AAVV. Chillán. Paisaje Moderno. Territorios en transformación. CEESantiago. Santiago de Chile, 2019. pp.18-24.
1.
Hay un tácito consenso según el cual, en nuestros días, es imprescindible recordar. Sin embargo, de un modo paradójico, también hay indicios claros de que recordamos demasiado y mal. Parece que nadie acierta a calibrar con precisión el perímetro adecuado de nuestra mirada retrospectiva ni los objetos de su atención. El pasado permanece ahí, dispuesto a ser revisado de algún modo efectivo; pero solo somos capaces de gestionar una aproximación de carácter acumulativo con tanta estrechez de miras como exceso de carga. Todo lo anterior parece susceptible de conservación y se acumula sobre nuestra espalda de un modo bruto e impreciso. La memoria se ha convertido en la mera obligación de cargar con el mundo a cuestas. Para acertar a explicar las causas de esta situación hay que considerar muchos ingredientes distintos y en combinación compleja; sin embargo, el núcleo del problema puede resumirse en una simple constatación: la pérdida de historicidad.
La historicidad consiste en una manera de articular las relaciones entre pasado, presente y futuro, de tal modo que el tiempo quede ordenado y así se permita al presente reconocerse en el interior de una trama de sentido[1]. La historicidad puede trazar distintas formas del tiempo, ya sea un diseño circular, lineal o zigzagueante. En cualquiera de estas geometrías el presente no está aislado, sino que es un punto que pertenece a una forma que lo sobrepasa. A pesar de esta pluralidad de soluciones formales, dónde mejor se comprende lo que ahora llamamos historicidad es en el marco de la convencional concepción lineal del tiempo. En efecto, en la misma medida que el tiempo lineal es insensato por su naturaleza edípica – cada presente nace como homicida que condena al presente anterior a convertirse en mero pasado – también conserva por ello mismo un carácter prometedor – cada presente será a su vez reemplazado por el destello de un presente nuevo y ocasionalmente vigoroso -. La modernidad consistió en la más explícita celebración de esta lógica. Ya fuera proclamando las excelencias de la idea de progreso cuando confiaba en un proceso continuado , o expresando su furia contra la tradición cuando apostaba por las disrupciones violentas[2]; en cualquier caso, la modernidad se aventuró a imaginar el porvenir gracias a su historicidad; es decir, gracias a su autoconfianza como agente activo capaz de dejar atrás al pasado y avanzar hacía algún horizonte adelante. No es este el lugar para hacer balance de las osadías con las que distintos relatos modernos imaginaron dispares y disparatados futuros. Lo bello y lo siniestro avanzaron a menudo de la mano. Lo que nos interesa ahora es apelar a ese enorme margen de maniobra con el que operaba la modernidad para acentuar el contraste con nuestros días. Hoy ya no queda rastro de aquella historicidad puesto que nadie sabe si esa línea del tiempo histórico jamás existió y solo era una ficción ilustrada (la ilusión de un progreso interminable) o, por el contrario y sin ponerla en duda, solo ha ocurrido que esa misma línea del tiempo alcanzó ya su extremo definitivo con el advenimiento del capitalismo totalizante y, en consecuencia, se detuvo para siempre . La primera perspectiva – propia de la denominada postmodernidad – nos dejó abandonados, fuera de cualquier tiempo lineal que, hasta entonces, sujetaba al sujeto en el interior de un relato determinado, ya fuera de orden ideológico, teológico o materialista. La historia, dijeron los postmodernos, no avanza bajo ninguno de estos códigos sino que, por el contrario, no es más que una sucesión de tentativas fallidas para dar con el sentido de un mundo que, en última instancia, se ha revelado totalmente idiota[3]. En consecuencia, continuaban argumentando, la única experiencia temporal posible consiste en aplicarse en distraer al presente de su intrínseca idiotez. La segunda perspectiva, más tajante y triunfante y hoy en pleno auge, asegura que la historia culminó su tarea gracias al despliegue del capital; así que, el resto de tiempo disponible, ha concentrarse exclusivamente en dos propósitos: idear las estrategias necesarias para hacer sostenible este final – perpetuar el presente – y desarrollar los avances necesarios para incrementar el placer de haberlo alcanzado[4] . En cualquier caso, mediante la narración postmoderna o la narración neoliberal, se impone por igual una conclusión taxativa: la historia ha finiquitado y lo que queda por hacer es nada o – para quien no quiera quedar definitivamente excluido – desarrollar la mejoría infinita de lo mismo gracias a la biología y la informática. El presente se impone con absoluta soberanía puesto que, ni es necesario mirar atrás para tomar el empuje hacía un adelante desconocido, ni es necesario rumiar un futuro ajeno a la mera eternización mejorada del presente.
