Canal. Cuadernos de Estudios Visuales y Mediales. 2/3. Universidad de Chile. 2019.
El Fin es más una ideología que un axioma derivado del Antropoceno; un relato hilvanado para justificar la sumisión al actual estado de pobreza y para anclarnos en el presente sin expectativas de transformación. Pero, por esa misma condición discursiva, la ideología del fin no puede substraerse de su naturaleza paradójica. Baudrillard lo expuso con nitidez cristalina: “Todo el problema del discurso sobre el fin (el fin de la historia en particular) estriba en tener que hablar al mismo tiempo del más allá del fin y de la imposibilidad de acabar por fin. Esta paradoja resulta del hecho que en un espacio no lineal, en un espacio no euclidiano de la historia, el fin es ilocalizable[1]. Es inapelable. Si en verdad los últimos días nos acecharan – y cabe recordar que la ideología apocalíptica escenifica muy a menudo esta ficción al modo de tesitura idónea para reconciliarnos con lo que hay – solo nos inquietaría la posibilidad de anticipar el final para, al menos, adueñarnos de el. Si el fin fuera en efecto cercano, el silencio crecería y sucede lo contrario. El discurso del fin solo puede sostenerse manteniéndose abierto, como si se tratara de una proclama que quedó encallada en su propia enunciación. La reflexión de Baudrillard nos revela las distintas líneas de fuga mediante las cuales el discurso del fin habla y crece hasta la estridencia. En primer lugar hay que destacar aquello que confiere al relato apocalíptico su núcleo ideológico: la intrínseca suspensión de la historia como señal inequívoca de la presunta proximidad del fin. En otras palabras, la ideología del fin no está tan interesada en esquivar el supuesto desenlace, como en sentenciar de forma interesada la cancelación del tiempo histórico en la medida que, de quedar abierto, podría alimentar la esperanza de mundos distintos. La ideología del fin no es, en este aspecto, sino el mero reverso de la negación de la historicidad; en consecuencia, parece pertinente que nos apliquemos, en primer lugar, en reconstruir lo que conlleva esta pérdida. Segunda derivada: en la medida que el fin, en realidad, solo es el fin de la historia y, en consecuencia, habrá un tiempo más allá del tiempo, es menester avanzar el modo de concebirlo para garantizarse un buen gobierno de este tiempo post-histórico. El resultado de esta exigencia, como veremos, es lo que hoy aviva las ensoñaciones de una condición post-humana que constituye una suerte de falso futuro; un excedente de futuro constituido por la mera exageración del presente en la medida que ya no tiene nada que ver con el devenir histórico sino con la conquista de la inmortalidad . Tercera fuga: en la misma medida que el fin no se produce y el tiempo siguiente al fin no llegó todavía, la ideología del fin también está obligada a responder como podríamos ocuparnos en esta compleja situación de impasse. En este punto es donde se alimentan los excedentes de presente y de pasado con los que se pretende que permanezcamos distraídos.
Historicidad. Abandonado el pensamiento mítico, capaz de pensar el tiempo como retorno y con una estructura circular, el tiempo solo pudo hacerse histórico adoptando una estructura lineal. Poco importa que esta linealidad, en clave cristiana, deba conducirnos en peregrinación hacia el Juicio Final o, en su lugar, que la línea del tiempo inyecte sobre la libertad individual la única responsabilidad de avanzar adecuadamente para la consecución de ideales seculares. En ambos casos, el continuum histórico suelda la relación entre el pasado y el porvenir y regala al presente su significado en calidad de episodio necesario de una transición.
En un tiempo lineal, el presente, en tanto que situación de tránsito, siempre lleva consigo un sentido; incluso cuando el valor del presente pueda interpretarse como muy circunstancial y poco llevadero; tal y como sucede, por ejemplo, con la idea del sacrificio revolucionario: todavía alejado del horizonte que persigue, pero imprescindible para que se haga próximo. En cualquier caso, con independencia del tipo de narración que interprete la linealidad del tiempo, siempre se concede al presente la significación específica de ser un episodio funcional, cargado de valor en calidad de momento necesario de la transición hacía alguna suerte de destino. Este tipo de densidad característica del presente inserto en un tiempo lineal es lo que funda su historicidad : un modo específico de articular las relaciones entre pasado, presente y futuro de manera que, en cualquiera de sus formulaciones, el presente de la experiencia sabe decir, ordenar y dotar de sentido al tiempo en el que se inscribe[2]. Sea cual sea el régimen de historicidad dominante, siempre permite ordenar y dar sentido al tiempo en una dirección u otra. Así, aquél siglo XIX que era escéptico frente a las promesas de la modernidad se hizo historicista por su añoranza del pasado, mientras que el siglo XX fue futurista , en términos generales, por sus múltiples ensoñaciones sobre el porvenir. En cualquier circunstancia, el hoy, en el interior de un modelo de historicidad, siempre conduce hacía algún lugar. El presente, en el marco que le concede la historicidad, siempre da noticias de alguna parte por regresiva o utópica que pueda parecer[3]. El silencio del tiempo, incapaz de notificar nada,, como veremos más adelante, se produce cuando el presente se exilia de toda historicidad, se hace soberano y queda despojado de cualquier tipo de transición. La transitoriedad del presente, en consecuencia, ha de concebirse como una condición de posibilidad de la historicidad; por la misma regla, si el presente carece de naturaleza transitoria y se cronifica, será incapaz de alentar ninguna historicidad en la que se pueda inscribir nuestra experiencia, condenándola al sinsentido de su contingencia.
