El proverbio- de origen incierto – según el cual “Los niños y los tontos dicen la verdad”, se puede interpretar de dos maneras aparentemente opuestas. Tan pronto se puede reconocer en la sentencia un elogio de la verdad, concebida como una práctica de transparencia e inmediatez propia de los seres ingenuos o, por el contrario, el mismo dicho puede interpretarse como la necesidad eventual de la mentira que, por aquella ingenuidad, pasa desapercibida a los niños y a los enajenados. En esta última declinación, tan convencida de que la mentira protege, los infantes y mentecatos serían los únicos que desconocen la evidencia de que la verdad conlleva problemas. La cuestión, entonces, consiste en dilucidar cuál es el problema: ¿Qué asunto es merecedor de ser dicho de manera veraz y, al mismo tiempo, requiere de ocultación y engaño para no provocar un daño irreparable? La respuesta, si nos atenemos al marco del proverbio, solo nos la podrán ofrecer los niños y los tontos.
Los niños y los tontos dicen la verdad y desconocen las supuestas ventajas de la mentira, porque son impersonales; de ahí que puedan mantener con ambas una relación extramoral[1] y fuera de cualquier convencionalismo. Seres impersonales. La niñez y la tontería como modalidades de existencia emancipadas del dispositivo persona[2]. La verdad que dicen esos seres anómalos – uno por primerizo y el otro por defectuoso – es que la fuerza de existir no exige la construcción de una personalidad; a su vez, en la hondura de esa misma verdad, la mentira que desconocen es esa supuesta necesidad de constituirse mediante una identidad personal, perfilada, acabada y conclusa. Los niños, nos decimos, no son todavía personas; los atontados, añadimos, son personas malogradas. Con esta suerte de juicios nos protegemos de su impersonalidad para continuar reconfortándonos en el mandamiento moral y social de construir nuestra propia personalidad. Pero, ¿acaso no podría abordarse la existencia desde otros supuestos?; ¿de dónde procede ese dificultoso mandato de constituirse como sujeto perfilado y cerrado?; ¿y si la destitución del dispositivo persona no produjera ningún daño sino una ganancia?
Como ha analizado de modo minucioso Roberto Esposito, el dispositivo persona no es más que un constructo que tendría por objeto fundamentar el poder en forma de Derecho. En efecto, la noción de persona parte de la ficción según la cual estamos constituidos por una dimensión animal y una condición racional que, de algún modo, combaten entre sí. Esta suerte de pugna es la que permite establecer una clasificación entre personas integrales (aquellas capaces de subyugar su animalidad) y personas defectivas (aquellas que por diversas circunstancias – como la primitividad infantil o la enajenación tonta – conservan una rémora visible de su condición natural). Una vez establecida la clasificación, cada segmento de este régimen personalista disfrutará de más o menos derechos en función de su grado de integridad. A las personas integrales se les concederán ciertos privilegios, mientras que las defectuosas quedarán privadas de derecho. Por supuesto, la fragilidad de los límites en la definición de cada flanco, es lo que facilita la emergencia de un poder que tendría por misión clarificar los términos en cada ocasión histórica. Parece ser, entonces, que constituirnos como persona, en lugar de asegurar una vida sostenida en la libertad de consciencia y de acto, lo que facilita, por el contrario, es el hacerla vulnerable a imprevisibles cautiverios. El impersonal – ya sea niño, tonto o cualquier otra modalidad de subjetividad defectiva – es aquel que no se desdobla entre su ser metabólico y su ser racional. En esta clave, el impersonal es un simple en tanto que conserva la unicidad entre su ser animal y su potencia de pensamiento. El niño es un simple. El tonto es un simple. Sus simplezas, sin embargo, no conllevan ninguna carencia. Por el contrario, en la condición de no ser alguien (un yo constituido y cerrado) sino nadie, unos cualesquiera, por esta misma razón, encarnan la posibilidad de una existencia plena que conserva reunidos su cuerpo animal y su capacidad de imaginación.
Teresa Estapé nos enfrenta en muchos de sus trabajos con lo que podríamos denominar el punto cero: allá donde nada ha cristalizado todavía, pero exhibe toda su potencia de configuración. La página en blanco. Blanco como la leche. Blandness lo apoda ahora: papillas de un blanco germinal. A su lado, unos paneles de papeles pautados para la confección de libretas escolares conviven con otros tantos realizados con esparadrapo y gasas desplegadas. Todo son lienzos compuestos por tramas puras: un territorio abierto a cualquier posibilidad. Que esta insistencia en el punto cero pueda interpretarse como una evocación de lo impersonal lo certifica Children and Fools: un set de joyas para investirse en la indefinición. Si en Forget Me Not – un set de joyas de duelo – Estapé ya abordaba la necesidad de restablecer rituales de salida; en esta ocasión, las joyas de Children and Fools operan como herramientas con las que conjurarnos en la huida de la condición personal e ingresar en una suerte de poderoso anonimato. Investirse como simple, como niño, como tonto, como alguien en blanco; como un cualquiera en blanco. Frente al imperativo de constituirse mediante una personalidad que se manifiesta por sus pensamientos y sus actos de un modo coherente y reconocible; ahora quedamos interpelados por la oportunidad de devenir nadie – una página disponible en blanco -como única garantía de una subjetividad no capturada sino vulnerable y abierta a sus imprevisibles devenires. De ahí la delicadeza del material – el talco, el material más blando y frágil en la escala de Mohs – puesto que la propia transición a lo impersonal no garantiza ningún destino; solo el rescate, vivaz e ingenuo, de nuestra niñez y simpleza genuinas.
[1] Friedrich Nietzsche. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873). Ed. Tecnos. Madrid, 1994.
[2] Roberto Esposito. El dispositivo de la persona. Amorrortu Editores. Madrid, 2011.
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