La consecuencia de la suspensión crónica de la historicidad es un presentismo que se demuestra incapaz de gestionar tanto su relación con el futuro como con el pasado. Pero así como al futuro ya nadie lo espera – como no sea en estado de criogénesis para que en él vuelva a encarnarse el presente – con el pasado sucede lo contrario: al no saber que hacer con él, aparece como pasado puro, como una enorme magnitud de tiempo frente a la que, incapaces de establecer una relación determinada de sentido, solo podemos acumularla entera, de forma insensata, sobre las espaldas hercúleas del presente. El presentismo comporta esta paradoja puesto que la orfandad de historicidad conlleva un exceso de pasado, convertido en una suerte de almacén heterogéneo en el que la historia se amontona. Así es como recordamos tanto y tan mal.
La acumulación de pasado que padece nuestro tiempo se traduce de los modos más disparatados. Si optamos por expresarlo del modo más banal e inmediato, solo es necesario apelar a los cuantiosos archivos de imágenes que se acumulan en nuestros celulares y ordenadores, a la espera de una hermenéutica que nunca llega. Cualquier acontecimiento, paisaje o encuentro es objeto de un registro sin fin que se acumula en el interior de una mera capacidad de memoria reducida a su condición de prestación tecnológica. Desde una perspectiva más elaborada, el exceso de pasado ha derivado, al menos, en tres derivas distintas: la eclosión estética de una pulsión museográfica, el despliegue confuso de legislaciones sobre la memoria y el patrimonio y, finalmente, en una clave de epistemología heterodoxa, mediante lo que se ha denominado como saber de archivo. Cada una de estas derivas merece un breve comentario.
La fiebre museográfica se desarrolla por doquier. En cualquier parte aparecen nuevos museos dedicados a cualquier cosa que padezca el síndrome de la in-actualidad. No importa ni hay distinción real entre el hallazgo de un yacimiento arqueológico, la evidente extinción de un oficio tradicional o la colección de botijos que un vecino de la comunidad atesoró con ahínco durante una vida. Todo puede ser sometido a una gestión museal siempre que responda a una inequívoca condición de pasado. Esta pulsión museográfica es la prueba más aplastante de la pobreza y desorientación del presente que, absolutamente atemorizado de su banalidad, acumula lo inactual a la espera de que pueda ofrecerle alguna orientación sin percatarse que el acopio ingente de pasado solo puede acrecentar el colapso del sentido que ya padece el presente. La proliferación planetaria de museos no garantiza una relación meditada y selectiva con el pasado en función de los intereses del presente que, a su vez, aseguraría una función proyectiva hacía el futuro. Por el contrario, el museo expandido de todo y por todas partes, por su misma envergadura y a-criticidad solo expone la soledad del presente.
En paralelo a la deriva estética que museiza el pasado entero; desde la esfera del derecho y la actuación legislativa también pueden detectarse evidencias claras de la comprensión del pasado como carga . Por un lado, se vienen desarrollando actualizaciones de la noción de patrimonio que no pueden esconder el bucle al que está sometido la definición de cualquier conjunto de bienes. En efecto, antes de que cada ley de patrimonio en cuestión pueda ser revisada en los tiempos que exige la burocracia política y los protocolos administrativos, ya han surgido nuevas demandas conservacionistas que esperan la siguiente actualización reglamentaria para ingresar en el mismo catálogo patrimonial. El valor histórico y el valor artístico son nociones de origen ilustrado que obedecían a un determinado e interesado uso del pasado; a medida que se ha pretendido otorgar cientificidad a estos mismos valores, ocultando que siempre responden a parámetros ideológicos, no hay más remedio que aceptar que cualquier anterioridad es susceptible de ser conservada. Mientras la legislación sobre el patrimonio no acepte como estructural esta condición de estrés que imposibilita su cierre, siempre padecerá la acusación de un retraso. Junto a las periódicas exigencias de actualización de los regímenes patrimoniales, en estas últimas décadas también hemos asistido a la proliferación de distintas variantes del epígrafe “ley de memoria”. Es evidente que en la mayoría de casos el gesto obedece a la necesidad de reparar heridas que se mantienen abiertas sobre el cuerpo social de la comunidad, pero hay que reconocer que responden a un mero deber de memoria con carácter profiláctico. La memoria histórica, en sus gestiones legislativas, siempre es un pacto mediante el que se intenta garantizar la capacidad de cargar con el pasado distribuyendo su peso sobre distintos portadores. En esta perspectiva, las leyes de memoria no garantizan tanto historicidad – construir una determinada comprensión del pasado capaz de orientar al presente – como distribuyen una responsabilidad indigesta.