Por otra parte, un régimen de historicidad, gracias a su específica propuesta de ordenación del tiempo, tiene además la virtud de delatar también las estructuras de la subjetividad y los modelos de organización social que subyacen en él. Efectivamente, el patrón de historicidad es lo que define el lugar del sujeto y su función social en el interior de un determinado modelo del curso del tiempo. Si se concibe el tiempo histórico como una dinámica de recuperación de paraísos perdidos (la pureza primitiva, el genuino espíritu de la nación,…) o, por el contrario, el mismo tiempo histórico ha de servir para avanzar hacía un objetivo todavía no alcanzado (la redención en cualquiera de sus formatos, el transhumanismo que superará la naturaleza como destino,…) el sujeto individual deberá hilvanar de maneras muy distintas su depósito de recuerdos y su agenda de deseos y, a su vez, el cuerpo social deberá actuar y organizarse en consecuencia con esas mismas expectativas, ya sean de orden retrógrado o prospectivo, que afectan a cada uno de sus individuos. Por así decirlo, a un régimen de historicidad conservador le corresponde un sujeto melancólico y unas instituciones museográficas; mientras que a un régimen futurista le corresponde un sujeto creativo y unas instituciones cientifistas. Por esta razón, cuando la trama de tiempo que concede historicidad desaparece y quedamos fuera de cualquier historia, la brecha que queda abierta entre el presente y el abismo del tiempo se convierte en una cuestión “de importancia política”[4] en la medida que se esfuman por igual la memoria de lo maldito y la atracción por lo bendito. Es el triunfo de la amoralidad del tiempo real, incapaz por igual de destilar valor y de fundar expectativas. Para que no se produzca este vacío y se pueda experimentar el tiempo en el interior de algún devenir histórico que nos oriente, para conservar historicidad, es pues imprescindible lidiar con la tradición y pronunciarse respecto a su transmisión.
La tradición es una entrega (tradere), una transmisión de los ecos del pasado que aspiran a transferirse para conducirnos en el tiempo, de tal manera que cualquier presente disfrute, al menos, de un sentido garantizado: atesorar lo recibido y asumir la decisión de resolver qué tipo de gestión merece esa dote en relación al futuro. En la lógica de la transmisión, en consecuencia, caben todas las posibilidades para experimentar un presente cargado de historicidad : concebirlo como mera continuidad de lo transmitido, concebirlo como la tarea de actualizar lo recibido o, naturalmente, concebirlo bajo el imperativo de zanjar cualquier tipo de vínculo con esa misma herencia para fundar algo absolutamente nuevo. Así, por ejemplo, mientras los anciens que protagonizaron la Querelle se mantenían en sus trece para conservar la autoridad clásica y Voltaire se aplicaba en la revisión crítica las “costumbres” para actualizarlas, el triunfo definitivo del espíritu moderno se identificó con un “experimento antigenealógico” que debía liberarlo de cualquier herencia[5]. Lo importante es constatar que en cualquiera de estas tres posibles tesituras se conserva por igual la sombra de la transmisión. El vínculo con la regla de la transmisión que conservan tanto el presente clasicista (los anciens) como el presente enciclopedista (Voltaire) es evidente: el primero conserva y el segundo reajusta; pero ese mismo vínculo no es menor en la voluntad moderna de interrumpir el legado. La magnitud de la obsesión moderna por lo nuevo, solo es comprensible de manera proporcional a su capacidad para combatir la continuidad genealógica. El mandamiento moderno considera que cuanto más radical sea el gesto de abandono de la tradición, más efectivas serán las fuerzas creativas que se liberen[6] ; es decir, la creatividad moderna no surge ex nihilo, sino de su fuerza de renuncia. Hay distintos ejemplos. Así como las vanguardias artísticas aspiraban a dinamitar el retrovisor, ese mismo espíritu moderno ya se venía atizando en el pensamiento político desde las revoluciones del siglo XVIII y hasta el estalinismo y su obra de arte total(itaria)[7]. En el interior de ambas dinámicas domina la fuerza de negación de la descendencia como auténtica garantía de novedad estética o política: instaurar una suerte de punto cero erigido como corte de la transmisión; en otras palabras, sin pasado a refutar no hay línea de flotación para lo verdaderamente moderno. La pulsión destructiva que nutre a la modernidad, en consecuencia, disfruta de historicidad en un sentido pleno puesto que concibe el presente, no como un momento aislado, sino como el momento de la quema, el momento cargado de la explosión que rompe con la herencia y despierta la novedad; incluso cuando esta solo consista en un frágil destello: “El hueco que la obra genial ha dejado al quemar lo que nos rodea es un buen lugar para encender la pequeña luz propia. De ahí la incitación que parte de lo genial, la general incitación que no sólo nos induce a imitar”[8] . Lo nuevo moderno es consciente de que ya no imita sino que arrasa lo anterior – “lo que nos rodea”- convirtiéndolo en un “hueco”, un espacio vacante que permite tomar la palabra. La regla de la transmisión permanece así, de forma negativa, mediante su misma violación. La creatividad moderna no olvida la entrega del pasado – de ahí que pueda reconocerse como no imitadora – sino que doblega “lo que nos rodea” para dar paso a una mutación, para abrir un sesgo radical en el dictado de la lógica evolutiva. Mientras no se comprenda esta negatividad, ni podrá reconocerse el estrepitoso fracaso de la vanguardia, que a pesar de sus esfuerzos no consiguió aniquilar la idea del arte y, a contrapelo, se acabó incorporando a la historia artística como mero episodio dislocado de una dote burguesa; ni podrá evaluarse adecuadamente la deriva catastrófica del denominado socialismo real.
