¿Qué es un campo? (A propósito de “Un siglo de arquitectura europea”).
martí peran
Una modalidad de campo de concentración puede ser un hotel, al precio de cincuenta libras esterlinas por noche, en habitación compartida. Así lo documenta Marco Martins en la película Great Yarmouth. Provisional Figures (2022). En el condado de Norfolk, la amable ciudad costera que tiempo atrás se reconocía como enclave turístico, acabó por convertirse en el destino de una numerosa población migrante, confinada sin documentación en hoteles destartalados y esclavizada en las fábricas de procesado de carne de pavo. El ejemplo solo es un tanto arbitrario por una cuestión cuantitativa. Así como en la propuesta de Domènec “Un siglo de arquitectura europea” se consignan hasta veintidós ejemplos de literales campos de concentración diseminados por toda la geografía continental a lo largo del siglo XX, en la plataforma de streaming Filmin, la etiqueta “Campos de concentración” ofrece, a día de hoy, “45 títulos encontrados”. Estas distintas señales de orden numérico abrigan una misma elocuencia con múltiples derivadas: ni el campo de concentración es excepcional – deberemos volver sobre ello – ni la exhibición de sus entresijos nos repele. Todo sugiere, de algún modo, que el campo de concentración obedece a una cierta inevitabilidad o, en otras palabras, surge como efecto estructural de determinadas causas que, lejos de ser insólitas e inusuales, permanecen incrustadas en el paradigma antropológico y político de la modernidad. Desde esta perspectiva, cualquier aproximación cuantitativa al campo, más allá de su condición de archivo de injusticias reales, contiene suficientes datos para impugnar los dislates que habitan el interior de cualquier noción de justicia ideal.
Los ideales, cuales sean, no pertenecen a este mundo, sino que operan como consignas para corregirlo acorde a un determinado régimen de valor. De ahí que, incluso lo justo, como cualquier principio sobre el que se organice una utopía social, conlleve una división. Un mundo regulado es un mundo dividido entre lo que se ajusta a valor y lo que permanece en su afuera. Si el campo es tan cuantioso, tan variable y tan extendido geográficamente, es porque remite a este vasto afuera que siempre está ahí, despreciado y puesto a disposición para su explotación o su abandono. Podrá decirse que el hotel -campo de concentración- que gobierna Tania en Great Yarmouth no respeta este argumento puesto que, desde luego, es ilegal y, en consecuencia, por más que los lugareños actúen como cómplices, la existencia de ese campo no obedece a ley (cabe recordar que incluso Auschwitz estaba amparado por decreto) . Los migrantes que acuden al lugar, en principio, no estarían pues propiamente excluidos del régimen de valor, sino relegados a una condición tan periférica dentro del propio régimen – figuras provisionales– que en cualquier momento pueden ser empujados hacía afuera. Pero una mirada mínimamente atenta pone en evidencia que la división prevalece y, con ella, siempre se produce un resto. En Great Yarmouth, en efecto, hay otro campo, atroz y sanguinario, en el que centenares de pavos son degollados a diario por los desventurados hijos de Saúl[1].
No hay campo de concentración sin división y la más elemental cesura es aquella que, en el interior de lo viviente, distingue una condicional animal y una posible condición racional. De ahí que en el marco del humanismo tenga cabida el matadero sin ningún remordimiento. Pero sería demasiado sencillo interpretar la existencia de los campos como resultado de la simple animalización de determinados individuos humanos. No hay duda de que un campo es un artefacto técnico que tiene por función acelerar el proceso de deshumanización de los internos, pero su condición de posibilidad radica en artificios jurídicos e ideológicos muy profundos. Roberto Esposito ha reconstruido con detalle como el derecho romano arcaico formula la distinción taxativa entre el “hombre natural” -para el que puede ser apropiado o no disfrutar de un estatus personal- y la propia entidad “persona”, aquello que en el cuerpo es más que el cuerpo y que fundamenta su dimensión cerebral, social y cívica. El propósito de esta división no es otro que el de permitir la confección de un sofisticado catálogo de gradación del dispositivo persona. Aquellos que hayan superado su dimensión de hombre natural para favorecer el despliegue pleno de sus potencialidades racionales devendrán personas íntegras; en el otro extremo, aquellos individuos que permanezcan anclados en su primitiva “naturalidad” deberán ser considerados personas defectivas. Entre ambos extremos , la panoplia de posibilidades puede ser tan extensa como se pretenda (semi-persona – provisional figure-, no-persona – animal -, antipersona – loco -,… ). El horizonte final de este argumento es la clarificación de la aplicabilidad del derecho. La persona completa es el inequívoco sujeto de pleno derecho mientras que, en su progresiva declinación a la baja, ese mismo sujeto se ve progresivamente desposeído de privilegios hasta acabar confinado en el campo de concentración: allá donde acontece la definitiva suspensión del derecho. Por supuesto, el punto clave de este razonamiento reside en la arbitrariedad que afecta el reconocimiento del umbral que separa a las personas íntegras de las defectuosas. El defecto que convierte a cualquier individuo o comunidad en carnaza susceptible de engrosar la población de un campo puede consistir en la más variopinta anomalía: reconocerlo como enemigo, como judío, como impío o como animal. Quién dispone de potestad para discernir esta terrible frontera es, llanamente, el poder.

