por Deleuze y Guattari (28)en tanto que apología de una circulación susceptible de ser interpretada como compresión continua del espacio junto a –mucho más importante todavía– una extensión del tiempo. En efecto, el nuevo paisaje por el que transita el nómada ya no es propiamente un paisaje; es un Roadscape en esta doble dimensión.
La compresión del espacio es casi una obviedad; la movilidad imparable convierte al territorio en algo inagotable pero siempre cercano: podemos ir siempre más lejos y a más lugares, aunque a menudo sea para encontrar o implantar siempre lo mismo. Mientras los antiguos pueblos nómadas se desplazaban por extensas áreas de territorio, el nómada contemporáneo explota unos pocos recursos en un territorio unificado y globalizado. En cuanto a la extensión temporal que caracteriza al Roadscape, basta comprobar la naturalidad con la que la idea estática del cuadro-ventana ha sido desplazada por la referencia constante a la noción de pantalla, allí donde el paisaje muta en una sucesión ingente de imágenes y señales. La misma ciudad contemporánea del shopping a la que ya hemos hecho referencia está inundada de pantallas por todas partes: paneles luminosos, escaparates con imágenes en movimiento o televisores en las estaciones de metro. En otra perspectiva complementaria a esta multiplicación de pantallas en la ciudad, ya Robert Venturi dio cuenta de cómo el paisaje contemporáneo era más propicio a la lectura que a la contemplación, debido a su composición como pictograma formado por la sucesión de signos que se divisan en un desplazamiento a gran velocidad. Esta es la primera transformación de la ventana tradicional en pantalla: en tanto que soporte de una especie de road movie que se escribe en el curso de cualquier desplazamiento.(29). Pero la noción de pantalla tiene todavía un mayor alcance que esta dimensión narrativa del Roadscape. La pantalla es también, literalmente, el dispositivo por el cual tienen entrada y salida las señales digitales que permiten incluso una movilidad sedentaria. La pantalla, por decirlo al modo de Paul Virilio, es uno de los lugares privilegiados para el desarrollo de lo trayectivo: la transmisión o recepción de información y de signos que completa la conversión del territorio en el espacio de “una circulación habitable”(30)aunque sea desde el asiento de nuestro hogar o en los aposentos de un tren de alta velocidad o un avión, perfectamente equipados para la conexión.
Con la pantalla es posible una movilidad narrativa y una experiencia del movimiento –la transmisión– distinta de la movilidad real; pero sobre todo, también nos obliga a un nuevo ejercicio cartográfico. Si nuestro paisaje devino verdaderamente un Roadscape, en este nuevo escenario es necesario inventar los nuevos mapas que den cuenta de las movilidades que lo constituyen. Las relaciones entre el sujeto y el territorio se han modificado tan sustancialmente que ya no son útiles las cartografías asépticas que dibujó la modernidad; hoy necesitamos de otras cartas de navegación, de unos parámetros distintos que permitan comprender el espacio como lugar de paso y de transmisión. La cantidad de trayectos humanos y sígnicos que se multiplican en el Roadscape contemporáneo exige romper con las convenciones de la geografía convencional y, en su lugar, operar con ideas más versátiles –como “lo trayectivo”–, con instrumentos más fieles a esta nueva realidad –como la tecnología GPS– y con una mayor conciencia de la inevitable naturaleza política del espacio en tanto que dejó de ser algo dado de antemano para ser siempre construido por alguien y con algún fin. En cualquier caso, y para no desenfocar nuestro centro de atención, vamos a intentar ahora limitarnos a resumir la serie de artefactos en los que se apoya la posibilidad de un Roadscape y que, a grandes rasgos, puede reducirse a tres capítulos: las prótesis tecnológicas para la movilidad –con el automóvil a la cabeza–, la maduración de las fantasías de una casa móvil y, al final de este in crescendo, la proliferación de distintas arquitecturas portátiles.
Los artilugios que se incrusta el sujeto contemporáneo en tanto que nómada en territorios urbanos son múltiples (teléfonos móviles, reproductores de audio MP3, ordenadores portátiles…) pero el más emblemático es sin duda el automóvil. Con todos ellos se acrecienta constantemente la posibilidad de transitar por un Roadscape en la doble perspectiva con la que lo hemos descrito; ya sea como prótesis que permite moverse en un espacio discontinuo y narrativo o, más sutil, como distintos formatos de pantallas por las que se recibe o emite información permanentemente actualizada (desde el mero entorno visual cambiante que se sucede desde el frontal del automóvil, hasta la proliferación de datos que pueden discurrir por las pantallas de los teléfonos móviles de última generación). A pesar de la magnitud de fenómenos como el de la telefonía móvil, es evidente que el automóvil aparece como el artefacto con una relación más directa y literal con la idea de Roadscape. Desde el futurismo, el automóvil –y la velocidad que permite– se concibe como símbolo inequívoco de la modernidad gracias a su capacidad por diluir las diferencias añejas entre figuras y paisaje en un nuevo escenario que, al decir de Marinetti, incluso tiene atisbos de “nueva religión”.(31)Sobre este antecedente, la arquitectura moderna también quedó fascinada por el coche, por su capacidad de convertirse en modelo de una nueva producción en serie (32)pero, sobre todo, por su concepción de la ciudad como la estructura circulatoria que debía conectar las áreas de residencia, de trabajo y de ocio. Estos ideales, sin embargo, pronto se desbordaron hasta convertir la ciudad contemporánea en un auténtico híbrido entre su propia estructura urbana y una movilidad motorizada que, en lugar de facilitar la conexión ágil entre los distintos emplazamientos, no ha producido más que un aumento imparable de las distancias. Efectivamente, hoy, el espacio urbano donde se desarrolla nuestra experiencia cotidiana es cada vez de un perímetro mayor, lo que obliga a multiplicar la presencia de automóviles en un proceso por el que estos eliminan progresivamente el espacio de participación y de acción ciudadana en beneficio de una movilidad creciente (se ha calculado que en la sociedad norteamericana, los ciudadanos dedican una cuarta parte de su tiempo social al desplazamiento) y, en muchos aspectos, reveladora de un cierto fracaso(33)pero que, en cualquier caso, no hace sino favorecer la conversión del entorno urbano en un Roadscape consumido desde el habitáculo móvil.
Esta omnipresencia del automóvil –dónde “malgastamos” buena parte de nuestro tiempo– fue rápidamente detectada como una realidad ambivalente. Junto a su perfil moderno, también suponía un incremento de la sensación de desarraigo. La primera tentativa de solución provocó el inicio de una fructífera historia de inventivas para aunar las ideas de casa y movilidad mediante un extenso catálogo de mobile homes, que finalmente derivó en fórmulas mucho más ambiciosas en las que la misma noción de ciudad se concibe como algo móvil. Sobre los diversos episodios que adornan la historia de la casa portátil, hay un claro consenso en considerar la sibarita caravana ideada por Raymond Roussel (1926) como el mejor ejemplo del deseo inicial de trasladar al artefacto móvil el confort y los atributos propios de la vivienda convencional. (34). Se trataba de garantizar algo así como un desplazamiento sin abandono del hogar; una ilusión que rápidamente se corrigió, ya en el periodo de la posguerra, en la dirección de asimilar definitivamente una movilidad general y los valores que conlleva como el nuevo marco de relaciones –lo que culmina en el Roadscape que ahora nos ocupa– entre el individuo y el entorno. En esta coyuntura se producen cuantiosos y distintos artefactos: la Autonomous Living Unit (1949) de Buckminster Fuller, el Cushicle (1966) de Mike Webb o la investigación, también durante la próspera década de los sesenta, de Helmut Schultz sobre lo que denominó Mobile Housing System. Junto a estas fantasías sobre las posibilidades de una casa portátil, pronto aparece también, en un claro cambio de escala, un nuevo urbanismo también adecuado a la emergente movilidad. Los trabajos de Ionel Schein en 1956 (la Unidad Autónoma de Habitación) o la roulotte-helicóptero de Guy Rottier (1964) pueden ilustrar este paso progresivo hacia la necesidad de una mayor amplitud de miras que, de inmediato, se desplegó mediante las aportaciones de una auténtica “arquitectura móvil” por parte de Yona Friedman (35)y todavía más radical, por parte de Architecture-Principe (Claude Parent y Paul Virilio) o Peter Cook. Los posibles ejemplos que cabe mencionar en esta misma dirección son cuantiosos, pero es cierto que hasta fines de la década de los sesenta, todo este empuje está teñido de un optimismo ajeno a las realidades más acuciantes del presente. En realidad, buena parte de todas esas propuestas respondían a una confianza casi ciega en una tecnología domesticada que, además, se acompañó de un escaso espíritu práctico. En la mayoría de los casos se teorizó y se crearon numerosos prototipos, pero raras veces se descendió al terreno de una verdadera movilidad aplicada. Esta es probablemente la mayor diferencia entre el enorme interés que, naturalmente, todavía despierta hoy la necesidad de desarrollar una arquitectura móvil, anclada en las nuevas necesidades, frente a la patina de futurible que caracterizó a toda la primera generación.(36) Efectivamente, hoy proliferan por doquier propuestas para responder al nomadismo desde perspectivas prácticas y políticas; es decir, propuestas que no sólo pretenden resolverse mediante un design efectivo, sino que también apuntan hacia las nuevas exigencias sociales derivadas de este nomadismo plural: movilidad individual por motivos de toda índole, éxodos colectivos deseados o impuestos, alternativas para los have-not… Es en este contexto complejo en el que el fenómeno del Living in Motion,(37)con todo su catálogo de posibilidades, acompaña y enmarca nuestro entorno convertido en inagotable Roadscape.
ROBERT WALSER
Hasta aquí nos hemos ocupado de una suerte de movilidad caracterizada, en primer lugar, por una predeterminación y, en segundo término, por una tendencia explícita hacia la aceleración y la velocidad. En efecto, el Shopping dance es una movilidad inducida y el Roadscape es lo que se vislumbra gracias a un movimiento acelerado. Frente a estos formatos de la movilidad, ahora quisiéramos añadir al catálogo una movilidad bien distinta, atravesada por la lentitud y de escala humana: el paseo, el vagabundeo, la errancia o la deriva. Al plantear este capítulo bajo el epígrafe Robert Walser no hacemos más que proponer un guiño fácilmente reconocible ya que, efectivamente, el escritor se ha convertido en una especie de paráfrasis de la misma noción de paseo; y no sólo por el pequeño relato Der Spaziergang que publicó en 1917, (38)sino por su obsesiva dedicación a pasear por los alrededores del sanatorio de Herisau, donde estuvo recluido los últimos veinte años de su vida y que, de forma absolutamente respetuosa y fiel, fue descrita por su amigo y acompañante Carl Seelig.El paseo era para Robert Walser la escenificación de su renuncia definitiva a la escritura; algo así como su forma de apostar por el descenso a la vida real, donde la sucesión de acontecimientos imprevisibles substituye la construcción trabajosa y premeditada de un texto. En sus propias palabras, en los preparativos de una nueva salida “esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso” (40) y no con la intención de recomponer después esas sensaciones en clave literaria, sino como su verdadera alternativa.