La prueba definitiva de que la modernidad conserva historicidad a pesar de lidiar negativamente con la transmisión, es su encantamiento con la idea de lo nuevo. Lo nuevo moderno es aquello que queda abierto en el reconocimiento de la no verdad de lo viejo. Es decir, la ley de la revolución permanente – ya sea en clave dadaísta o trotskista – ha de ser interpretada, ya no como una mera negación del tiempo histórico, sino como el borrado constante de su misma linealidad. El resultado de esta lógica es que la magnitud de la quema de lo que queda atrás es simétrica respecto a la magnitud del espacio novedoso que se abre por delante. Hay línea del tiempo en la medida que esa misma línea es objeto de un borrado; más llanamente, hay futuro gracias a la aniquilación del pasado y, ese futuro, es en propiedad la región de lo nuevo. Lo nuevo es entonces aquel presente que siempre comienza; el punto de negación de la transmisión que incluso puede hacerse extrema : renegar de cualquier herencia así como obstaculizar la posibilidad de cualquier descendencia. Lo nuevo es así un agujero negro, capaz de perfilar una provincia solitaria que, en verdad inscribe una anomalía, pero sobre las cenizas de los mapas de la transmisión. Boris Groys ha explicado con precisión las paradojas que atraviesan esta apuesta radical por lo nuevo: surge en la medida que rompe la continuidad, pero esta misma ruptura conforma el último episodio de todo aquello que la propia conciencia de historicidad aspira a catalogar y almacenar[9].
Es innegable que también hubo una modernidad ponderada, de raíz kantiana, que interpretó lo nuevo en unos términos muy sopesados e identificó el futuro, ya no como la novedad radical, sino como el mero espacio temporal dónde habitan las expectativas. Esta modernidad progresista, confiada en la posibilidad de un perfeccionamiento gradual, a medida que disponía de pruebas fehacientes del supuesto avance – los adelantos técnicos e industriales y los empujes revolucionarios – aceleró la velocidad del tiempo histórico hasta provocar un distanciamiento substancial entre el “campo de la experiencia” y su “horizonte de expectativas”[10]. A medida que esta distancia entre el presente moderno y sus ensoñaciones de futuro se acrecentaba, la misma modernidad progresista se hacía más futurista. Buena parte de las utopías decimonónicas o el creciente desarrollo que por entonces tuvo la ciencia ficción han de interpretarse en esta clave. Lo que nos interesa ahora es acentuar que la historicidad que subyace en esta modernidad progresista, en la que el presente actúa como un acelerador de la línea del tiempo, no es antagónica de la historicidad subterránea que permanece inscrita en la modernidad vanguardista y antigenealógica que apuesta por lo nuevo. Mientras el progresismo concibe el pasado como aquello que queda irremediablemente muy atrás debido a la aceleración hacía adelante que promete el presente de progreso; la modernidad rupturista, como ya hemos planteado, extermina el pasado para generar espacio novedoso. En ambos procedimientos el presente se sostiene sobre un atrás rezagado o arrasado y, por su misma historicidad, en ambos casos, el presente abre un porvenir, ya consista en la conquista de un nuevo peldaño hacía adelante o en la consecución de lo nuevo absoluto.
