Pía Sommer. Tocar el laúd en un juzgado (y arrancarle un pelo a la noche).
martí peran
Pía Sommer (Chile, 1981) es una artista, poetisa, documentalista, fonografista y tantas otras categorías malsonantes que prefiere autocalificarse de anartista. Esta toma de posición ha de interpretarse como una fuerza de irreductibilidad en la que lo literario, lo visual, lo sónico y lo material, tan pronto se reúnen y se complementan, como se repelen y se descomponen. Pía Sommer hace lo que hace sin que nada pertenezca a un campo acotado, reglado y, por ende, reconocible. En esta ocasión van a tener oportunidad de visionar una colección de vídeos que, en realidad, a veces son poemas articulados, otras veces imágenes sonoras, en ocasiones documentos de acciones y, por momentos, juegos gráficos o experimentaciones vocales. Cualquier intento de síntesis de todo ello comportaría demasiada omisión. De ahí que, frente al conjunto, hayamos optado por la operación aérea – alejada de la proximidad forense o filológica – de reconocer apenas una metáfora, como si en ella estuviera contenido el gesto propio del anartista.
Ying Shao (s II) estableció con absoluta precisión en qué circunstancias es pertinente o impertinente abandonarse a la dulzura de un laúd. En el catálogo de lugares improcedentes se dictamina que no puede tocarse el laúd en un juzgado. Acaso en esta premisa rezuma el eco de Lucrecio y aquella suposición según la cual la producción sónica humana procede de la imitación del ulular del viento, un tanto azaroso e imprevisible y, en consecuencia, ajeno por completo al rigor exigible en la aplicación de justicia. Silencio en los juzgados. Cualquier ideal sobre lo justo se forja con la intención de conservar armonía entre dispares, por el contrario, en la ventosa producción de sonido anida siempre, incluso entre las acarameladas cuerdas de un laúd, la posibilidad de que se avecine el alboroto de una tormenta que arruine el imperativo armónico. A cada palabra que pretenda decir(se), cuando sucumbe a su tarareo se desdice. El frente de los geranios (2018), sin ir más lejos, no es sino un poema en vaivén entrópico, la descripción de una avanzada prometedora que muta en barricada malograda. Lo sónico no se caracteriza pues por su disposición a la consonancia sino, por el contrario, por su presagio de desorden. Así como el juzgado representaría el lugar donde la palabra aspira a consagrarse como inscripción silente y estable, la intromisión del laúd incita a la lengua a entonarse y con ello vaticina la quiebra misma del lenguaje.
Pía Sommer toca el laúd en el juzgado cuando “acelera la letra” en Frecuentemente isla (2012). Concebido como un “video para auriculares”, ya sea la palabra o la secuencia de grafías, ambas son arrojadas fuera de cualquier enunciación para instalarse en un espacio vago – “entre una estrella y dos golondrinas” al decir del Altazor de Huidobro – donde solo se formaliza un acontecimiento sónico. Ya sucedía lo mismo en las lecturas y los cantos de la Serie Cuadernos (2005), una colección de oralidades que acaban arrastradas por corrientes de agua. No se trata de un simple desbarajuste retórico, de una suerte de aposiopesis por la cual lo importante del lenguaje sería aquello que se calla (si yo te dijera…) sino que, por el contrario, asistimos al festín acústico derivado de la imposibilidad misma del lenguaje. No es en balde que Pía Sommer acuda a Beckett y su célebre Comment dire (1989) de manera literal en Cómo decir (2010). La transcripción del verso beckettiano sobre la arena de la playa parece tan ingenuo e inútil como lo fueron las escrituras que Marcel Broodthaers intentaba bajo la lluvia (La pluie, 1969). No hay hondura en las palabras, sin embargo, hay lugar: cual homenaje a las acciones callejeras del histórico colectivo chileno CADA, distintos muros de la ciudad de Santiago se convierten en soporte para la inscripción Donde decir (2011) insinuando que el lenguaje, por su fisicidad sonora y material es, ante todo, una producción ocasional de espacio. Desbaratar el lenguaje, tocar el laúd en un juzgado, es llevarlo des de la ilusión de enunciación a la literalidad performativa de su entonación.
La ruina de lenguaje que contiene cualquier entonación, cualquier exhalación con apariencia musical, puede desencadenarse en distintos grados. Una modalidad un tanto ponderada consiste en aventurarse a soplar mónadas sonoras, sonidos autónomos encadenados sin desarrollo – así puede reconocerse de Debussy a Webern, pero también en las frases sincopadas del mismo Beckett- cual golpes de viento de distinta intensidad que, en su secuencia irregular, no constituyen una dimensión atonal sino politonal y completamente abierta a nuevas ráfagas. Pía Sommer también lo ha experimentado, por ejemplo, en las acciones lingüísticas concretas registradas en Rewind (2008). Esta misma apertura para cualquier inclemencia es lo que allana el camino hacia los ruidos y susurros con los que la vanguardia histórica fundamentó el denominado arte sonoro, y que no representan sino el definitivo relámpago que ya estaba esbozado en las antiguas lloviznas melódicas. El arte ruidísta, entonces, ha de interpretarse como un radical tocar el laúd en un juzgado, como el estruendo que acecha y golpea la ilusión por cualquier sentencia justa hasta reducirla a su dimensión fónica. Tocar el laúd en un juzgado significa abrir la brecha por la que se estropea el lenguaje, poner en evidencia que la palabra no promete un veredicto ni un sólido dictamen sino, más liviano, un mero murmullar, apenas un runrún. En las acciones de Pía Sommer, el instrumento que interfiere la serenidad del lenguaje no es, desde luego, un laúd, sino sus variantes más insospechadas: desde un simple megáfono que desnaturaliza la voz, hasta la utilización de cambalaches bien parecidos a los futuristas intonarumori ideados por Luigi Russolo.
En el reconocimiento de las distintas familias de ruidos que hiciera el propio Russolo – El arte de los ruidos (1913) – se contemplan toda suerte de sonidos heterodoxos, la atracción y posible interés de los cuales reside, precisamente, en su vacío de contenido. Era inevitable.Una vez estropeada la ilusión enunciativa del lenguaje se abren espacios de Aislacion (2018), enclaves de sonido sin exterioridad. Al someterse al laúd, el lenguaje ya solo actúa como una grafía sonora, como una suerte de tatuaje inscrito sobre el paisaje. Así ocurre en entornos naturales (Nachla’s Country, 2009; Agua, 2007) o en contextos urbanos (Captura de un organillero en otoño, 2011; Registros de la ciudad, 2011). No se trata de ejercicios de “Laboratorio de escucha” – Dziga Vertov registrando los chasquidos de una cascada o el chirrido de una serrería – que permitirían oír el latido del mundo sino que, por el contrario, la operación consiste en tomar la palabra y demostrarla como sonido. En el “Prefacio” del paracaidista, Huidobro lo expresó de manera tajante : hay que hablar “en una lengua que no sea materna”, una lengua extrañada, sin arraigo, convertida en música o en ruido. El modelo al que a menudo recurre Pía Sommer es la música callejera, ya se trate del mero canturreo de un paki beer o de una sofisticada interpretación ejecutada en un túnel suburbano. La música de calle no es el modo como suena el mundo, sino un artificio ambulante que lo envuelve sin ninguna vocación por designarlo. Como sugirió Gómez de la Serna al celebrar la “Variedad y belleza de los pitidos” (1928), el verbo ruidista solo emite una exclamación tan extraña como si se le arrancara un pelo a la noche.