Núria Güell. Crimen y castigo, 2017.
En junio de 2017 la artista Núria Güell fue invitada a impartir unas charlas sobre “arte político” en el Centro Cultural de España en San José de Costa Rica. A diferencia de otras invitaciones desde tantas otras partes del mundo, en las que la estadía en cuestión contemplaba la producción de un nuevo trabajo, en esta ocasión solo se trataba de animar unos encuentros para platicar y compartir ideas en torno al activismo político y las prácticas artísticas. La trayectoria de Núria Güell avalaba sin ninguna duda la oportunidad de la convocatoria. El éxito del encuentro estaba asegurado de antemano: distintos agentes del mundo del arte contemporáneo en el contexto tico tendrían la oportunidad de dar rienda suelta a sus consideraciones sobre el artivismo con una interlocutora sancionada de forma unánime por la esfera del arte. Sin embargo, a pesar de la placidez garantizada que ofrecía este contexto un tanto autocomplaciente, el encuentro se cerró mediante un desvío ideado para clamar aquello de que las ideas dominantes ya no son las propias de la clase materialmente dominante . En efecto, durante el evento de clausura de la residencia y para mayor sorpresa de los invitados, irrumpieron en la fiesta distintos grupos de presidiarios para amenizar la velada con unas coloridas coreografías de baile. Los números musicales no estaban improvisados ni formaban parte de una original estrategia de fuga. Mucho más banal : se trataba de grupos de presos inscritos a programas penitenciarios de reinserción mediante “actividades y talleres culturales”. Todo en orden. Sólo se trataba de un sorpresa pensada y organizada por parte de la artista para cerrar el encuentro sobre arte político. En esa situación, la colectividad artística, entre vinos y sonrisas ad hoc, no podía más que celebrar y aplaudir la iniciativa. Pero ¿qué iniciativa era en realidad la que producía ese beneplácito general?; ¿la ocurrencia de la artista que permitía cerrar el taller con una ilustración adecuada al guión?; ¿la política gubernamental que certificaba su apuesta por la cultura como herramienta de reinserción?; o todavía más complejo, ¿la inmediatez con la que se encarnaba la paradoja entre un ideario estético determinado y su correlato en el mundo real incapaz de trascender sus expectativas más allá de una velada de comunión artificial?
Los interrogantes que podrían proyectarse sobre Crimen y castigo son numerosas. Entre ellos, incluso cabría preguntarse de forma legítima si nos hallamos frente a un proyecto artístico o, por el contrario, sólo se trata del documento que certifica, ya no una acción, sino una situación. Poco importa; o mucho. Esta es la cuestión. Si nos ahondamos en esta tesitura de problemas, se supone que hemos de ser capaces de hilvanar ideas brillantes y ricas en matices sobre la dimensión y eficacia política del arte, hasta tal grado de excelencia que incluso podríamos ser los invitados a una reedición del encuentro; en su lugar y por el contrario, si nos ahorramos ese tipo de debates sectoriales, la realidad de la situación generada durante la velada conserva toda su tensión esencial sin oscurecerse a la sombra de veleidades retóricas al imponerse la presencia de unos cuerpos en reinserción. La situación creada está entonces condenada a mantener siempre abierto un reverso que comporta un severo revés a cualquiera que sea la primera clave de interpretación que nos propongamos. Hay vuelta atrás porqué no hay vuelta atrás. Las ideas dominantes – el discurso afín a lo políticamente correcto- pueden ser inequívocamente incorrectas porque permanecen encerradas en este circulo que para nada altera los intereses reales de la clase dominante.