Nuestro presente, a diferencia de aquellos presentes modernos, ya no tiene nada que lo rodee. No hay ni un pasado que actúe como el umbral de la novedad, ni un antes por quemar y, muchos menos, un mañana desconocido. Si hoy padecemos esterilidad de futuribles es a causa, ya no de una anomalía, sino de una atrofia de la transmisión que obstruye la posibilidad de restituir nuestra historicidad. Ni sabemos qué hacer con el pasado más allá de acumularlo bajo una ambigua pulsión museográfica, ni podemos imaginar nada en relación a un porvenir fuera de la agenda establecida. El presente huérfano y pobre, sin embargo, por este mismo desamparo, en lugar de ocupar el escaso espacio que correspondería a su condición de mero intervalo temporal, se expande hasta ocupar todas las modalidades del tiempo. Sin historicidad, el presente invade todo, incluyendo el antes y cualquiera que sea el después que pudiéramos imaginar.
Futuro. Una vez suspendido el tiempo histórico, lo que queda abierto es una gran planicie. Lo que vendrá, en la medida que ya no pertenece al curso histórico, solo puede ser una exageración del presente. El futuro como tal ya no existe. Lo venidero ya no está cargado de las incógnitas propias de un devenir sino que, por el contrario, solo parece poblado por la sublimación del presente. Bajo el paradigma de los derivados financieros, el único futuro con licencia es el que concede valor añadido al presente y se consuma en él. Es en esta perspectiva que deben interpretarse las elucubraciones – sin importar ahora que sean más o menos verosímiles- del post-humanismo. La construcción del futuro exige una pulsión utópica, de mayor o menor intensidad, pero siempre con la convicción de que puede substituir el presente por otro bien distinto. Hoy, sin embargo, en lugar de anhelar lo distinto, se intenta dar con las herramientas para eternizar lo conocido. En lugar de avivar una imaginación disruptiva, el presente está siendo sometido a una lógica de criopreservación. Y no solo se trata de calcular el crecimiento exponencial del número de individuos dispuestos a conservarse, a bajísimas temperaturas, a la espera de un luminoso renacimiento. La pesadilla no se limita a la posibilidad de que el mañana lo protagonicen los mismos que enturbian el hoy. Es el presente completo lo que queda sometido a una lógica criónica cuando se postula que la única utopía factible, mediante una interfaz tecnológica, en realidad es de carácter biológico: perpetuar nuestra salud y felicidad productivas. El futuro es así de escaso en el interior del posthumanismo: tendremos más vida y más sofisticada para continuar haciendo lo mismo por más tiempo y, si somos pacientes – con una economía del deseo a muy baja temperatura – incluso podríamos hacerlo para siempre. El futuro reducido a un presente dilatado.
La promesa de un futuro eterno se sustenta en las expectativas que ofrecen los avances en el terreno de la ingeniería genética y la inteligencia artificial. La clonación celular está al alcance de la mano y la robótica ya es capaz de diseñar artefactos capacitados incluso para superar la inteligencia humana[11]. Ya podríamos multiplicarnos – un nuevo derivado de la cultura de la copia– en carne viva o con apariencia metálica para satisfacer el ansia de permanecer. En cualquier caso, el auténtico pivote para garantizar que en el mañana seremos los mismos y sin cometer ningún error radica en Big Data. La gestión masiva de datos y la respectiva deducción de algoritmos ya predice nuestra conducta y canaliza nuestro perfil como consumidores; pero su inmediata aspiración es la de auxiliar todas nuestras decisiones, incluidas las que habíamos considerado que pertenecen a la esfera de los afectos y las relaciones interpersonales. No hay ninguna diferencia entre un clon biológico y nuestro doble desarrollado por Google mediante el Programa DeepMind. El futuro no se identifica ya con la posible provincia de la otredad novedosa, sino con nuestra propia eclosión.
La posibilidad de que nosotros o nuestros dobles podamos optimizarnos, en primera instancia, no hace sino respetar la tradición atlética propia del capitalismo. Desde muy pronto el desarrollo del capital exigía una mejora del motor humano para que sus prestaciones aumentaran progresivamente; de ahí el creciente fetichismo de una vida saludable para los cuerpos normativos y, como complemento, el elogio del esfuerzo de los cuerpos lisiados para superar sus límites. El mito de la salud no era sino un complemento para profundizar en la obligación de avanzar. A día de hoy, sin embargo, cuando la expectativa de una vida saludable alcanza cotas tan desproporcionadas como la voluntad de demorar el envejecimiento y cuestionar el destino de muerte, la apología de una salud eterna ya no pertenece al ideal del progreso sino que redunda en la convicción del fin de la historia. Así como el tiempo histórico llegó a la meta, su correlato biológico es el de unos cuerpos rejuvenecidos dispuestos a permanecer en el enclave de este arribo.