Esta apuesta por el paseo como garante para la consumación de una experiencia real y autosuficiente, parece emparentar a Robert Walser con el desobediente Thoreau, quién también concibió el “caminar (…) en sí mismo como la empresa y aventura del día”.(41)La vecindad entre los paseos de Walser y de Thoreau no es arbitraria. Con ello queremos acentuar que esta posible genealogía del andar que, como veremos, culmina en las derivas situacionistas y sus epígonos contemporáneos, casi nada tiene que ver con la reconocida apología del paseo que podemos encontrar en Les Confessions de Rousseau, donde el andar es claramente asociado a la reflexión filosófica y no a la experimentación espontánea de situaciones imprevistas. Rousseau utiliza el andar como metodología para una meditación (41) La vecindad entre los paseos de Walser y de Thoreau no es arbitraria. Con ello queremos acentuar que esta posible genealogía del andar que, como veremos, culmina en las derivas situacionistas y sus epígonos contemporáneos, casi nada tiene que ver con la reconocida apología del paseo que podemos encontrar en Les Confessions de Rousseau, donde el andar es claramente asociado a la reflexión filosófica y no a la experimentación espontánea de situaciones imprevistas. Rousseau utiliza el andar como metodología para una meditación (42)mientras que Thoreau y Walser lo hacen para huir de la vacuidad de la reflexión y para re-encontrarse con el mundo de las sensaciones vivas y efectivas, sin capacidad para conducir a ninguna conclusión reflexiva como, prácticamente, tampoco tienen destino ni dirección sus propios paseos.
El pasear puede entenderse pues con un espíritu peripatético, cargado de objetivos de clarividencia o, en su lugar, como mera experiencia improductiva y desinteresada, aunque esta misma gratuidad sea lo que acabe por conceder al paseo su peculiar dimensión política: como práctica del espacio opuesta a la asimilación del territorio bajo conceptualizaciones impuestas. Este pequeño giro es el que puede encarnarse en la pequeña distancia que separa a Robert Walser de Michel de Certeau o, para plantearlo en otros términos, lo que distingue el paseo sin más, del paseo en el territorio de la ciudad que ya hemos identificado como el propio de la experiencia contemporánea. No es así nada extraño que, en la polis, pasear pueda adquirir, como avanzábamos, un talante político. Los andares de la ciudad es, en efecto, lo que al parecer de De Certeau puede convertirse en una práctica de carácter táctico; es decir, como mecanismo para construir ciudadanía en tanto que ejercicio para consumir efectivamente la ciudad en oposición a la ciudad panorama, a la ciudad como mero concepto preestablecido para una contemplación pasiva o un uso prefijado, sin capacidad de corregirla y matizarla subjetivamente. (43)Para fortalecer esta disyuntiva basta volver a Rousseau aunque ahora debamos darle la vuelta; en efecto, el mismo que concibe los paseos como un ejercicio de soledad especulativa, es también quien denuncia la ciudad del siglo XVIII como banal theatrum mundi, como artificial escenario donde los sujetos sólo valoran su apariencia y su construcción como personajes, hasta el extremo de provocar un declive moral de los ciudadanos al comportar una perdida de contacto con las virtudes naturales y con la misma vida natural.(44)Esta identificación de la ciudad como teatro que lamenta Rousseau es precisamente lo que, optimizándola, la convierte en un lugar especialmente rico para una construcción de identidad, para una actuación subjetiva, más allá de los supuestos morales con los que el filósofo ilustrado lamenta este tipo de operaciones. Ciertamente, esta ciudad teatralizada es lo que la convierte, al fin y al cabo, en un espacio mutante, donde pueden acumularse distintas interpretaciones y donde, además, estos usos subjetivos adquieren un carácter político. Así lo anticipó Walter Benjamin al reconocer incluso en el vagabundeo gratuito e improductivo, uno de los posibles mecanismos para construir “personalidad” al modo de “protesta contra la división del trabajo que convierte a los hombres en especialistas”. (45)Naturalmente, el flâneur definido por Baudelaire está en la base de las sugerencias de Benjamin; del mismo modo que esta argumentación de Benjamin puede también considerarse el último gran pilar donde fundamentar las aseveraciones de Michel de Certeau, el auténtico artífice del pequeño viraje que convierte la insana ciudad interpretada en una ciudad practicada. Este es el punto de llegada importante ahora para nosotros: la reubicación del paseo en un entorno metropolitano y, como consecuencia de este transplante, su posible naturaleza crítica.
El paseo por la ciudad, en primer lugar, quizás debería reformularse mejor como vagabundeo –ya lo proponía Benjamin– o como deriva. La diferencia quizás parezca menor pero comporta una perspectiva nueva. Mientras el paseo en un entorno natural se envuelve de una cierta espiritualidad, en la ciudad se convierte en una impostura. En la naturaleza –y así se puede reconocer con especial facilidad en Thoreau– el paseo, aunque gratuito y sin disponer de un destino geográfico reconocido, acarrea, o bien un ensimismamiento –lo que facilita la reflexión soñada por Rousseau– o una empatía con la naturaleza que activa, al fin y al cabo, un determinado reconocimiento de sentido. Este es, por ejemplo, el trasfondo de ese andar existencialista que transmite el caminante de Giacometti, un sujeto que en su atravesar el mundo encuentra su misión y su destino. En su lugar, vagar por la ciudad significa, ante todo, una indisciplina frente a la movilidad previsible. Las calles son vías que pretenden organizar y pautar los desplazamientos y, por extensión, el uso del espacio de la ciudad, de modo que, al romper las previsiones establecidas, el paseo se transforma en vagabundeo y en posible antesala de la vagancia; de ahí la posibilidad de interpretar benjaminianamente este modo de pasear metropolitano como una suerte de protesta contra la sublimación de la acción productiva o, en el caso de De Certeau, como táctica antagonista frente a las estructuras de poder para, en su lugar, reinventar el espacio de la ciudad de una forma subjetiva, ocasional y perecedera pero, sobre todo, real y efectiva. (47)Este modo crítico de moverse, mediante vagabundeos o derivas por la ciudad, tiene una historia reciente pero con muchas estaciones notables. Ya hemos dado cuenta de la secuencia que puede reconstruirse de Baudelaire a Benjamin y, con mayor riesgo, de este a De Certeau. En un estudio reciente, Francesco Careri ha reconstruido esta peculiar historia con precisión y, a su modo de ver, esta movilidad que nosotros hacíamos arrancar del modelo Robert Walser, tendría tres momentos cruciales: la corrección surrealista del paseo dadaísta; la corrección situacionista sobre su antecedente letrista y, finalmente, las derivaciones contemporáneas del situacionismo que pueden ejemplificarse con las transurbancias de Stalker.(48)De todos estos episodios, el détournament y la dérive situacionista aparecen sin duda como el momento clave; pero antes de ahondar brevemente en su descripción, cabe decir que el fondo común de los tres momentos que distingue Careri es la convicción, por parte de todos sus protagonistas, de que la arquitectura de la ciudad no sólo puede ser corregida mediante su experimentación subjetiva y aleatoria sino que, a través de esta movilidad crítica, estaríamos en condiciones de sustituir la definición de lo arquitectónico como el lugar del estar para transformarlo en el espacio del andar, una conclusión especialmente pertinente para nosotros por la naturalidad con la que esto permite emparentar lo planteado en este capítulo con algunas de las observaciones que articularon la idea de Roadscape.
La definición de dérive más reveladora la formuló el propio Guy Debord en 1956: “El concepto de deriva esta ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica, y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo, lo que la opone en todos los aspectos a las nociones clásicas de viaje y de paseo.” (49)En efecto, como vemos, la deriva por la ciudad implica un viraje de extrema importancia respecto del viaje –todas las movilidades que ahora estudiamos ya las hemos distinguido del viaje– e incluso del paseo en su sentido rousseauniano. La dérive no se limita a una deambulación ciega; su naturaleza crítica nace de un modo nada chillón pero igualmente efectivo; es, como se ha dicho, un modo de moverse que implica la “victoria del tiempo vivido sobre el espacio, (…) de la acción sobre la representación (…) y de la vida sobre el arte”.(50)La dérive se convierte así en el instrumento idóneo para tomar conciencia del potencial del territorio urbano para vehicular nuevas subjetividades y este es, a fin de cuentas, su equipaje político.
Ya Robert Walser era plenamente consciente de que en el paseo subyace, gracias a su escala humana, una invitación a personalizar la movilidad. Cualquier andar tiene unos modos y se ejecuta por unos lugares, y esta libertad en el manejo del cuerpo y del territorio que se ocupa o se cruza, denota una información determinada del sujeto o, más importante todavía, le permite construirse su propio perfil. Walser, por ejemplo, con la falsa modestia que caracteriza sus sentencias, entiende que al caminar mostraba “un semblante bastante digno”; (51)también en las críticas de Rousseau frente a la ciudad-teatro vimos que acentuaba con ahínco el afán de la gente por singularizarse en el espacio público. Hoy en día, esta personalización de la movilidad que tuvo en la dérive situacionista una evidente carga crítica, ha sido en buena medida narcotizada. Mientras la movilidad se desplegó básicamente por medio de las distintas arquitecturas portátiles, esta inclinación por singularizarse se resolvió mediante una cierta extrapolación de las actitudes y gustos privados; así pudimos interpretar la caravana de Raymond Roussel y, del mismo modo, podríamos hoy analizar fenómenos como el tunning o, incluso, la extensa oferta de carátulas y de tonos para teléfonos móviles. Pero estos últimos artefactos móviles, precisamente por incrementar la supuesta facilidad de singularizarse, han irrumpido en el mercado para convertir en anzuelo del consumo la misma experiencia privada y singular que podemos construir con ellos. La secuencia, a grandes rasgos, sería pues la siguiente: mediante la movilidad urbana podíamos apropiarnos subjetivamente del espacio; con las nuevas posibilidades que nos brinda la tecnología, podemos acentuar ese potencial y no solo construir una experiencia singular, sino que incluso podemos documentarla con todo tipo de detalles –teléfonos capaces de registrar imágenes y sonido–; pero esta misma eclosión de nuevas posibilidades ha sido detectada por el mercado como una fuente suculenta de activos. Nuestra movilidad urbana quizás pueda mantener un cierto perfil vago, pero se sostiene en la apropiación por parte del mercado de nuestras vagancias, obligándonos a registrarlas, contarlas y darlas de alta.
BORDERLINE
En 1957 –al año siguiente de la teoría de la deriva de Guy Debord y en el mismo momento en que este realiza su célebre Naked City–, Constant emprendió la desmesurada aventura de proyectar un campamento para los gitanos de Alba, una ciudad periférica que, a partir de ese momento, se convirtió en el modelo para ensayar New Babylon, “un campo de nómadas a escala planetaria”.(52)
El proyecto de Constant recapitulaba muchas de las cuestiones que la aventura situacionista había puesto en escena; pero añadía un nuevo ingrediente muy premonitorio: la necesidad de enfrentarse a las exigencias derivadas de las comunidades móviles para darles una respuesta satisfactoria, y no sólo sin corregir su singular naturaleza, sino potenciándola como nuevo paradigma urbanístico. La premonición, sin embargo, quedó un tanto corta; al menos en la medida en que la movilidad de grupos ingentes se ha incrementado enormemente a causa, no sólo de la pervivencia de prácticas nómadas, sino por la proliferación de conflictos e injusticias que obligan a abordar un último gran formato de movilidad contemporánea: aquella no deseada o impuesta por las circunstancias bélicas y las injusticias sociales que crecen al amparo del capitalismo salvaje.