La tradición es una entrega (tradere), una transmisión de los ecos del pasado que aspiran a transferirse para conducirnos en el tiempo, de tal manera que cualquier presente disfrute, al menos, de un sentido garantizado: atesorar lo recibido y asumir la decisión de resolver qué tipo de gestión merece esa dote en relación al futuro. En la lógica de la transmisión, en consecuencia, caben todas las posibilidades para experimentar un presente cargado de historicidad : concebirlo como mera continuidad de lo transmitido, concebirlo como la tarea de actualizar lo recibido o, naturalmente, concebirlo bajo el imperativo de zanjar cualquier tipo de vínculo con esa misma herencia para fundar algo absolutamente nuevo. El mandamiento moderno considera que cuanto más radical sea el gesto de abandono de la tradición, más efectivas serán las fuerzas creativas que se liberen[5] ; es decir, la creatividad moderna no surge ex nihilo, sino de su fuerza de renuncia. Hay distintos ejemplos. Así como las vanguardias artísticas aspiraban a dinamitar el retrovisor, ese mismo espíritu moderno ya se venía atizando en el pensamiento político desde las revoluciones del siglo XVIII y hasta el estalinismo y su obra de arte total(itaria)[6]. En el interior de ambas dinámicas domina la fuerza de negación de la descendencia como auténtica garantía de novedad estética o política: instaurar una suerte de punto cero erigido como corte de la transmisión; en otras palabras, sin pasado a refutar no hay línea de flotación para lo verdaderamente moderno. La prueba definitiva de que la modernidad conserva historicidad a pesar de lidiar negativamente con la transmisión, es su encantamiento con la idea de lo nuevo. Lo nuevo moderno es aquello que queda abierto en el reconocimiento de la no verdad de lo viejo. Es decir, la ley de la revolución permanente – ya sea en clave dadaísta o trotskista – ha de ser interpretada, ya no como una mera negación del tiempo histórico, sino como el borrado constante de su misma linealidad. El resultado de esta lógica es que la magnitud de la quema de lo que queda atrás es simétrica respecto a la magnitud del espacio novedoso que se abre por delante. Hay línea del tiempo en la medida que esa misma línea es objeto de un borrado; más llanamente, hay futuro gracias a la aniquilación del pasado y, ese futuro, es en propiedad la región de lo nuevo. Lo nuevo es entonces aquel presente que siempre comienza; el punto de negación de la transmisión que incluso puede hacerse extrema : renegar de cualquier herencia así como obstaculizar la posibilidad de cualquier descendencia. Lo nuevo es así un agujero negro, capaz de perfilar una provincia solitaria que, en verdad inscribe una anomalía, pero sobre las cenizas de los mapas de la transmisión. Boris Groys ha explicado con precisión las paradojas que atraviesan esta apuesta radical por lo nuevo: surge en la medida que rompe la continuidad, pero esta misma ruptura conforma el último episodio de todo aquello que la propia conciencia de historicidad aspira a catalogar y almacenar[7]. La consecuencia de este límite es la cultura de archivo. En efecto, cuando la novedad es reconocida como tal y catalogada por esta misma condición, el pasado entero – lo viejo- pierde sentido propio y se convierte en el mero archivo que ahora engulle lo nuevo para mezclarlo con todo lo anterior. La consecuencia de esta declinación de la historicidad en archivo es el punto cero en la producción de conocimiento. Frente al archivo ya no hay ninguna regla de transmisión que decida ningún determinado grado de relación con el pasado y, en su lugar, se impone la lógica manierista de la simple variación. El archivo es el pasado amontonado cual stock de fragmentos dispersos y heterogéneos, del que se toman determinados prestamos con el objetivo de producir un simple grado de variación que permita ser reconocido como interesante por el propio archivo. La economía del sentido queda así encerrada en un círculo ensimismado que convierte a lo nuevo en post-utópico e inútil. Bajo la apología del archivo llevamos mucho tiempo conformándonos en decir siempre lo mismo solo que de distintas maneras.