Este futuro concebido como una simple exageración del presente comporta unos evidentes problemas de orden ético; pero la cuestión fundamental es política. El verdadero problema reside en quién comanda las nuevas posibilidades tecnológicas y científicas. En esta perspectiva caben pocas dudas sobre el protagonismo de las grandes corporaciones aliadas con el capital. La producción y gestión masiva de datos solo obedece a “los prejuicios inherentes al hardware con que han sido recolectados”[12] y, a su vez, los avances científicos parecen dirigirse exclusivamente a mejorar a unas élites sanas en lugar de sanar a las masas enfermas. Si estas lógicas no son revertidas y el futuro inminente solo puede concebirse como un presente dilatado, nada evitará que la historia se reduzca al aumento de los códigos de exclusión y su consecuente masa de desfavorecidos. Este previsible desenlace, por si mismo, ya es una prueba fehaciente de que la historia – en tanto que evolución de los modos de concebir la sociabilidad -, en realidad, seguirá su curso; pero puede suceder que nadie conserve las condiciones necesarias para recordarlo. La respuesta a esta compleja tesitura no es fácil. A grandes rasgos, se han apuntado dos estrategias distintas para contrarrestar la dirección que ha tomado el futuro. Por una lado, los hay que proponen tomar el mando del desarrollo tecnológico y científico para modificar su sistema de expectativas y, por el otro, los hay partidarios de considerar que la verdadera respuesta reside en reconstruir modos de vida pre-capitalistas desde las grietas del propio sistema[13]. Las dos propuestas se contradicen de pleno en la defensa de sus procedimientos; mientras el aceleracionismo imagina la posibilidad de redirigir la misma base material del neoliberalismo hacia objetivos comunes distintos de los establecidos; la política prefigurativa intenta anticipar una sociedad nueva mediante prácticas actuales teñidas de un cierto primitivismo contrahegemónico. Lo crucial, sin embargo, es que ambas respuestas comparten la recuperación radical de la historicidad. Para los primeros el presente vuelve a mirar hacía adelante; para los segundos, la mirada es regresiva y el futuro se alimenta en la misma medida que avanza vuelto hacía atrás. En ambas alternativas se restablece “el rio del tiempo”[14] gracias a un viraje fundamental : el abandono del horizonte biológico individual y el restablecimiento del perfil social como único marco factible para el pensamiento utópico. De no producirse este giro, la perdida de historicidad será contrarrestada por una histéresis en la que el futuro solo nos regalará el siniestro crecimiento de un tiempo muerto.
Presente. La ausencia de historicidad que anula cualquier transmisión, sumada a la concepción del futuro como un simple presente exagerado, nos instalan en el grado cero del tiempo. El reconocimiento de esta situación es unánime incluso entre los analistas menos sagaces de la contemporaneidad. Se han utilizado numerosos recursos literarios para designar el excedente de presente: “Presente perpetuo” o “Presentismo” cuando se quiere insistir en la obsesión por olvidar la experiencia histórica; “Lento presente” o “Tiempo inmóvil”” cuando se quiere acentuar la banalidad de la actual experiencia del tiempo; incluso “Des-tiempo” cuando se pretende denunciar la soberbia con la que actúa el presente soberano[15]. En cualquier caso, el diagnóstico siempre coincide en lamentar la dilación del futuro en beneficio de una dilatación del presente. Este presente dilatado es, en palabras de Gumbrecht, el auténtico cronotopo de nuestro tiempo post-histórico. En el primer capítulo de este trabajo ya propusimos un sumario examen de las circunstancias por las que el presente se empobrece; ahora nos corresponde reconocer las características específicas de este cronotopo para comprender la paradoja que atraviesa este presente pobre y exagerado al mismo tiempo. Con esta perspectiva, vamos a señalar como el presentismo se singulariza por ser fragmentario, espeso, y afectado.
El fragmento es una modalidad de divisibilidad que se caracteriza por la imposibilidad de regresar al todo del que procede. Fragmentos son los pedazos agrestes de un vaso roto que nadie puede ya recomponer. Por el contrario, el detalle es aquella otra segmentación de un todo que se fundamenta en garantizar una información detallada y más profunda de esa misma unidad a la que todavía pertenece[16]. El fragmento olvida su pasado y adquiere el perfil de desperdicio para el futuro. Por el contrario, el detalle, por el vaivén entre la parte y el todo, se asegura una mejor comprensión de su pasado y, por ende, se garantiza un tiempo venidero. El presente actual se conjuga como fragmento. El malestar, la apología de la flexibilidad, el imperativo de una aparición permanentemente actualizada y el resto de características que hacen pobre al presente, lo arrojan a una condición puntillista y fragmentaria. Cada situación en tiempo real se independiza y a diario hay que tomar pequeñas decisiones para satisfacer las urgencias de un tiempo corto. La acumulación de decisiones coyunturales conlleva que nada sea decisivo. Nada deja huella ni es conveniente hacer demasiados planes. El presente fragmentado es