Los desplazamientos forzados representan, en efecto, uno de los fenómenos más determinantes para interpretar las convulsiones geográficas y sociales del mundo contemporáneo. Se calcula que anualmente emigran de su lugar de origen entre dos y tres millones de personas, la mitad de las cuales lo hace hacía el primer mundo –con Estados Unidos y Alemania a la cabeza– con la ilusión de mejorar sus condiciones de vida. En la actualidad, y a pesar de la escasa fiabilidad de este tipo de evaluaciones, se considera que hasta 175 millones de personas son emigrantes, lo que representa casi el 3% de la población mundial. Paralelamente, se han consignado casi diez millones de peticiones de asilo entre 1980 y 2002.(53) Ante la magnitud de estas cifras, la Asamblea General de la ONU, en 2001, se vio obligada a promover una Resolución para intentar que los Estados renovaran los compromisos expresados en la Convención sobre los Refugiados de 1951 y el Protocolo de 1967.(54)La dimensión de este éxodo no hace más que crecer y, precisamente por ello, parece que la mayor parte de las medidas que al respecto toman los estados consisten en intentar contenerlo, ya sea mediante una asistencia in situ que, camuflada de operación humanitaria, inmovilice a la gente impidiendo los peligros que su desplazamiento masivo acarrearía, o, más drástico todavía, levantando muros (físicos o jurídicos, mediante hormigón o leyes de extranjería) que encarnan como nunca la noción de frontera (Borderline). En efecto, en este mundo globalizado del capitalismo triunfante y de las tecnologías que, de antemano, prometía una disolución definitiva de las fronteras, es precisamente el escenario donde más explícitamente ha aparecido la exigencia de un confín impenetrable. Así es como, en el reverso mismo de la movilidad obligada o indeseada, es imprescindible plantearse también la movilidad impedida y obstaculizada.
La movilidad en la zona Borderline es efectivamente torrencial; hasta tal punto que el glosario de términos para designar los distintos perfiles de los sujetos que transitan en ella es muy amplio (citizens in transit, foreign business travelers, same-day visitors, border workers… y también, como no, migrants y refugees), pero así como una parte de ellos contribuyen al desplazamiento constante de capital, el otro segmento –que obligaría a ampliar el vocabulario con nociones como camionautas, mojados o pateras– discurre por la frontera por necesidad y, habitualmente, de forma ilegal. Este último contingente es el que los estados pretenden gestionar en función de sus intereses; es decir, medir con cálculo preciso las entradas permitidas en función de las necesidades del mercado laboral –lo que termina por provocar una clara división étnica del trabajo– y, en los últimos años, también en función de unos criterios de seguridad que convierten las fronteras en simple demarcación de zonas controladas. Así como los sensores de movimiento que vigilan las costas andaluzas pueden representar un buen modelo de la frontera renacida para regular el flujo de la mano de obra; el muro ente Israel y Palestina –“el más importante suceso arquitectónico de este último periodo”– (55)es sin duda la mejor prueba de este destino contemporáneo de las nuevas fronteras como instrumento para la contención del peligro. Junto a estos modelos, un tercer Borderline parece merecer una especial atención: el largo muro que separa Tijuana de San Diego, un fantástico ejemplo de emplazamiento difuso, escenario de movilidades obligadas y de impedimentos; pero también un cristalino ejemplo de cómo la frontera puede ser estetizada y consumida para esconder su verdadero talante: “buena parte de las variantes del mito sobre la frontera, ya sea considerándola pornopasquín para gringos (la frontera como week-end sexo-etílico), narcocorrido o road movie coinciden estructuralmente en este enunciado clandestino: la frontera, de modo esencial, debe ser comprendida estéticamente”.(56) Demasiadas veces hemos asistido a este tipo de camuflaje; pero también cabe reconocer que esta misma espectacularización de la frontera permite percatarse de algo fundamental: su perfil actual es exclusivamente contemporáneo; responde a los parámetros de mercado, de control y de estetización propios de nuestros días. La movilidad obligada y a menudo obstaculizada por la frontera, por mucho que se empeñen en revestirlo así, no responde a la persistencia de conflictos culturales, étnicos o religiosos anclados en el pasado, sino que es una consecuencia directa del orden dictado por el apuesto capitalismo hegemónico.
Si en la introducción a este pequeño estudio sobre la movilidad apelábamos a la nomadología descrita por Deleuze y Guattari, al llegar ahora al punto final para abordar los desplazamientos que discurren o se detienen en las zonas Borderline, nos encontramos con el mejor modelo de lo que los autores de Mil mesetas denominan la necesidad vital del Estado para controlar y vencer al nomadismo: “No es que el Estado ignore la velocidad; pero tiene la necesidad de que incluso el movimiento más rápido deje de ser el estado absoluto de un móvil que ocupa un espacio liso, para devenir el carácter relativo de un movido que va de un punto a otro en un espacio estriado. En ese sentido, el Estado no cesa de descomponer, recomponer y transformar el movimiento o regular la velocidad.” (57)Es especialmente a la luz de estas últimas consideraciones que nuestra breve investigación sobre distintas movilidades, más allá de ensayar una anatomía básica para cada una de ellas, también debía ser consciente de la existencia de un ojo –naturalmente de nuestro Big Brother– que siempre atento Mira como se mueven.
Notas.
(1) Un primer ensayo, puramente prospectivo, en el que ya utilizamos estos enunciados puede consultarse en el artículo “Movilidades”, en Existenzminimum. Doménec. Fundació Espais. Girona, 2002.
(2) A. Cauquelin. Le site et le paysage. P.U.F. París, 2002, pp. 27 y siguientes.
(3) Utilizamos la expresión formulada por M. Sorkin en Variations on a Theme Park. The New American City and the End of the Public Space. Noonday Press. New York, 1992.
(4) Ahora la usurpación proviene de F. Indovina. La città difusa. Daest, 1990.
(5) Esta es la sugerencia planteada por Harvard Project on the City (“Como construir una ciudad” en AAVV. Mutaciones. Actar/ arc en revé. Barcelona, 2001, p.12).
(6) Véase por ejemplo el monográfico “Nuovo Nomadismo” en Domus (nº 814, abril de 1999) donde se organizan las movilidades contemporáneas (turismo, segunda residencia, trabajo…) como distintos modos de nomadismo.
(7) Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pre-Textos. Valencia, 1997, pp. 359-432. Véase especialmente pp. 384-385.
(8) La misma diferencia entre nómada y transeúnte la plantea también I. Joseph. El transeúnte y el espacio urbano. Gedisa. Barcelona, 1988, p. 73.
(9) Esta instrumentalización es lo que vertebra la aproximación a la movilidad propuesta por J. Luis Marzo. Me, Mycell and I. Tecnología, movilidad y vida social. Fundació Antoni Tàpies. Barcelona 2003.
(10) Esta es la interpretación de A. Appadurai. Modernity at Large: Cultural Dimensions of Globalization. University of Minnesota Press. Minneapolis-Londres, 1996.
(11) Véase el excelente trabajo de S. Buck-Morss. Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Visor. Madrid, 1995.
(12) Citado por H. Ibelings. “Regeneración urbana impulsada por el consumo”. Quaderns. 240. Barcelona, 2004, p. 108.
(13) Véase A. Wall. “El coche y la ciudad: Victor Gruen en América, 1943-1962”. Quaderns, 218, p. 83.
(14) M. Crawford. “El mundo en un centro comercial” en M. Sorkin (ed.). Op. cit. pp. 15 y siguientes.
(15) Sobre esta cuestión pueden consultarse los trabajos de John Urry. The Tourist Gaze. Sage. Londres, 1990 y Consuming Places. Routledge. Londres, 1995. También es de especial interés el trabajo “Globalization and Citizenship- Mobile Cultures” en www.comp.lancs.ac.uk.
(16) G. Debord. La sociedad del espectáculo. Pre-Textos. Valencia, 1999.
(17) Entre las estrategias de marketing juega un papel crucial la creación de modas y tendencias que convierten en siempre obsoleto el producto, obligando a una compra de reemplazo. Pero estas posibilidades de predeterminación del consumo sólo son posibles tras el rastreo previo de los hábitos y las expectativas de los consumidores, y para ello se han creado distintos indicadores (el VALS: Values and Life Style, o el CODEM, dedicado a mapear el shopping en función del uso de las tarjetas de crédito).
(18) Harvard Project on the City. “Shopping”. En AAVV. Mutaciones. Op cit. p. 140.
(19) Ídem, p. 162.
(20) Esta es la expresión que propone Trevor Body. “Subterránea y elevada: la construcción de la ciudad análoga” en M. Sorkin (ed.) Op. cit. pp. 145 y siguientes.
(21) T. Body. Op. cit. p. 170.
(22) J. Luis Marzo. Op. cit. p. 24.
(23) M. Sorkin. “Nos vemos en Disneyland” en M. Sorkin (ed.). Op. cit. p. 256.
(24) Hay mucha literatura sobre esta cuestión. Para dar solo una referencia mínima nos remitimos a F. Jarauta “Què va passar amb Ulises?”. En Tranversal 10. Lleida, 1999, pp. 55-58.
(25) Cabe decir que, a pesar de considerar el desplazamiento al trabajo como el de mayor volumen, estudios recientes demuestran que, en las ciudades europeas, la “movilidad residencia-trabajo es sólo un tercio de la movilidad cotidiana y los desplazamientos fuera del municipio pueden alcanzar la mitad del total”. (J. Borja. “La revolución urbana”. El País. Barcelona, 20 de abril de 2003)
(26) Una genealogía de esta cuestión puede consultarse en A. Vidler. The Architectural Uncanny. Cambridge, Massachussets. The MIT Press, 1992.
(27) Véase, por ejemplo, J. Brinkerhoff. A Sense of Place, a Sense of Time. Yale University Press. New Haven, Londres, 1994.
(28) Véase la nota 7.
(29) R. Venturi /S. Izenour / D. S. Brown. Aprendiendo de Las Vegas. Gustavo Gili. Barcelona,1982. Sobre esta misma idea puede recordarse también la aseveración de J. Baudrillard según la cual el automóvil es una “especie de cápsula cuyo tablero de mandos es el cerebro y en la que el paisaje circundante se despliega como una pantalla de televisión”. (Cultura y simulacro. Kairós. Barcelona, 1978).
(30) Para una visión panorámica de estas nociones en los trabajos de P. Virilio, véase S. Rial Ungaro. Paul Virlio y los límites de la velocidad. Campo de Ideas. Madrid, 2003, especialmente pp. 40 y siguientes.
(31) Véase X. Costa. “Construint la velocitat”. Quaderns d’Arquitectura i Urbanisme, 218. Barcelona, p. 93. Recuérdese que Marinetti publicó en 1916 La nuova religione-morale della velocità.
(32) Sobre esta cuestión véase S. Giedion. Mechanization Takes Command: A Contribution to Anonymous History. Oxford University Press. Oxford, 1948.
(33) Sobre esto véase A. García Espuche. “Fracasos del movimiento”. El País. 12 de febrero de 2003. En cuanto al aumento de las distancias proporcional a la multiplicación de estructuras viarias, véase C. Miralles-Guasch . “Mobilitat i vida urbana: per a una accesibilitat sostenible”. Transversal, 20. p. 89 y siguientes.
(34) Véase. P. Rousseau. “Domus Mobilis. La maison portative et le modèle de la construction automobile”. Exposé, 3. 1997, pp. 184-213 y Philippe Duboy. “L’Esperit Nouveau: la ville nomade de Raymond Roussel”. L’architectue d’aujourd’hui, 328. 2000, pp. 72-77.
(35) “Un sistema de construcción que permita al habitante determinar por si mismo la forma, la orientación, el estilo (…) de su apartamento, así como cambiar dicha forma cada vez que así lo decida.” Y. Friedman. La arquitectura móvil. Poseidón. Barcelona, 1978, p. 17.
(36) Esta argumentación la desarrolla H. Ibelings en “Mobile Architecture in the Twentieth Century”. AAVV. Parasite. Paradise. Nai Plublishers. Rótterdam, 2003, pp. 148 y siguientes.
(37) Muchas publicaciones y estudios se han dedicado a esta cuestión de las nuevas arquitecturas portátiles. Sirva como modelo el trabajo Living in Motion. Design und Architektur für flexibles Wohnen. Vitra Design Museum. Weil am Rhein, 2002.