En definitiva, recordamos tanto y tan mal. Un exceso de pasado nos atraviesa y no disponemos de protocolos para discernir que pasados nos interesan y por qué razón. Según lo planteado hasta aquí, lidiar con esta situación obliga a restablecer algún régimen de historicidad que permita filtrar nuestra atención al pasado en función de su capacidad de alentar futuros. La potencia de futuro viene de atrás; así que es imperativo elegir el pasado que nos concierne en lugar de aplicarnos en una mera excavación en bruto que lo colecciona y amontona todo. Al decir de Andreas Huyssen se impone ejercitarnos en una arqueología de futuro[8], una selectiva aproximación al pasado que nos permita una vinculación con aquella in-actualidad que, a pesar de ello, todavía prometa un adelante. En esta perspectiva, cargada con la potencia del anacronismo, pueden formularse dos alternativas distintas: atender al pasado para dar con aquello que todavía no ha sucedido o, en su lugar, para reconocer entre todo lo anterior aquello que todavía sucede . No se trata de fórmulas retóricas, sino de filtros que nos ayuden a ponderar nuestra aproximación al pasado sin necesidad de cargar con su totalidad. En efecto, el pasado está repleto de ensoñaciones no cumplidas, huellas anticipatorias[9] que, aún que aparezcan como pasadas, todavía no han sido consumadas. Es fácil comprender que esta suerte de futuros abandonados configuran siempre, aunque con distintas tonalidades, el eco de todas las narraciones vencidas. A su vez -bajo la estela de Walter Benjamin[10]-, por esa misma vigencia del todavía no, hay una fuerza en el pasado que todavía sucede en la medida que aún late en el horizonte del presente a la espera de ser redimido. Mediante este tipo de herramientas, no solo se hace factible rehabilitar un determinado régimen de historicidad, sino que incluso podría permitirnos retomar la atrevida idea que interpreta la modernidad como un proyecto inacabado.
2.
Un patrimonio arquitectónico moderno como el que representan los conjuntos habitacionales de Chillán, puede someterse a las consecuencias del presentismo en una doble dirección. Por una parte – y esta es la dinámica más plausible – las exigencias de un rédito inmediato desde la lógica del capital especulativo, impondrían una estrategia mediada por la demolición. Los intereses a corto plazo no van a perder demasiado tiempo en evaluar los intangibles de un patrimonio material envejecido que ocupa demasiado valor suelo. De otra parte – y como consecuencia de aquel exceso de pasado que ya hemos señalado como acompaña al presentismo – ese mismo patrimonio de arquitectura moderna, en el mejor de los casos, podría ser objeto de una política conservacionista que, aunque pudiera agradar a historiadores y autoridades académicas, lo más probable es que se resolviera de forma torpe, apuntando hacia una mera museización. En esta última perspectiva cabe recordar que la célebre noción de “lugares de memoria” que acuñó Pierre Nora[11] , más allá de los problemas derivados de la intrínseca turistización del pasado que pueda favorecer, en realidad es un concepto coetáneo al de “no-lugar” con el que Marc Augé describía la perdida de carácter identitario de los espacios contemporáneos[12]. En otras palabras, un “lugar de memoria” pudiera no representar otra cosa que la más explícita conciencia de la aceleración con la que la memoria desaparece con la consiguiente urgencia de localizarla como última alternativa. En definitiva, aunque estamos lejos de sugerir que no haya diferencia alguna entre demoler o levantar un parque temático, ambas estrategias padecen la misma miopía: cancelan el pasado, ya sea mediante un borrado o por acumulación. En su lugar, el verdadero reto consiste en comprender ese patrimonio, no como vestigio, sino como un pasado presente, un legado susceptible de facilitar una determinada operación de transmisión capaz de aunar las expectativas del pasado con las exigencias del presente. Esta reconstrucción de historicidad, en un sentido pleno, es perfectamente factible en contextos como Chillán, en la medida que los conjuntos habitacionales modernos, lejos de ser una ruina abandonada, son complejos en uso y sujetos a la vitalidad de las dinámicas de la cotidianeidad. En Chillán, el programa de la arquitectura moderna no es un objeto del pasado que ha de ser borrado o conservado, sino que subsiste como un pasado que todavía permanece anclado sobre el horizonte del presente, a la espera de que aquel futuro que prometía pudiera consumarse.