la consecuencia de un tiempo roto, incapaz de conservar ningún atisbo de duración; insolvente para comprenderse como consecuencia de una causa y huérfano de promesas. El presente fragmentario es el resultado de un tiempo hecho añicos, incapacitado para reconocerse en el interior de ninguna historicidad por minúscula que pudiera ser. Solo un presente concebido como detalle permite al tiempo custodiar alguna duración. La historicidad requiere concebir el presente como un detalle de un tiempo prolongado. Un presente detallado es tan rico en tonalidades que convierte al propio presente, ya no en un instante aislado, sino en un matiz determinado de una duración. El presente fragmentario ha perdido toda sujeción y se resuelve de forma intempestiva y nerviosa; por el contrario, el presente como detalle ahonda en la continuidad de la experiencia, la matiza en función de unas circunstancias especificas y le confiere pericia para prolongarse de una forma abierta a la novedad. En la lógica de lo fragmentario, nada aparece como nuevo ni como viejo puesto que los fragmentos son tan dispares que no pueden cotejarse entre ellos. Las unidades de un presente fragmentario padecen inconmensurabilidad: no hay modo de compararlas y, en consecuencia, solo pueden acumularse por amontonamiento y sin ningún patrón ni de valor ni de dirección. La consigna carpe diem que des-organiza el tiempo en fragmentos aislados alimenta así la apología de una subjetividad flexible, polivalente y, en consecuencia, apta para la multitarea y el poliamor. El presente atomizado, bajo la apariencia de una radical apuesta vital, en realidad cobija las condiciones para asentar la precariedad sin discernir siquiera entre la esfera laboral y la afectiva. Todo queda sujeto a la ausencia de sujeción. El paradigma de esta volatilidad es la cultura del proyecto : la modalidad productiva fundada en la ocasionalidad, barnizada de creatividad y alentada por el interés personal; pero condenada a un éxito eventual que, en cualquier caso, obligará a substituir el proyecto en cuestión por otro nuevo proyecto[17].
El presente fragmentario, desarraigado de cualquier duración y abocado a producir una vida concebida como una sucesión inconexa de proyectos, compensa su fatalidad mediante un alto grado de espesor. El fragmento, en la medida que ya no puede regresar al conjunto al que pertenecía, solo admite ser considerado en su literalidad. Con los añicos de un vaso roto y frente a la imposibilidad de recomponerlo, solo es factible afrontar cada pedazo como una materialidad en si misma. Esta condición confiere al fragmento un alto y engañoso grado de densidad: no hay más remedio que considerar cada fragmento de presente como una unidad repleta. En el interior del presente fragmentario, aunque nada de lo que sucede parece capaz de dejar un rastro duradero, suceden muchas cosas. Se produce un excedente deficitario: ocurre mucho pero nada es crucial. Cada situación presentista – cada proyecto- en la medida que ha de resolverse en un tiempo corto, abriga numerosas pequeñas decisiones, exige una enorme cantidad de energía, comporta una importante dosis de nervios y sufre la enorme presión del posible fracaso. A su vez, a esta densidad psíquica se le añade la densidad material derivada de una alta concentración de datos heterogéneos, un torrente de informaciones sesgadas y una irrefrenable polución visual que deberían garantizar la necesidad de dar forma y presencia a este presente fragmentario. El tiempo puntillista está repleto de ruidos en curso permanente puesto que cualquier atisbo de silencio o de demora podrían condenarlo a la inexistencia. El presente dilatado requiere de una gran agitación para fundamentar su dilación. La consecuencia de este mandamiento es la conversión del tiempo entero en una mera multiplicación de simultaneidades. Por un lado, cada presente reúne incontables elementos heterogéneos con los que intentan aliviar su vacío y, por otra parte, cada presente se sabe efímero y condenado a una nueva agitación con la que aspira a regresar a la esfera de la presencia. El tiempo puntillista es el tiempo de la navegación ajetreada de un lugar a otro, de un dato al siguiente y de un modo de aparecer al subsiguiente. La consecuencia de este espesor sobrepoblado de elementos dispares, solo organizados mediante la densidad de lo simultáneo y sucesivo, lejos de constituir una riqueza, es la perpetua inminencia del colapso. Un presente espeso, sin vacíos de contenido ni intervalos de silencio, impide toda percepción y bloquea la comprensión. En el interior del presente fragmentario y espeso se produce una ingente gestión de datos y se acumulan numerosos atisbos de experiencia, pero no puede crecer ningún saber puesto que en la saciedad ya no se distingue ningún sabor. El tiempo espeso es un tiempo que se sostiene en una hambre de estímulos que solo tienen por función mantener al sujeto en activo, como si no hubiese otro modo de estar en el tiempo. Esta exigencia de tiempo denso estigmatiza todo aquello que pudiera semejarse a la detención o al aburrimiento, concebidos como auténticos agujeros negros que nos arrojan a la inexistencia. De ahí que, en el espeso marco del presentismo, está rigurosamente prohibido perder el tiempo.