(38) Robert Waser. El paseo. Siruela. Madrid, 1997.
(39) Carl Seelig. Paseos con Robert Walser. Siruela. Madrid, 2000.
(40) R. Walser. Op. cit. p. 10.
(41) Henry D. Thoreau. Caminar. Ardora exprés. Madrid, 2001, p.13.
(42) Jean-Jacques Rousseau. Les Confessions 2. Flammarion. París, 1968, p. 164.
(43) Michel de Certeau. L’invention du quotidien 1. Arts de faire. Gallimard. París, 1990. especialmente pp. 139 y siguientes ( Marches dans la ville).
(44) Para recomponer esta cuestión, véase R..Sennet . El declive del hombre público. Península. Barcelona, 2002, p. 151 y especialmente pp. 260-274.
(45) W. Benjamin. Charles Baudelaire. Payot. París, 1979, p.81.
(46) Esta lectura del andar esta expuesta con total acierto en M. Fréchuret, “Las representaciones del andar a lo largo del siglo XX” en. AAVV Las representaciones del andar. Koldo Mitxelena. San Sebastián. 2001, especialmente pp. 15 y siguientes.
(47) Junto a los trabajos de De Certeau –véase nota 43– también pueden consultarse sobre esta misma idea los trabajos de Manuel Delgado, especialmente “L’enigma que camina”. Transversal 10.Lleida, 1999, p. 29 y Elogi del vianant. Edicions de 1984. Barcelona, 2005.
(48) Francesco Careri. Walkscapes. El andar como práctica estética. Gustavo Gili. Barcelona, 2002. El propio autor es miembro de Stalker. En su argumentación, también concede un protagonismo especial al andar, derivado del minimalismo, explorado por el land art; pero esta es una línea de examen que escapa a nuestros intereses inmediatos.
(49) G. Debord. “Théorie de la dérive”, reproducido en F. Careri. Op. cit. p. 94.
(50) Libero Andreotti. “Introducción: la política urbana de la Internacioal Situacionista (1957-1972)” en AAVV. Situacionistas. Arte, política, urbanismo. MACBA/Actar. Barcelona, 1996.
(51) Robert Walser. Op. Cit. p.10.
(52) AAVV. Situacionistas. Arte, política ,urbanismo. Op. cit. p.23.
(53) Estas cifras pueden consultarse en www.migrationinformation.org
(54) Resolución de la ONU 56/166 “Derechos humanos y éxodos en masa”.
(55) Luis Fernández-Galiano. “El urbanauta ante el muro”. El País. 27 de diciembre de 2003
(56) (AAVV). “Estéticas de los confines” en Going Public’04. Silvana Editoriale. Milán, 2004, p.103.
(57) G. Deleuze, F. Guattari. Op. cit. p. 390.
ESTER PARTEGÀS
Main Street, 2003
En muchos trabajos de Ester Partegàs se explora la preeminencia del consumo en la línea que ya expusimos en la introducción de este proyecto: “Se podría decir que el shopping es lo que queda de la actividad pública. A través de una serie de formas cada vez más predadoras, el shopping ha sido capaz de colonizar –o incluso reemplazar– casi todos los aspectos de la vida urbana”. 1 Esta colonización completa de la vida, en los trabajos de Ester Partegàs, se visualiza mediante dos mecanismos distintos: por la escenificación del shopping como único impulso para merodear por el espacio público, y por la utilización del gran telón publicitario como único instrumento para canalizar la subjetividad. Sobre el primer asunto basta recordar los conocidos Shopping heads (1998-2001), en los que una colección de transeúntes anónimos, con sus cabezas cegadas por todo tipo de bolsas comerciales, se agolpan en un espacio vacío. No hay ningún elemento, más allá de los logos comerciales que envuelven sus pensamientos, que permita identificar ni ningún sujeto concreto ni el sentido de sus acciones en ese espacio colectivo, reducido a simple lugar de paso entre compra y compra. Por su parte, la serie Si quiero (confesiones) (2000) complementa, como perfecto telón de fondo, el coreográfico deambular de los consumidores (Shopping dance); en esta ocasión, el escenario urbano de las vallas publicitarias, convertidas en el verdadero elemento visible del espacio público, se utiliza como único recurso para acudir a un lenguaje que ensaya mecanismos para expresar una subjetividad mediante el recorte de palabras procedentes de distintos eslóganes publicitarios: sigo / la / corriente; estoy / preparada…
Una peculiaridad de los dos referentes que hemos mencionado es que, a pesar de apuntar directamente a la omnipresencia del consumo, Ester Partegàs ya no sitúa sus trabajos en el contexto de un centro comercial sino que, consciente del proceso real de los acontecimientos, es la ciudad misma quién aparece toda ella como un gran mall. Esto es precisamente lo que se acentúa en Main Street, un trabajo que convierte –mediante vinilos adheridos a las paredes de ambos lados– el acceso mismo al espacio expositivo en una calle transformada en vulgar espacio de consumo comercial. En las paredes, entre el motivo de un árbol que se repite para dar la secuencia homogénea que caracteriza al urbanismo de nuestras ciudades, se sitúan distintos elementos del verdadero paisaje urbano: bancos, papeleras… y cajeros automáticos y escaleras mecánicas que deben dar acceso –ahora sí– a los interiores comerciales. El espacio público se ha convertido en Main Street en el corredor para el discurrir de la gente alrededor de la mercancía, con la peculiaridad de que en este trabajo, el papel de los consumidores impulsivos lo representan los propios espectadores al cruzar este pasillo.
Sólo un pequeño detalle rompe la austeridad de la puesta en escena: los restos de basura
–ahora fotografiados– que se diseminan por esta calle comercial. Estos desperdicios son –como lo fueron los tickets de compra en otros trabajos o los fragmentos de palabras de las vallas publicitarias– el elemento que informa de la realidad de unos sujetos, con sus preferencias y sus gustos. Es en estos restos del consumo donde late una subjetividad que quizás no pueda ser tan conducida como desearía la voluntad de la Main Street, aunque esté dispuesta a interpretar también la basura como un indicador más para diseñar sus mapas del shopping y sus estrategias de marketing. [M.P.]
1 Harvard Project on the City. “shopping”. En AAVV. Mutaciones. Actar / arc en rêve. Barcelona, 2001, p. 125
PENNY CAIN
Mall, 2002–2004
En una rápida secuencia histórica puede determinarse que la arquitectura decidió utilizar como campo de investigación dos grandes tipologías, el recinto religioso en primer lugar y la vivienda después. En el contexto contemporáneo, la arquitectura se ha convertido en uno de las disciplinas más apreciadas, pero no precisamente por resolver con eficacia las demandas más imperiosas, sino por su deriva hacía lo asombroso y atractivo. Con este espíritu fashion, la arquitectura contemporánea ya no especula o investiga desde las nuevas exigencias del hábitat, sino que se desplaza con descaro hacia la tipología de los contenedores: allí dónde se distribuye la mercancía a gran escala, ya sea esta un objeto de moda, una final de béisbol o la exposición antológica del mayor pintor de la historia. Los arquitectos hoy son básicamente los autores de estos grandes contenedores (desde grandes centros comerciales a recintos deportivos o museos fastuosos) para la transacción económica y para el espectáculo. Es con esta perspectiva que el mall, en tanto que gran recinto para el shopping masivo, más allá de ser un ejemplo concreto de esta dinámica, también es un paradigma general. La ciudad contemporánea es toda ella un mall, donde cada gran nueva infraestructura urbana asemeja la ciudad al modo como se organizan los productos en los distintos pisos de un centro comercial. Pero lo más importante para que todo funcione con corrección en el interior de estos recintos no sólo consiste en garantizar la afluencia de consumidores; también es necesaria una estudiada gestión de sus movimientos y una detallada administración de sus deseos.
Estas últimas observaciones son las que se exploran en el Mall de Penny Cain. Cuatro monitores de televisión reproducen el ajetreo de un centro comercial, con los ritmos aparentemente espontáneos del devenir de los consumidores pero que, en ultima instancia, están perfectamente regulados (shopping dance) por el tempo y la capacidad con la que las escaleras mecánicas mueven a los compradores. La virtud de esta tramposa coreografía es precisamente que gestiona el movimiento de tal forma que los bailarines se sienten como en su propio hogar; el lugar es acogedor y seguro, y la eficaz funcionalidad del dispositivo arquitectónico permite el ejercicio de una compra continua, impulsiva e innecesaria, como si respondiera verdaderamente a un deseo propio, cosechado en la intimidad, el gusto y las necesidades personales. [M.P.]
FRANCESC RUIZ
El Corte Inglés y el Hotel Barcelona Sants, 2000
Francesc Ruiz utiliza a menudo simples fotocopias en blanco y negro como soporte de sus trabajos. Esta decisión, además de comportar unas referencias explícitas sobre distintos asuntos de notable calado (la necesaria economía de medios en la producción y la reproducción del arte, la posibilidad de reformular el papel tradicional de lenguajes como el dibujo en general y el cómic en particular, la posible vecindad entre el trabajo artístico y la octavilla callejera…) también le permite, desde una perspectiva estrictamente formal, construir murales maleables, capaces de crecer o decrecer en función del espacio disponible y de la magnitud del relato que quiera construirse, siempre susceptible de crecer como si se tratara de algo orgánico. En esta ocasión, tres grupos de dibujos constituidos por una ingente cantidad de fotocopias, reproducen tres tipologías, arquitectónicas y sociales, absolutamente emblemáticas de la ciudad contemporánea: un centro comercial, un hotel y las redes subterráneas que los conectan. Como es también habitual en Francesc Ruiz, su trabajo se nutre de referentes reales y cotidianos para él; así, los modelos que ahora utiliza son El Corte Inglés y el Hotel Barcelona Sants, ambos en Barcelona y que, efectivamente, están conectados entre sí –como muchos otros emplazamientos en la ciudad– mediante la línea 3 del metro.
En realidad, fue precisamente la constatación de esta realidad de una trama urbana tan enrarecida lo que indujo a Francesc Ruiz a reproducirla: “Pronto me imaginé viviendo en una de las habitaciones del hotel y visitando cada día El Corte Inglés, como si padeciera un tipo de agorafobia que me impidiera salir al exterior para dar un paseo; bajo estas circunstancias, este podría ser el lugar más propicio para vivir en Barcelona. 1 La descripción nos ofrece la clave exacta para justificar el interés de este trabajo en el contexto de nuestro proyecto. Efectivamente, de un lado, esta ciudad articulada mediante los grandes contenedores –para la mercancía, para la gente y para garantizar el acceso entre ambos– es el prototipo de ciudad contemporánea que ha liquidado el espacio público, sustituyéndolo por unos espacios artificiales –caracterizados por las escaleras mecánicas y las climatizaciones– que se ofrecen como adecuados sustitutos de aquel. Por otra parte, esta agorafobia 2 acarrea la suplantación de las calles por los paraísos comerciales, auténtico destino del enjambre humano que se desplaza hacia los mall –a través de las infraestructuras de esa “ciudad análoga” 3, la de las vías aéreas y subterráneas– dónde la multitud escenifica lo que hemos llamado Shopping dance: una coreografía de movimientos orquestados por el impulso del consumo en la que, de un modo sutil e irónico, Francesc Ruiz añade ahora toda suerte de pequeñas anécdotas individuales (sujetos perdidos, escenas teñidas de sexo o de violencia…) que no hacen sino redundar en esta absorción de la vida real en el interior de una movilidad consumista y distraída frente a la mercancía. [M.P.]