En 1980 Jurgen Habermas pronunció la conferencia “La Modernidad, un proyecto inacabado”[13], por entonces muy discutida pero que hoy parece irreversiblemente olvidada. El argumento de Habermas puede sintetizarse de la siguiente manera: el proyecto moderno cumplió con su primera fase, aquella en la que el conocimiento se especializó y se encerró en las estructuras institucionales especificas para cada uno de los saberes con el objetivo de custodiarlos; sin embargo, queda por cumplir la segunda fase el programa, aquella en la que la esfera institucional administre el retorno del conocimiento a la esfera pública para que, en el interior de los mundos de vida, se supere aquella especialización y los saberes trasciendan su autonomía para orientar el sentido y fundar una eficaz acción comunicativa. La reflexión cayó muy rápidamente en saco roto a pesar de lo pertinente de su planteamiento. La función de la esfera institucional – ya se trate de instituciones políticas, jurídicas, científicas o culturales – no puede consistir en un acopio segmentado y estático de saberes y de valores – qué definición damos a lo bueno, lo justo, lo verdadero y lo bello – si esta operación no va acompañada de una gestión adecuada para el retorno de este cuerpo de conocimientos al espacio público donde deberán contrastarse, mezclarse y actualizarse permanentemente. El no cumplimiento de esta segunda fase del ideario moderno es una de las causas de la actual y generalizada crisis institucional (condensada en la proclama No nos representan ); así como el trasfondo que ha reducido la cultura actual a una crítica de la cultura, sectaria, autoreferencial y solo capaz de desplazar información de una plataforma cultural a otra, sin la potencia de producir nada nuevo ni de afectar a la vida real. En otras palabras, persiste la posibilidad de articular una crítica de la modernidad que no consista en negar sus conquistas ni en momificar su producción como patrimonio museizado. Allá donde el pasado moderno todavía cobija mundos de vida, siguiendo la fórmula habermasiana, la misma modernidad podría completarse. No estamos sugiriendo que en Chillán deban imaginarse los mecanismos para que la vida pública se adecue a los ideales del urbanismo racionalista. No se trata de plegarse en una suerte de retrotopía que idealiza ciegamente un programa del pasado; sino de desarrollar, acorde con las exigencias del presente, todo aquello que todavía sucede de aquel programa pasado. Desarrollar ese futuro pasado consiste en activar procesos de deliberación y participación colectiva en la toma de decisiones, que permitan convertir el patrimonio habitacional de Chillán, no en un objeto patrimonial acallado, sino en un efectivo marco social de memoria[14]. Las instituciones políticas y académicas han de limitarse a acompañar a la comunidad – administrar el retorno del valor – en ese complejo proceso mediante el cual ha de discernirse todo lo que la concierne frente a ese patrimonio común. Un marco social de memoria es aquel en el que un patrimonio del pasado es identificado por la comunidad como propio en la medida que ayuda a sustentar las condiciones que definen su presente y, por ende, legan esa misma convicción a la generación futura. Lo único que es imperativo conservar es esta premisa como garante de historicidad.
[1] François Hartog . Regímenes de historicidad.: presentismo y experiencias del tiempo. Universidad Iberoamericana. México, 2007.
[2] Peter Sloterdijk. Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Siruela. Madrid, 2010.
[3] Aunque Clément Rosset no puede inscribirse, ni mucho menos, en la ortodoxia del pensamiento postmoderno, su diagnóstico sobre el mundo idiota, en tanto que no responde a ninguna lógica, ha de ser interpretada en el contexto de todos los derrumbes promovidos por la postmodernidad. (Véase. C.Rosset. Lo real. Tratado de la idiotez. Pre-Textos. Valencia, 2004).
[4] La inminente “historia del mañana,” según parece, garantiza el advenimiento de la felicidad, la inmortalidad y la divinidad (Yuval Noah Harari. Homo Deus. Breve historia del mañana. Debate. Barcelona, 2016)
[5] “En el proceso de mundo tras el hiato [antigenealógico] se liberan continuamente más energías de las que podrían acoplarse bajo formas de civilización capaz de transmitirse” (Peter Sloterdijk. Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad. Siruela. Madrid, 2015.)
[6] Boris Groys. Obra de arte total. Stalin. Pre-Textos. Valencia, 2008.
[7] Boris Groys. Sobre lo nuevo: ensayo de una economía cultural. Pre-Textos. Valencia, 2005.
[8] Andreas Huyssen. En busca del futuro perdido: Cultura y Memoria en tiempos de Globalización. Fondo de Cultura Económica. México, 2002.
[9] Ernst Bloch. El principio esperanza (1). Trotta. Madrid, 2007. pp. 148-ss
[10] La controvertida interpretación de la historia de Benjamin, a pesar de estar diseminada en numerosos textos, queda perfectamente expresada en sus célebres Tesis de filosofía de la historia. (Walter Benjamin. Discursos interrumpidos I. Taurus. Madrid, 1982. pp. 175-ss.
[11] Pierre Nora. Les lieux de mémoire. Gallimard. Paris, 1984-1992.
[12] Marc Augé. Los no lugares. Espacios del anonimato. Gedisa. Barcelona, 1993.
[13] Puede consultarse en Hal Foster (ed). La posmodernidad. Kairós. Madrid, 1988.
[14] Maurice Halbwachs . Los marcos sociales de la memoria. Anthropos. Barcelona, 2004.