El presente aislado y espeso, como consecuencia de esta naturaleza, es incapaz de significar nada. Una unidad de tiempo significa algo en la medida que esa unidad aparece como signo o indicio de otra unidad distinta. La potencia de la significación, en cualquier ámbito que se plantee, siempre comporta la multiplicación de relaciones entre signos distintos, capaces de establecer conexiones complejas entre si. Cuando el presente queda aislado, sin raíces en un presente anterior ni interés en presentes ulteriores, se extravía toda posibilidad de que signifique puesto que solo remite a sí mismo. El presente puntillista ya no produce significación sino afectación[18]. Lo afectado es aquello que solo obedece a la correspondencia cerrada entre una acción y su efecto inmediato. En lo afectado no entran en juego unidades distintas sino que se produce una sola situación onanista que se despliega de forma sofisticada – espesa – para colmarse como mera autosatisfacción. El presente afectado es aquel que se hace y se deshace, con engañoso placer, en si mismo y para si mismo. Ya se construya una experiencia o se elabore un proyecto, cada situación contiene su propio final. El presente puntillista y afectado no tiene tanto finalidad como una infinidad de pequeños fines. La ausencia de engarces entre situaciones distintas, entre presentes dispares, obliga a cerrar cada circunstancia de una forma afectada: nuestros asuntos siempre salieron bien o se resolvieron peor; no hay termino medio cuando el presente ya no puede ejercer el papel de intervalo sereno entre los pedazos de un tiempo fragmentado.
El presente afectado, cerrado en si mismo, corresponde al tiempo de la vivencia y no al tiempo de la experiencia. La vivencia (Erlebnis) puede ser muy espesa, repleta de componentes, pero es liviana puesto que no conduce a nada. Su fragilidad radica en su intrínseca ocasionalidad. La experiencia, por el contrario, puede acontecer con baja intensidad, sin espesor ni estridencias, pero cumple la función de producir duración. El tiempo de la experiencia es aquel que construye vínculos entre distintas vivencias reparando su inicial aislamiento. Un presente experimentado corrige la afectación mediante la afección: la multiplicación de apegos entre instantes distintos – presentes vividos – hasta conferirles el sentido de una continuidad. En esta perspectiva, el presente afectado de la vivencia es acumulativo y cuantitativo, amontona instantes sin relación; mientras que el presente de la experiencia es cualitativo en tanto que garantiza la oportunidad de convertir cada unidad de tiempo en el umbral de un tiempo largo. La vivencia puntual solo sucede cronológicamente (Chronos), dispone de su momento; por el contrario, un presente experimentado permite reconocer lo que viene con el tiempo (Kairós).
El presente fragmentario, espeso y afectado que vagabundea sin cesar entre un momento y otro y de un proyecto al siguiente, es el tiempo que gobierna nuestras vidas. En cualquier circunstancia , ya sea de orden laboral, social o afectivo, se impone la regla de vivir en presente. Esta atomización del tiempo en presentes leves es lo que exige espesor y densidad para paliar su vacuidad. El más perfecto correlato de este modelo de existencia lo encarna el sujeto digital hiperconectado, un autentico ejemplar sumiso a la lógica de la agitación puntillista. A pesar de que el ciberutopismo prometía un futuro cercano construido mediante una red de individuos libres interactuando y cooperando, la realidad ha sido muy distinta[19]. El sujeto digital es el paradigma del solitario que navega sin cesar buscando reconocimiento, conectado entre iguales y sometido a la más impecable lógica de la inmediatez. Una vez consumada la decepción del horizonte ciberutópico, las alternativas que se han formulado para atenuar el excedente de presente siempre argumentan la necesidad de ampliar nuestro tiempo disponible. En ocasiones, la posibilidad de articular una “sociedad del tiempo garantizado” se fundamenta en las temporalidades que emanan del feminismo y el ecologismo en la medida que subrayan la codependencia y la comprensión de tiempos largos[20]; en otras, la alternativa para garantizar la conquista de tiempo reside en una optimización de la tecnología y la automatización para acelerar el advenimiento de la era del post-trabajo[21]. Pero disponer de más tiempo no garantiza nada. En el interior de un régimen de presentes aislados, concederse más tiempo podría traducirse en la definitiva consumación del presente multiplicado a su potencia infinita. Más tiempo para producir más tiempos sueltos. Los planteamientos ecofeministas y aceleracionistas cometen la ingenuidad de considerar el incremento de tiempo liberado como la consecuencia de una mutación previa del modelo societario, sin percatarse que esa transformación social no es factible mientras no haya tiempo para engendrar esa misma mutación. Si el presente actual no se convierte en un presente otro, no podrá abrigar ni la esperanza de un mundo sosegado en los cuidados ni la ilusión de un mundo tecnificado que nos emancipe del imperativo de la producción. El porvenir, ya sea de un perfil u otro, no va a acontecer mientras el presente actual sea fragmentario, espeso y afectado. Estas características inhabilitan al presente para cualquier promesa de futuro. La auténtica tarea política no puede reducirse a glosar modelos alternativos de sociabilidad por más que estos comporten nuevas temporalidades; lo imprescindible es experimentar nuestro tiempo de un modo distinto, capaz de fundar otras maneras de estar juntos.