1 Texto de Francesc Ruiz. Reproducido en Vostestaquí. Palau de la Virreina. Actar. Barcelona, 2001, p. 124.
2 Recordemos que es el concepto que da título al reconocido trabajo de Rosalyn Deutsche publicado originariamente en 1996. (Trad. En AAVV. Modos de hacer. Ed. Universidad de Salamanca. Salamanca, 2001, p. 289 y siguientes.)
3 Trevor Body. “Subterránea y elevada: la construcción de la ciudad análoga” en M. Sorkin. Variaciones sobre un parque temático. Gustavo Gili. Barcelona, 2004, pp. 145 y siguientes
JORDI BERNADÓ
Alcorcón, 2005
Jordi Bernadó ha realizado numerosos trabajos acerca de las transformaciones de las metrópolis contemporáneas, con especial interés en detectar –e interpretar– los numerosos procesos (especulación, espectacularización, degradación, monumentalización, homogeneización…) que las acechan en su conformación como lugar natural de la experiencia contemporánea. En el contexto del presente proyecto, y ante la tesitura de elaborar un trabajo que tuviera por objeto el shopping y su capacidad para mover a la gente, Bernadó amplifica sus exploraciones del entorno urbano sin abandonar ninguno de los ingredientes que caracterizan su peculiar visión sobre este tema.
Una única fotografía de gran formato –impresa sobre papel y encolada sobre el muro como un anuncio callejero convencional– reproduce un paisaje real de la periferia de Madrid: un bosque de enormes paneles publicitarios que se suceden junto a una vía rápida, conformando las secuencias de una road movie sobre una especie de pantalla continua. Pero esta instantánea está realizada –como es habitual en su trabajo– desde un muy peculiar punto de vista. Jordi Bernadó no se recrea en el universo multicolor y literario de los anuncios sino que, por el contrario, la toma se realiza desde atrás, poniendo al descubierto las austeras estructuras metálicas que soportan los anuncios, seleccionando una perspectiva que sólo permite visionar correctamente (frontalmente) tres grandes paneles: un anuncio de automóviles, un reclamo para el alistamiento en el ejercito (tú decides) y una convencional invitación a visitar un Zoo con acuario incluido. En primer plano, sobre el espacio muerto de estos terrain vague que proliferan entre carreteras, destaca en el suelo un anuncio maltrecho y estropeado que apenas si permite reconocer lo que prometía.
La fotografía, en primer lugar, cumple una de las constantes en el trabajo de Bernadó: la exigencia de ser contemplada simultáneamente como una escena completa y como una acumulación de detalles que, susceptibles de ser leídos en el orden correspondiente, revelan unos registros de sentido más vastos que los deducidos tras la impresión general. En esta ocasión es obvio que la secuencia –la frase construida– se inicia con el anuncio del automóvil, que sitúa la imagen inequívocamente en el contexto de un entorno móvil (la autopista y el propio carácter temático del proyecto expositivo en el que se ejecuta la fotografía); tras esta primera señal, el anuncio central con la exhortación Tu decides; por más que se refiera a la posibilidad de aprovechar la oportunidad profesional que garantiza un ingreso a filas, es evidente que se tiñe de otro talante al estar rodeado de muchas otras publicidades: la decisión es así sinónimo de la elección definitiva frente a una amplia oferta; es la elección que, al fin y al cabo, culmina en el acto mismo del shopping. En esta misma línea de lectura –quizás demasiado unilateral– nos parece que incluso la valla que se limita a promocionar un Zoo cercano, puede perfectamente interpretarse como una paráfrasis del universo multitudinario y domesticado del consumo (shopping dance). Finalmente, el anuncio convertido ya en mera basura, por llano que pueda parecer, se nos antoja interpretarlo como una explícita demostración tanto de la banalidad intrínseca de los mensajes publicitarios, como de la inutilidad de la compra realizada tras aquella imperativa decisión a la que nos veíamos obligados.
La posibilidad de anatomizar en estos términos la fotografía de Jordi Bernadó se debe a la naturaleza “escriptovisual” 1 que tiene su trabajo y, por ello, cercano a las propias técnicas utilizadas por la fotografía publicitaria (en las que el texto es casi siempre presente y directo). De lo que se trata es de utilizar algo intrínseco a la fotografía: su capacidad de expresar un orden social mediante la naturaleza verbal del lenguaje visual, aunque sea sin usar palabras y sólo operando con otros dispositivos formales, puestos en un determinado orden. La fotografía puede ser leída y ahí reside su potencial político. En esta ocasión, además, la captura de vallas publicitarias no hace sino ahondar en un espiral por el que los mensajes publicitarios de las fotografías que se acumulan en nuestro entorno son recompuestos mediante una nueva sintaxis que subvierte su intención inicial. [M.P.]
1 Utilizamos el término empleado por V.Burgin en “Ver el sentido”. Jorge Ribalta (ed.). Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía. Gustavo Gili. Barcelona, 2004. pp. 163–185.
THE BUILDERS ASSOCIATION AND DILLER+SCOFIDIO
Jet Lag, 1998
JET LAG es una reflexión sobre los nuevos perfiles que adquieren las nociones de viaje y desplazamiento infectadas por las consecuencias de la tecnología contemporánea. Con una puesta en escena parateatral, se reconstruyen dos acontecimientos reales: las peripecias de un navegante tras permanecer 243 en alta mar y la muerte de la señora Kranssnoff a causa del jet lag producido como consecuencia de cruzar el Atlántico ininterrumpidamente durante seis meses para proteger a su nieto de un tratamiento psiquiátrico. Las dos noticias son utilizadas ahora como imperativos para repensar las coordenadas del espacio y el tiempo a causa de la mediación tecnológica. En efecto, el náufrago estuvo dando vueltas de una forma circular simulando una travesía alrededor el mundo que nunca se produjo; sin embargo, la rapidez con la que podía enviar la información de su supuesto periplo para nada permitía sospechar la falsedad de la comunicación. Los satélites actuaron como un interface eficaz para vehicular la conexión, pero no para garantizar la veracidad de sus contenidos. A su vez, la escapada de la señora Kranssnoff, aprovechando la compresión geográfica que permiten los vuelos transoceánicos, la situó en tierra de nadie, en un lugar constituido por un movimiento perpetuo que alteraba el tiempo real –biológico si se quiere– hasta hacerlo insostenible.
Los elementos que se ponen en juego con JET LAG han sido tematizados por Paul Virilio con precisión. Efectivamente, en ambos desplazamientos, por mar o por aire, el elemento motor es la velocidad, ya sea para una correcta telecomunicación o para un viaje que ha de superar una distancia geográfica importante. Y la velocidad es precisamente lo que, al parecer de Virilio, ha reemplazado las grandes extensiones; ya se trate de la distancia que puede separar Nueva York de Ámsterdam (en los viajes de la señora Kranssnoff) o la distancia entre el yate perdido cerca de las Azores que debería conectar con Londres mediante los artefactos espaciales. Con la velocidad, la experiencia de movilidad se resuelve sobre un espacio comprimido que, precisamente por ello, ha aumentado también sus posibilidades de convertirse en escenario de un accidente; el espacio comprimido puede parecer domado gracias a la tecnología, pero en su menor perímetro también han quedado peligrosamente concentradas las posibilidades de un error. De la misma forma, el tiempo también es radicalmente afectado por la velocidad, y no porque se haga más productivo, sino porque, como les sucede a ambos protagonistas de JET LAG, lo veloz no sólo comprime el espacio sino que también restringe la duración a lo que Virilio llama en directo: la velocidad de las telecomunicaciones y de los aviones promete una experiencia en tiempo real, de conexión en directo, sin dilación; sin embargo, el reverso de esta promesa es la posibilidad de que la noticia sea falsa o se reciba en diferido o que el cuerpo no pueda adecuarse a un tiempo real que también difiere según aquel se desplace a gran velocidad. Ya no hay viaje sino velocidad; o movilidad preñada de posibilidades y de riesgos. [M.P.]
BÜRO KIEFER
Shadow Cinema, 1995
En el entorno urbano de las ciudades contemporáneas asistimos a una creciente polución visual –hasta el extremo de que algunas administraciones intentan regularla– debida a la multiplicación de pantallas en las que se aglutinan imágenes en movimiento. Escaparates, canales televisivos específicos para el transporte suburbano, paneles publicitarios giratorios que en una secuencia determinada de tiempo modifican su anuncio…, la ciudad entera se ha convertido en un gran contenedor del que emanan imágenes atractivas que apenas si pretenden ser leídas; su función es obviamente más hipnótica que informativa, pretenden cautivar antes que orientarnos sobre ningún contenido o dirección. Todo este torrente de imágenes en movimiento se asemeja a un videoclip musical, ese género narrativo que, al decir de Frederic Jameson, nació con el propósito de ser visto sin interpretación, 1 como un paradigma de una narrativa instalada de lleno en su propia literalidad. La ciudad contemporánea utiliza muchas estrategias para vestirse de gala y seducir a sus citizen users, fácilmente dispuestos a ceder ante el reclamo y ejercer su esperado rol como consumidores de la ciudad. Sin embargo, existe la posibilidad de desestabilizar estas expectativas mediante un nomadismo –el que hemos descrito en la primera parte del trabajo– que necesariamente genera desobediencia mediante su imprevisión y su movilidad constante. El nómada, con sus movimientos, convierte a la ciudad en algo mutante, capaz de desarrollarse más allá de las lógicas previsibles, incluso para hacerla hablar allá donde se la suponía inerte e inexpresiva, como sucedió con la ya célebre periferia de Passaic en manos del nómada Robert Smithson.
Cuando Gabriele Kiefer desarrolla el proyecto Shadow Cinema, aunque con un registro bien distinto, recupera la esencia de ese gesto de Smithson de experimentar un roadscape verdaderamente narrativo. En lugar de acumular imágenes de imposible lectura –sin interpretación– Kiefer apuesta por una experiencia nómada del territorio urbano, aquella que ha de permitir al sujeto móvil construir el relato de su propia experiencia urbana. Para ello, dispone diez estructuras metálicas recubiertas con lonas translúcidas a lo largo de 270 metros de una calle vienesa, como cajas de luz habitables, en el interior se instalan distintos objetos hallados en las cercanías del lugar y se permite a los transeúntes ingresar en el espacio y proyectar así unas sombras deformes –el foco de luz se sitúa en el suelo– que, en su secuencia vista desde el automóvil, generan una película irrepetible de diez fotogramas. La calle ya no es un simple contenedor de imágenes que se mueven sino que su naturaleza de pantalla ha sido reconducida hacia el relato; pero un relato construido a diario, por protagonistas distintos, con aventuras cambiantes y, más importante todavía, sin desenlace; como los trayectos nómadas. [M.P.]
1 F. Jameson. “Reading without interpretation”. Citado en S. Connor. Cultura postmoderna. Akal, Madrid, 1998
R&Sie…
Furtive, 1998
Furtive es un prototipo de François Roche, Stéphanie Lavaux y François Perrin –en aquel momento llamados Roche, DSV &Sie– creado para Propos Mobile. Se trata de un hábitat móvil, de 2 metros cuadrados, ideado para conducirlo y para vivir en él, durante unos días, por las calles de París. Tras su utilización, Furtive fue destruido.