Como ha planteado Giorgio Agamben, el poder, fundamentado en aquella cesura que ahora se expresa mediante los términos zoé (la mera vida metabólica común a todos los seres vivos) y bíos (la vida dotada de un complemento de lenguaje y de politicidad), ha de ser comprendido como una suerte de juicio por el cual se determina qué vidas están cualificadas para articular un cuerpo de ciudadanía y cuales, por el contrario, permanecen en una precariedad que las convierte en despreciables y exterminables. Este resto de vida prescindible – vida nuda – es, en consecuencia, una producción del propio poder en la misma medida que también produce a los ciudadanos de pleno derecho. Los dos polos derivados de la cesura son efectos directos del poder soberano puesto que este siempre es una biopolítica, un mandato sobre la vida que solo puede comandarla y corregirla mediante su división. No importa que esta biopolítica se resuelva por la vía ortodoxa – dejar vivir y hacer morir- o se convierta en su variante necropolítica – hacer vivir y dejar morir -. El poder, en tanto aspira a ejercer una dominación, no es sino la delimitación, a la escala que corresponda, de un domus – un casa, un espacio reglado y gobernado por un dominus, un cabeza de familia propietario y señor – que tiene por función ofrecer cobijo a quién merece estar dentro y conservar afuera a quién hace peligrar la regla. El fracaso histórico en la aplicación de los “Derechos Humanos” no se debe a la falta de rotundidad en la defensa de la categoría persona sino, por el contrario, en la propia ideología de la persona por la que está es condenada a una división que la clasifica y jerarquiza. El campo de concentración, en esta clave, es el negativo del espacio del domus producido por la misma lógica que lo levanta. El campo es el cobertizo anexo al domus donde queda confinada la vida nuda – así se constata de manera literal en La zona de interés (Jonathan Glazer; 2023) -, que ya no es tanto objeto dominación – ha sido expulsado de la casa y de ahí que carezca del principio de derecho que la organiza- como de extracción o aniquilación.
La producción de vida nuda es funcional. Lo que queda confinado en el campo, susceptible de ser explotado, esclavizado, desechado o exterminado, cumple un rol determinado como cimiento del poder que gobierna la casa. En su perfil más elemental, ese cobertizo es el mero almacén donde la vida desposeída de derecho se almacena como provisión alimenticia o como la fuerza de trabajo gratuita que sustenta el bienestar del domus; a su vez, en la versión más sofisticada, el campo cumple la función inmunitaria de identificar y recluir los peligros que acechan el dominio establecido. El poder es poder en la medida que corre el peligro de perderse. Ostentar el poder es estar amenazado por algún riesgo. Toda comunidad, establecida y movilizada desde un principio de identidad de cualquier orden (racial, teológico, ideológico,…), al mismo tiempo que se constituye como familia en la que se suspenden las barreras individuales, exige inmunizarse frente a aquellas diferencias que suponen un riesgo a su supuesta idiosincrasia. En esta tesitura el campo es una de las consecuencias de la preventiva neutralización del peligro que ejerce todo estado de derecho, legitimado para promulgar estados de excepción que permitan derogar derecho y reducir a vida nuda a quienes supongan una amenaza. Cualquier régimen de poder, en consecuencia, abriga el esbozo de un campo, incluido el modelo de las democracias liberales. Si hoy se multiplican los campos camuflados en toda suerte de variantes, es a causa de la progresiva conversión del Estado de Derecho – aquel que en principio tendría por objeto disipar el miedo y asentar un sosiego social- en Security State – aquel otro que se fundamenta en el promoción de enemigos y de miedo para fortalecer sus reglas de dominio -. A mayor promoción de peligros, a mayor definición de situaciones como excepcionales y de riesgo para el domus comunal, mayor legitimidad del poder para sugerir la identificación de sus actores y, sobre todo, mayor fundamento para suspender su plena condición. Con estos ingredientes en marcha es inevitable la proliferación de campos, ya sean tan ordinarios y explícitos como Guantánamo, o camuflados bajo la retórica de lo cautelar en Lesbos o en cualquier Centro de Internamiento para Extranjeros. Remitir a los campos de concentración que poblaron la geografía europea a lo largo del siglo XX, no es pues un mero ejercicio de memoria histórica sino una arqueología del presente.
[1] Saul fia (El hijo de Saúl). Dir: László Nemes. 2015. Al amparo del relato bíblico, el protagonista, miembro de los Sonderkommander, trabaja en los hornos donde se aniquila a sus congéneres. En una suerte de bucle , lo mismo hace Tania, portuguesa e inmigrante de primera generación a Norfolk, cuando confina a sus compatriotas entre el hotel y el matadero.