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Queda por examinar, para otra ocasión, el segundo excedente; aquel que, en el interior del impasse post-histórico, nos distrae mediante un exceso de pasado. La situación, sin embargo, se exhibe de un modo paradójico: jamás el pasado representó una carga tan mayúscula como la que hoy acarrea. El exceso de pasado se traduce en innumerables fugas – una incontenible fiebre museológica que conserva todo, una proliferación de culturas de archivo que cimienta una renovada lógica bibliotecaria; un giro memorial que asiste a la gradual conversión del derecho de memoria en mera legitimación de una nueva modalidad de turismo; una práctica enfermiza de toda suerte de arqueologías en crudo… – cuyo resultado es una acumulación insostenible. El pasado ya pesa tanto que la sospecha se convirtió en evidencia: su carga es excesiva porque cargamos con el pasado entero, incapaces de seleccionarlo y editarlo de acuerdo a unos criterios de historicidad que lo convertirían en la savia más fecunda para el presente y sus ensoñaciones. El excedente de pasado es tan apabullante que revela un completo vacío. Urge abordarlo con prontitud.
[1] Jean Baudrillard. La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos. Anagrama. Barcelona, 1993. p.166.
[2] François Hartog. Regímenes de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo. Universidad Iberoamericana. México, 2007.
[3] Naturalmente, estamos proponiendo un juego con el título de la novela utópica de William Morris. News from Nowhere (1890).
[4] Hannah Arendt. Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Ediciones Península. Barcelona, 1996.p 29.
[5] Sobre la Querelle entre los antiguos y los modernos, véase Robert K. Merton. A hombros de gigantes. Edicions 62. Barcelona, 1989. En relación a la ponderación de Voltaire, véase su Ensayo sobre las costumbres y el Espíritu de las naciones (1756). Librería Hachette. Buenos Aires, 1959. Sobre la antigenealogía moderna, véase Peter Sloterdijk. Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad. Siruela. Madrid, 2015.
[6] “En el proceso de mundo tras el hiato [antigenealógico] se liberan continuamente más energías de las que podrían acoplarse bajo formas de civilización capaz de transmitirse” (P. Sloterdijk. Idem. p. 61)
[7] Boris Groys. Obra de arte total. Stalin. Pre-Textos. Valencia, 2008.
[8] Franz Kafka. Diarios (1910-1923). Tusquets Editores. Barcelona, 1995. p.180.
[9] Boris Groys. Sobre lo nuevo: ensayo de una economía cultural. Pre-Textos. Valencia, 2005.
[10] Véase Reinhardt Koselleck. historia/Historia. Trotta. Madrid, 2004.
[11] Véanse, por ejemplo: Max Tegmark. Vida 3.0.Ser humano en la era de la inteligencia artificial. Taurus. Madrid, 2018 y Siddartha Mukherjee. El Gen. Una historia personal. Debate. Barcelona, 2017.
[12] Yval Noah Harari. Homo Deus. Breve historia del mañana. Debate. Barcelona, 2016. p.81 y pp 337-ss.
[13] Véanse: Armen Avanessian/ Mauro Reis (Comps). Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo. Caja Negra. Buenos Aires, 2017; John Holloway. Agrietar el capitalismo. El hacer contra el trabajo. Herramienta. Buenos Aires, 2011.
[14] Perry Anderson. “El rio del tiempo”. New Left Review. 26. 2004. pp 37-ss
[15] Véanse, respectivamente : G.Debord. Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Anagrama. Barcelona,2018; François Hartog. Ob cit; Hans Ulrich Gumbrecht. Lento presente. Sintomatología de nuestro tiempo hustórico. Escolar y Mayo editores. Madrid, 2010; Michel Maffesoli. El instante eterno. El retorno de lo trágico en las sociedades posmodernas. Paidós. Buenos Aires, 2001 y Byung-Chul Han. El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Herder. Barcelona, 2015.
[16] Debemos esta distinción a Omar Calabrese. La era neobarroca. Cátedra. Madrid; pp. 84-ss.
[17] Boris Groys. “La soledad del proyecto”. en B.Groys. Antología. Cocom. México, 2013. pp. 72-73. Véase también Pascal Gielen . Creatividad y otros fundamentalismos. Brumaria. Madrid, 2014. pp. 45-50.
[18] La misma oposición, aunque bajo otro argumento, plantea Byung- Chul Han : “[El tiempo del acontecimiento] no es un tiempo que signifique sino un tiempo que afecta” (El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. p.72).
[19] Véase César Rendueles. Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital. Capitán Swing. Madrid,2013.
[20] Véase Jorge Moruno. No tengo tiempo. Geografías de la precariedad. Akal. Madrid, 2018.
[21] Véase Nick Srnicek / Alex Williams. Inventing the future. Postcapitalism and a World Without Work.. Verso. Londres, 2015