Furtive puede ser interpretado con demasiada facilidad de una forma absolutamente errónea, como simple instrumento para-arquitectónico ideado para aliviar una situación de emergencia como pudiera ser la de los emigrantes urbanos, los have-not que se desplazan por la ciudad sin las mínimas condiciones. Este caritativo gesto lo han desarrollado largamente el arte y la cultura contemporánea, pero no es la intención de Roche. En efecto, Furtive, responde mejor a lo que el propio Roche ha llamado arquitectura “ficcional” 1, aquella que en lugar de operar desde la soberbia de considerar inapelables sus soluciones, actúa mediante la intersección del proyecto y el contexto (“inventario local”) para generar un único proceso de transformación efectiva del lugar. En esta ocasión, el contexto no es otro que París, uno de los paradigmas de la ciudad planeada y codificada, que ahora se convierte en el escenario de una apología de un nomadismo furtivo, un modo distinto de usar la ciudad que nada tiene que ver ni con la disciplina que exige el urbanismo convencional, ni con el nomadismo reducido al ideal pequeño burgués de imaginar una casa-móvil (al modo que identificamos con Raymond Roussel); el nomadismo que planea en Furtive es aquel que induce a la multiplicación de acontecimientos urbanos; es un modo de estar permanentemente in-quieto por la ciudad, de forma que ni es posible retratar a este nómada por su condición huidiza a cualquier representación que lo narcotice, ni es posible impedir que en sus desplazamientos deforme la ciudad en la medida que la utiliza más allá de las previsiones establecidas (dormir, comer, habitar, todo se realiza en lugares no previstos de antemano). Estos dos fundamentos del nomadismo furtivo –la imposibilidad de definirlo o retratarlo y su capacidad de distorsión– se traducen en el prototipo, básicamente en la utilización de una superficie de espejo como cubrimiento del hábitat móvil. El espejo, así, no sólo esconde el interior, sino que deforma mediante el movimiento todo lo que se refleja sobre su superficie. En esta ocasión la pantalla por la que discurre/se construye la imagen de la ciudad –el Roadscape– no permite perfilarla con ninguna nitidez sino que la deforma a cada golpe de pedal. En este sentido, Furtive es un trabajo que, en la misma medida que se distingue de la tradición más banal de las mobile-home como implantes de la casa sobre un espacio móvil, se acerca mejor a los planteamientos de Claude Parent y su concepción de la arquitectura como “circulación habitable”; este es el nomadismo antagónico –“furtivo”– en tanto que deforma por completo la convención estática de la arquitectura y la abre a nuevas formas de transitarla. [M.P.]
1 Véase F. Roche. “(Ciencia) ficción y la crisis de la cultura de masas”. Zehar. 52. 2004, pp. 30- 32. Sobre la importancia del “localismo” y sobre Furtive, véanse también los textos de Andreas Ruby en R&Sie… Spoiled Climate. Birkhäuser. Basilea. Boston. Berlín. 2004. pp 64-65 y 103-106.
N55
LAND, 2000 –
LAND es un proyecto en proceso constante. Para participar en él solo es necesario seguir las instrucciones del Manual for LAND (www.n55.dk/LAND.html) donde se da cuenta —mediante coordenadas geográficas— de una serie de posiciones que conforman los territorios LAND. Efectivamente, el proyecto consiste en habilitar una plataforma (en esta ocasión un sitio web) desde la que cualquiera puede ofrecer un espacio propio, convertirlo en un pedazo más de LAND y, como consecuencia de ello, cederlo para cualquier uso público. Cada terreno que es incorporado a LAND es señalizado con una estructura geométrica que permite identificar el espacio en cuestión y que además contiene un Manual para amplificar la acción de posibles usuarios de ese territorio público. Hasta la fecha, LAND ha acumulado numerosos espacios y en los más diversos lugares (Dinamarca, Rumanía, Francia, Estados Unidos…).
N55 trabaja bajo unos parámetros elementales que ellos mismos explicitan reiteradamente como auténtico cuerpo teórico de su labor: construir situaciones ancladas en la vida real pero siempre cargadas de consecuencias estéticas y éticas, partir de la base de que sus interlocutores son las personas y que estas siempre han de ser consideradas como portadoras de unos derechos y, finalmente, utilizar los acontecimientos de la vida cotidiana como plataforma para una constante renovación de acontecimientos públicos y para el desarrollo de nuevas relaciones. En LAND, todo este trasfondo se traduce en una apuesta sencilla y decidida para permitir que unos espacios privados se conviertan en públicos por medio de una simple decisión, lo que pone en evidencia la fragilidad de las nociones de público y privado por poco que uno deje de disciplinarse bajo los conceptos y pase a gestionarlos libremente. Por otro lado, LAND escenifica de modo práctico un derecho fundamental: la disponibilidad del espacio para su libre uso.
En la muestra, la presencia del proyecto de N55 se ha resuelto de modo muy sencillo para respetar que, más que una obra, LAND es una acción en proceso, de la que nos limitamos a dar noticia para animar a que su expansión pueda ser mayor; pero también para estimular la reflexión sobre los elementos que el proyecto pone en juego (propiedad, derechos, valor de uso, comunicación, cartografía…). De entre todos estos elementos, el que más nos interesa destacar ahora en función del contexto general de Mira como se mueven. 4 ideas sobre movilidad es su capacidad para estimular la exigencia de trazar mapas móviles. En efecto, el posible mapa configurado a partir de los distintos territorios LAND, no sólo es heterogéneo por la diseminación por todo el mundo del espacio público que señala, sino porque cada uno de estos pedazos de terreno puede ser cedido por un tiempo determinado; esto determina que el territorio es naturalmente in-quieto, de forma que no puede cartografiarse mediante mecanismos convencionales –un mapa con unas intachables manchas de color– sino mediante valores más versátiles como las acciones y las subjetividades. LAND no es un paisaje –un landscape– en tanto que lugar topográfico preciso, sino el resultado de una gestión libre y móvil del espacio. Es más un paisaje móvil –roadscape– en virtud de su constante redefinición, ya sea por los distintos usos que permite cada lugar o por la variabilidad de los terrenos que lo componen. [M.P.]
DOMÉNEC
Unité mobile (roads are also places), 2005
Cuando la estética hermenéutica se ve en la obligación de describir de un modo inteligible sus presupuestos según los cuales las obras de arte tienen una esencial razón de ser que, sin embargo, sólo aparece cuando las mismas obras son puestas en práctica por la interpretación, el ejemplo más pertinente es el juego. En efecto, gracias a una larga tradición que ya examinó el impulso del juego, este aparece como paradigma de la verdad de la experiencia estética, aquella que acontece sólo y exclusivamente gracias al acto mismo de poner las obras en juego. Pueden existir distintas normas y reglas, instrumentos y jugadores, pero el juego propiamente dicho sólo toma cuerpo en un aquí y ahora, mediante la acción que pone en acto toda esa colección de componentes. Esta reflexión sirve a la estética de pretexto para no abandonar unas bases idealistas que ya padecen una crisis irreversible y así continuar aferrada en la creencia de una esencia del arte, quizás escueta y temporaria (sólo se deja ver en el acto puntual de jugar/interpretar), pero efectiva todavía.
Pero el juego es algo más que un precioso atajo para salvar unas suposiciones idealistas. Junto a esa interpretación casi desesperada, el juego puede también conceptualizarse como producto inmediato del homo ludens –en la línea en que fue reconsiderado por J. Huizinga y tras él retomada por los situacionistas– convirtiéndose más en el modo de consumar una experiencia real que no una experiencia (estética) de verdad. La corrección parece diminuta pero es crucial. Mientras la hermenéutica pretende mantener la idea del arte como una vía de acceso a una verdad profunda, la nueva teoría del juego apuesta sólo por el valor de la experiencia en tiempo real, ajena no sólo a un posible universo de principios categóricos, sino también liberada de cualquier exigencia productiva. El juego puede convertirse así en una eficaz estrategia, ya no para mantener una envejecida epistemología, sino para derrocarla definitivamente. Con sus antecedentes surrealistas pertinentemente corregidos (el juego, como el sueño, no dejaban de ser una mirilla por donde observar pulsiones inconscientes y profundas), los situacionistas jugaron a crear situaciones con esta nueva perspectiva: convencidos de que sólo la libertad del juego permite construir una sujeto igualmente libre, capaz de acumular experiencias reales y no perdido en la búsqueda de un inefable sentido.
Unité mobile (roads are also places) es, en primer lugar, un juguete; un camión teledirigido que puede ser conducido a placer. No es verdad que sea una escultura; ni siquiera una escultura móvil que, al ponerse en juego, se reivindica como tal. Es un juguete –siguiendo la dicotomía que hemos establecido– de talante situacionista y no idealista. La mejor prueba de ello es, claro está, la utilización de una maqueta de la Unité d’Habitation de Le Corbusier como contenedor del camión. El gesto es elocuente: el paradigma arquitectónico moderno para un habitar feliz en el mundo, ideado como solución universal desde unos supuestos excesivamente predeterminados y utópicos, se ha convertido ahora en un mero instrumento juguetón, in-quieto y absurdo si no se maneja con libertad. La proposición que se nos plantea expresa así una doble intención: el juego como paráfrasis del valor de la experiencia real, flexible e improductiva y, por añadidura, un juego que subvierte las pretensiones ilusorias de la modernidad; que reemplaza los sueños de construir un anclaje sólido con el mundo –y la Unité es modélica en su forma de solucionar arquitectónicamente esta ilusión epistemológica de estar en el mundo– por un juguete móvil, doméstico, realmente utilizable y vulnerable.
El registro videográfico del teledirigido circulando libremente por los pasillos de la Unité d’Habitation de Marsella redobla las intenciones de la propuesta. Es en el mismo espacio estático diseñado como contenedor universal del habitar donde se impone ahora una movilidad lúdica –la misma que expresó Constant en El principio de la desorientación 1–, capaz de autogestionar sus trayectos, del mismo modo que los habitantes de la Unité terminaron por corregir al arquetipo adecuándolo constantemente a sus necesidades. [M.P.]
1 “No habrá ya un centro al que se deba llegar, sino un número infinito de centros en movimiento. No se tratará ya de extra-viarse en el sentido de perderse, sino en el sentido de encontrar caminos desconocidos.” Constant. “El principio de la desorientación” en X. Costa / A. Libero (eds.). Situacionistas. Arte, política y urbanismo. MACBA/Actar, Barcelona, 1996, pp. 86-87.
ROBERT WALSER MUSEUM
Robert Walser caminó y paseó de un modo incesante. Y a pesar de que en muchísimas ocasiones se refirió al paseo en sus escritos, 1 jamás lo hizo como método para alimentar su inspiración literaria. Todo lo contrario, el paseo era en realidad una alternativa absoluta a los complejos entresijos de la producción poética. Así lo demuestra el hecho de que, una vez internado en los sanatorios de Waldau primero y de Appenzell-Ausserhoden después, aún disponiendo de tiempo suficiente, este lo emplee de un modo casi exclusivo en pasear, renunciando explícitamente a escribir : “Es absurdo y cruel plantearme la exigencia de que escriba también en el sanatorio. El único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad. Mientras no se cumpla esa premisa, me niego a volver a escribir jamás. No sirve de nada poner a mi disposición una habitación, papel y pluma.” 2 Como hemos sugerido ya en el texto inicial de este proyecto, Robert Walser está muy lejos del andar meditativo y de iniciación que defiende Rousseau. Ahora andar es un objetivo en sí mismo, abierto al sin fin de pequeñas aventuras que pueden sazonar el paseo; de ahí la posibilidad de interpretar los célebres paseos de Walser como un ejercicio esencialmente cercano a esa necesidad, expuesta por Michel De Certeau, de sustituir una concepción geométrica del espacio por su experimentación directa y personal. Es cierto que esta movilidad de apariencia inocente, en la argumentación de De Certeau, adquiere una evidente dimensión política: como táctica para construir una aprehensión propia del lugar –de la ciudad– en oposición a su lectura acorde con la sintaxis establecida de antemano y que obligaría a circular y usar la ciudad sólo de maneras previsibles y domadas.
Precisamente esta vecindad entre Walser y De Certeau está en la base de la creación por parte de Hans Ulrich Obrist del Robert Walser Museum, un epígrafe bajo el cual el autor ha desarrollado simultáneamente un sentido homenaje al literato, una descripción de la radical transterritorialidad por la que discurre la experiencia contemporánea, una revisión crítica de la propia idea de museo como dispositivo expositivo y también, para nada anecdótico, una suerte de fantástico pretexto para involucrar a distintos agentes en una reflexión común sobre la movilidad. Es en esta tesitura que, en la primera aparición del Robert Walser Museum –en el Hotel Krone de Gais, donde Walser acudió en diversas ocasiones– Obrist invitó, entre otros, a Dominique González-Foerster y Dara Birnbaum a realizar un trabajo para la ocasión. Ambas optaron por la solución de elaborar unas postales que –como repetimos ahora– podían ser recogidas y utilizadas por quien lo deseara. En el caso de González-Foerster la postal reproduce el retrato de un paseante (quizás hospedado en el hotel, ya sea como turista o por motivos profesionales) bautizado como nieto de Robert Walser; es decir, como sucesor de sus caminatas. Por su parte, Dara Birnbaum, tras explorar los alrededores, realizó hasta cinco postales distintas –que ahora se recrean con una nueva formulación– con la intención de potenciar la posibilidad de que fueran verdaderamente usadas por los clientes del hotel, lanzando sus mensajes hacía destinos desconocidos en una especie de imprevisible y múltiple paseo postal. [M.P.]
1 Además del célebre El paseo (Siruela, Madrid, 1996) y de los testimonios recogidos por Carl Seelig (Paseos con Robert Walser. Siruela, Madrid, 2000) pueden verse también “El paseo dominical” en R. Walser. La rosa. Siruela, Madrid, 1998, pp. 13-16; o “Excursión” y “Pequeña aventura en un camino comarcal” en R. Walser. Vida de poeta. Alfaguara, Madrid, 1989, pp. 151-157.
2 Carl Seelig. Ídem. p. 28. La tentación de permanecer en silencio, sin embargo, ya planeo por la mente de Robert Walser desde sus primeras obras: “Escriba poesía cuando haya llegado a ser un pecador o un ángel. O mejor no escriba nada.” (R. Walser. Los Hermanos Taner. Siruela, Madrid, 2000, p. 69).
GABRIEL OROZCO
Hasta encontrar una Schwalbe amarilla, 1995
En 1995, cuando Gabriel Orozco se encuentra en Berlín, se hace con una Schwalbe y realiza este proyecto que consiste, llanamente, en documentar fotográficamente los encuentros fortuitos con otros ejemplares del mismo modelo. El resultado podría interpretarse como un simple documento de dos realidades: la probada eficacia de la motocicleta como instrumento para la movilidad urbana 1 y, como consecuencia de ello, la facilidad con la que en determinadas ciudades eso comporta una peculiar homogeneización del paisaje. Pero las motocicletas, además de facilitar una movilidad ágil en los espesos ambientes metropolitanos –y sobre todo estas motos nada sofisticadas y con un talante muy utilitario– representaron en su momento una especie de metáfora de las ansias de libertad (de movimiento y de conocimiento) de los jóvenes y adolescentes de la misma generación de Orozco; Francesco Bonami, por ejemplo, se refiere a una vieja Vespa 125 como “un pequeño monumento a la necesidad espiritual de moverse”. 2 Desde esta perspectiva, esta especial elegía de la Schwalbe, contextualizada adecuadamente en un entorno urbano especifico y en un momento histórico preciso, podría resultar indicativa de la misma apología del desplazamiento a pie promovido desde el frente de los distintos paseantes que hemos reconocido bajo el epígrafe Robert Walser.
Todas estas consideraciones nos parecen adecuadas al proyecto; pero –como señala Benjamín H. D. Buchloh 3– en Hasta encontrar una Schwalbe amarilla se ponen en juego otros elementos recurrentes en el trabajo de Gabriel Orozco: su aporte a una nueva consideración de lo escultórico y su interés por la movilidad individual como residuo para la construcción de la esfera pública. En relación a la primera cuestión, basta recordar que Orozco ha utilizado en numerosas ocasiones esta estratégica interpretación del ready made para conducir la escultura hacia el terreno de la experiencia cotidiana y real del objeto, ya no en un marco institucional, sino en su construcción (como en otros ejemplos, los encuentros están planeados y los hallazgos están intervenidos) en el espacio público. Esta peculiar concepción de una escultura social es lo que permite explotar todo el potencial político y social de cada objeto falsamente encontrado; en el trabajo que nos ocupa, por ejemplo, es evidente que la Schwalbe aparece como estandarte de los ideales de modernización y consumo, aparentemente obsoletos y fracasados, de la desaparecida RDA, aunque su presencia real en las calles precisamente invite a reconsiderar la precipitación de estos juicios. En cuanto al valor que se concede a la movilidad personal que garantiza una Schwalbe (tal y como también planea en Habemus Vespam), el análisis de Buchloh es tajante: “el transporte y la circulación urbana son de hecho los últimos dominios (…) de la vida cotidiana en donde el residual de ser público se puede seguir todavía en su intersección espacial, social y discursiva”. 4 De nuevo pues ante un ejemplo de la movilidad como táctica de resistencia. [M.P.]
1 En Barcelona, por ejemplo, se estima que el 23% del parque móvil son motocicletas. En Italia, el fenómeno es todavía más evidente, donde ayuntamientos como los de Milán y Roma han promovido el uso de las motos con insistencia: “In moto si và a scuola, al lavoro, al cinema… vai in moto” (véase C. Domínguez. “La ciudad de las motos”. El País, 19 de mayo de 2003).
2 F. Bonami. “Donde el sol roza el océano” en R. Tiravanija. Sense títol, 1999 (Caravana). Fundació La Caixa, Barcelona, 1999, p. 27.
3 B.H.D. Buchloh. “Gabriel Orozco: la escultura de la vida cotidiana” en Gabriel Orozco. The Museum of Contemporary Art, Los Ángeles, 2000, especialmente pp. 78 y siguientes.
4 Ídem. p. 88.
ROTOR (VAHIDA RAMUJKIC / LAIA SADURNÍ)
Tele-Chronica, 2005
Rotor es un colectivo que decidió ponerse a andar con un propósito que no era nuevo pero que, sin embargo, siempre garantiza nuevas e imprevistas experiencias. De lo que se trata, en primer lugar, recogiendo una larga tradición –en la que Richard Long, Hamish Fulton o tantos otros no son más que su nítida expresión artística–, es de practicar el andar como garante de la conversión del cuerpo en verdadero instrumento para medir el espacio y el tiempo. En lugar de operar con unas coordenadas preestablecidas, al andar, el tiempo ya no es una medida con la que puedan hacerse cálculos de antemano, sino el dispendio necesario para realizar un trayecto que, de primeras, se antoja lleno de factores imprevistos. Así mismo, en este tempo flexible y blando del andar, el espacio es aquello que se va ocupando, atravesando y descubriendo hasta poner en evidencia las flaquezas de cualquier cartografía previa, siempre incapaz de dar cuenta de todos los modos posibles de recorrer los lugares, o de recoger el potencial de lecturas que permite todo lo que se acumula –sin progreso– mediante la percepción y la acción que contiene el paseo. Pero andar hoy significa –a menos que se opte explícitamente por una salida– merodear por la ciudad y sus periferias (zonas habitualmente más ricas por la indefinición previa que conllevan) tal como se plantea en otra suerte de tradición paralela en la que podríamos reconocer desde la derive situacionista hasta las transurbancias de Stalker. Con este bagaje, Rotor ha desarrollado distintas exploraciones y ha dibujado nuevos mapas de los lugares que ha experimentado: planos de la zona del Poblenou que conmemoran sus safaris por el barrio; escaladas de esculturas que permiten no solo redibujar un recorrido propuesto en las guías convencionales, sino reinventar la relación con los monumentos; o mapear musicalmente una ciudad industrial como Terrassa como si los walkabout de los aborígenes australianos se extendieran por toda la tierra.
En Tele-Chronica, Rotor continua explorando esta movilidad subjetiva, de escala humana, abierta a conjugar todo tipo de datos y señales (topográficos, políticos o estrictamente personales) pero con una diferencia importante en relación a sus proyectos anteriores: ahora ya no son Vahida y Laia quienes se mueven sino otros sujetos de quien, probablemente, no podamos conocer siquiera su identidad. El formato del proyecto es sencillo y sin grandes alardes técnicos: un teléfono fijo dispuesto en el espacio expositivo permite a cualquier usuario llamar a cuatro teléfonos móviles que previamente han sido entregados a personas distintas en cada uno de los puntos cardinales de la península. Los portadores de los móviles tienen instrucciones de ceder periódicamente el terminal, de forma que a cada nueva llamada que reciba el aparato, este puede no sólo estar en unas nuevas manos, sino en un nuevo lugar. Rotor pues, en esta ocasión, lleva hasta el extremo la absoluta falta de control del periplo que puede desarrollarse. Este desconocimiento absoluto de las posibles trayectorias que despliegue cada móvil sólo se revela a medida que las llamadas desde el teléfono fijo se archivan en una base de datos disponible para cualquier emisor antes de efectuar, si así lo desea, sus propias llamadas. Hasta aquí el dispositivo pone en escena el protagonismo que las tecnologías de la comunicación y de la información pueden llegar a adquirir para facilitar una mayor movilidad personal, tan libre y autogestionada como la que representa el andar (basta recordar los reclamos publicitarios de todas las compañías de telefonía móvil) pero, en el reverso de la misma constatación, planean asuntos de otro calado: la facilidad con la que estas mismas tecnologías convierten la comunicación en un mecanismo de control (detectando nuestra ubicación o interpelando sobre nuestras acciones), la inmediatez con la que las grandes corporaciones consiguen interiorizarnos el supuesto carácter imprescindible de estas prótesis tecnológicas para asegurarse un mercado expansivo, e incluso el papel crucial que estas posibilidades de una comunicación móvil juegan en la consolidación de un universo de valores (la rapidez, la innovación…) que, además de ser discutibles en sí mismos, es evidente que pretenden generar un grado tal de dependencia que garantice el mercado a cada nueva prestación que se ofrezca. Todo ello se pone en marcha en este proyecto mediante el simple gesto de utilizar como report indicativo de las llamadas la publicidad de la telefonia móvil dónde se expresa esa constelación de principios que supuestamente justifican todas las ventajas de las TCI: las personas, la comunicación, la innovación, la educación, la rapidez… hasta convertirlo en El Questionario de Tele-Chrónica que, aunque sea por un momento, formula de forma interrogativa todas estas prestaciones. La respuesta la dará cada interlocutor que aparezca al otro lado del teléfono. [M.P.]
MULTIPLICITY
Borderdevice(s)
FILIPPO POLI / FEDERICO ZANFI
Gibraltar Case
Multiplicity se autodefine como una agencia de investigación en la que un equipo variable –de arquitectos, urbanistas, geógrafos, sociólogos, etc.– explora las mutaciones que están transformando el territorio contemporáneo, ya sea sobre su perfil político y social o en su dimensión física. En esta dirección han articulado distintos proyectos-marco que se van ejecutando mediante distintos casos de estudio. El más genérico fue USE-Uncertain States of Europe (2000) dónde se analizan distintas realidades para dar cuenta de la incertidumbre que reina sobre la identidad del territorio europeo. 1 Esta investigación, de algún modo, se convirtió en el pretexto que obligaba a enfocar distintos problemas detectados en USE mediante nuevos marcos específicos de análisis. Así surgió el proyecto Solid Sea (2002), dedicado a localizar y examinar las distintas rutas, casi siempre predeterminadas, que han convertido el Mediterráneo en un espacio sólido por el que se desplazan gentes, información y dinero. Distintos casos de estudio (World-Odessa y Road Map entre otros) han confirmado la sospecha inicial según la cual, el Mediterráneo es algo así como una plataforma por la que se están definiendo nuevas relaciones migratorias y económicas entre Europa, Asia Menor y África. 2 Otro marco es el que aparece bajo el epígrafe Borderdevice(s), un ambicioso proyecto de redefinición de las fronteras que, también mediante distintos estudios concretos, demuestra que cualquier Borderline ya no es concebible como mera línea o pared que divide el mapa convencional en espacios acotados sino que, por el contrario, los nuevos roles de carácter migratorio, político, económico y cultural que caracterizan las fronteras obligan a reconocer una amplia tipología de las mismas: embudos, tubos, pliegues, esponjas, cercos…
Gibraltar Case es un trabajo desarrollado por Filippo Poli y Federico Zanfi que ha de interpretarse como un caso de estudio dentro del contexto de Borderdevice(s), en concreto centrado en la costa andaluza y su función como puerta de entrada clandestina a Europa para los flujos migratorios procedentes de África. La investigación avanza en distintos frentes, pero su epicentro es la construcción de una cartografía de la costa española, señalando todos aquellos puntos –centros de acogida habilitados por distintas ONG, zonas agrícolas donde cobijarse y/o abastecerse, búnkeres abandonados donde refugiarse…– que pudieran auxiliar la costosa llegada al umbral de Europa. [M.P.]
1 Véase S. Boeri. “Apuntes para un programa de investigación”. En AAVV. Mutaciones. Actar / arc en rêve centre d’architecture. Barcelona, 2001, pp. 356- 376.
2 Véase Multiplicity. “Solid Sea”. En AAVV. Geography and the Politics of Mobility. Generali Foundation. Viena /Colonia, 2003, pp. 70 y siguientes.
MARIA PAPADIMITRIOU
T.A.M.A. 1998-2004
T.A.M.A. no es un concepto gratuito. Son las iniciales que sustentan el complejo proyecto de crear un Temporary Autonomous Museum for All –con el significativo subtítulo de “Infraestructuras Sociales para Comunidades Itinerantes”– y, de forma simultánea, tama es el vocablo griego para designar una “ofrenda” o un “obsequio” de carácter religioso. Esta disección del título tampoco es arbitraria; todo lo contrario, da perfecta cuenta de la dimensión del proyecto: reconducir la practica del arte –con sus recursos económicos e imaginativos– hacia el ámbito del valor de uso, reconociendo territorios reales en los que es pertinente operar, y todo ello con una nueva forma –ahora política y no meramente estética– de interpretar la tradicional gratuidad del arte: como regalo que no pretende redimir una situación sino, por el contrario, incorporarse a ella para potenciarla y amplificarla. Esta suerte de equipaje para la acción define una modalidad de arte público, con toda seguridad, mucho más eficaz y respetuosa con la naturaleza voluble y mutante de lo público que la tradicional impostación de unas obras en el espacio común.
Efectivamente, T.A.M.A. nace del encuentro entre Maria Papadimitriou y las comunidades nómadas de la periferia de Atenas; un encuentro que permite a la artista percatarse, no tanto de la existencia de unas deficiencias –que existen– sino, todo lo contrario, del enorme potencial vital y emotivo que emana de esta colectividad de moradores itinerantes que utilizan el área de Avliza como una especie de campamento base. Con esta perspectiva, su aporte consiste en involucrar a una larga serie de colaboradores (arquitectos, artistas, sociólogos…) para que, en primer lugar, compartan con ella la riqueza del lugar y, tras una comunicación franca con el espacio y sus ocupantes, planeen después distintas intervenciones susceptibles de incorporarse de forma natural al estilo de vida y a la cotidianeidad de la comunidad. Los resultados son múltiples: proyectos arquitectónicos razonados en función de la movilidad natural que exige el colectivo, un peculiar “pabellón” multifuncional (el “Fiteiro Cultural” propuesto por Fabiana de Barros), una área de juegos, unos proyectos de cine móvil… incluso breves ensayos elaborados al calor del contacto con esta realidad. 1 En el marco de nuestro proyecto, Maria Papadimitriou ha construido una singular oficina donde se compila distinto material de todo este proceso de trabajo y que ha de interpretarse en los mismos términos de ocasionalidad que distinguen a T.A.M.A.: como una oficina temporal para informar de la realidad, siempre mutante, de este lugar y de todo lo que ha crecido a su alrededor en este proceso de inserción.
En el trasfondo de la operación se cultiva una clara voluntad de cuestionar la eficacia de los marcos institucionales, ya se trate del mundo convencional del arte (sacudido sólo con la propuesta de imaginar la “paradoja” de un museo temporal) o de los organismos políticos y sociales que a priori deberían responder con agilidad frente a la realidad de una vida nómada. Pero más allá de una función escuetamente crítica frente a las estructuras establecidas, la dimensión política del gesto de María Papadimitriou reside básicamente en la utilización misma de la comunicación emotiva como agente productivo. [M.P.]
1 Para un resumen de todo el proyecto, véase M. Papadimitriou, T.A.M.A. futura. Atenas, 2004
NATHALIE KERTESZ / ZE’EV MAOR
Orientation, 2005
Natalie Kertesz y Ze’ev Maor desarrollaran en 2004 el proyecto Citizen, una serie de acciones en las ciudades de Barcelona, Jerusalén y Jaffa/Tel Aviv, en las que sus propios desplazamientos eran utilizados como un método de trabajo para encontrar en los territorios explorados aquellas dinámicas, situaciones o pequeños detalles reveladores de la in-formalidad que late en todos los lugares. De lo que se trataba era de poner al descubierto que siempre hay procesos abiertos, la mayoría de las veces minúsculos o de visibilidad no inmediata, que transforman constantemente los espacios habitados, ya sea por las marcas sutiles de pequeñas realidades cotidianas o, como se plantea en Orientation, a causa de poderosas convulsiones políticas. En efecto, este trabajo, en primer lugar, es una simple constatación topográfica que, naturalmente, una vez experimentada, obliga a ser leída en clave política: una salida en automóvil desde Tel Aviv en dirección Este queda obstaculizada por el muro sionista. La doméstica roadmovie que registraba un desplazamiento absolutamente neutral (nada sabemos de si se trata del inicio de un esperado week end, de una salida laboral o, más importante todavía, tampoco hay ninguna noticia explícita sobre la filiación política de los ocupantes del automóvil) tropieza con un desolador y desordenado escenario de hormigoneras y alambres con los que se va levantando el muro que ciega el paisaje. Esta es la primera constatación que emana de Orientation, una inofensiva salida queda ahogada por la impostación de una pared gigantesca que impide el paso en la dirección de salida más natural desde Tel Aviv. En la misma decisión de utilizar el desplazamiento como mecanismo para la experimentación del territorio, está contenida la posibilidad de que la deriva quede frenada por obstáculos naturales o por imprevistos procedentes de la naturaleza política del paisaje, y es especialmente esta segunda posibilidad la que convierte al territorio en un perpetuo tablero informe, sobre el que la vida cotidiana –el ejercicio político de la ciudadanía– o las poderosas Razones de Estado determinan su constante re-estructuración.
El muro que divide Israel de Cisjordania es hoy el ejemplo más aplastante de la importancia con la que los estados gestionan la movilidad. El pretexto de la seguridad impide una libre circulación por el territorio, fracturando relaciones y hábitos cotidianos; pero este mismo impedimento del amenazante flujo de palestinos hacia tierras israelíes, también produce una especie de efecto rebote por el cual el Estado de Israel queda encerrado entre el mar y el muro (por ello la ultraderecha inicialmente contempló esta obra con reservas ya que impide la culminación de sus expectativas de un Gran Israel). La omnipresencia de este Borderline es una realidad física que determina, aunque en grados bien distintos, la movilidad que pudiera desarrollarse a ambos lados del muro. No es posible trazar un mapa para poner en orden un estado de cosas sin que esta misma operación promueva un desorden expansivo en todas direcciones.
Junto al registro videográfico de este desplazamiento, Nathalie y Ze’ev han levantado una réplica de la frontera: millares de pósteres que reproducen a escala 1:1 un pedazo de muro se apilan junto al monitor. Sin embargo, en esta ocasión, el muro puede ir desapareciendo paulatinamente a medida que el público se vaya apoderando de un ejemplar. De nuevo es la acción diminuta, de escala humana, la que puede modificar las cosas, incluso aquellas levantadas con soberbia y con aparatosa maquinaria. [M.P.]
ALEX CAMPOY
Boomerang, 2004
En el capítulo que hemos titulado Borderline nos habíamos propuesto centrar nuestra atención en lo que llamábamos movilidad forzada o, en su lugar, movilidad obstaculizada o impedida; en ambos casos por motivos de orden político, siempre al acecho para hacerse con el comando regulador de los flujos. Con el trabajo de Alex Campoy tenemos la posibilidad de señalar un último anexo a ese especie de divorcio entre movilidad y deseo: la realidad de los movimientos involuntarios y la existencia de barreras –ahora más civiles que físicas– que también se producen en el interior de unas demarcaciones sociales supuestamente establecidas, ya sean estas ciudades o estados. En efecto, dentro de la fortaleza se producen muchos ejemplos de movilidad obligada. La primera y más elemental, es la que está representada por la multitud de residentes suburbanos de la edge city, la ciudad que ha lanzado hacía numerosas y lejanas periferias a buena parte de sus ciudadanos, obligándolos a un constante desplazamiento para satisfacer tanto sus obligaciones como sus deseos. Pero junto a este gentío indígena en constante movimiento teledirigido, hay que sumarle la vigilante fiscalización de los movimientos protagonizados por los intrusos, por aquellos que, de forma legal o no, sortearon los primeros obstáculos y conviven con nosotros en nuestro territorio.
Boomerang reproduce una secuencia habitual en las calles de Madrid. Numerosos vendedores callejeros intentan ofrecer sus productos en un estado de vigilia continua para evitar que la mercancía –top manta o cualquier otra– sea requisada por la policía. Con este realidad como trasfondo, en el video se escenifica con exactitud una especie de truque de papeles: mientras en primera instancia son los transeúntes quienes se mueven alrededor de la mercancía (shopping dance), con la llegada inminente de la policía, son los vendedores ilegales quiénes, a toda prisa, recogen sus enseres e intentan escapar de la situación. Corren porque no hacen lo debido… o, más atinado, porque no están donde deberían; esta es la verdadera cuestión. Efectivamente, la veloz transformación de las ciudades contemporáneas se debe también, más allá de procesos de maquillaje y homogeneización, al impacto producido por los flujos de inmigrantes frente a los cuales se instala una verdadera red obstáculos que les impide, con mayor dificultad que cualquier otro colectivo, acceder a recursos elementales (vivienda, empleo, carta de residencia…). Como se ha señalado en numerosas ocasiones, hemos confundido la idea de una posible fusión cívica por una estrecha tolerancia, una indiferencia con la diferencia para un simple coexistir pacifico. 1 El resultado de esta falsa e hipócrita hospitalidad es, naturalmente, el conflicto; y el espacio conflictivo, por fortuna, es un lugar donde en la pugna por conseguir una posición todo se mueve incesantemente. [M.P.]
1 Un excelente resumen de la cuestión puede verse en E. Gil Calvo. “Indiferencia civil y diferencias urbanas”. El País, 20 de abril de 2003