La célebre pintura de Juan O’Gorman La Ciudad de México (1949) es una epifanía de la megalópolis que emerge, como edén para el progreso, en el valle de la modernidad. Sin embargo, toda pastoral tiene su reverso. En efecto, el crecimiento del Distrito Federal, en las décadas siguientes, superó cualquier previsión al doblar la población a cada intervalo de veinte años. Las consecuencias de este desbordamiento representan un verdadero reto, ante todo, para las ciencias políticas y sociales; pero el efecto más sutil y casi secreto de esta misma desmesura es lo que se anuncia en el primer plano de la pintura de O’Gorman: unas manos sostienen con gesto noble – propio de la naturaleza mesiánica del arquitecto moderno – un mapa de la ciudad en construcción. El detalle, en primera instancia, parece no proponer más que un juego de tiempo, anunciando mediante la imagen cartográfica el porvenir que pronostica la escena en tiempo real del segundo plano; pero este cuadro dentro del cuadro amaga otra profecía más siniestra : la percepción del nuevo espacio urbano ya sólo será comprensible mediante su representación.
En la actualidad, la Zona Metropolitana del Valle de México – las 16 delegaciones del DF junto a 60 municipios conurbados- comprende alrededor de 5000 Km2. Esta magnitud aniquila por completo la vieja tradición que permitía concebir toda ciudad como un emplazamiento, como locus para el asentamiento físico de una determinada comunidad . La megalópolis ya no es un lugar susceptible de ser aprehendida al ocuparla o transitarla sino que, por el contario, se ofrece como una imposibilidad que reduce su grandeza a una turbadora sensación. El cuerpo ya no es una herramienta eficaz para percibir la dimensión y complejidad el espacio urbano, de modo que se impone apelar a un constructo mental capaz de abrigar su verdadera dimensión. Así pues, la alternativa consiste en asumir lo que Paul Virilio denominó “el advenimiento del cielo en la historia” (1) e imponer la visión aérea como única estrategia para satisfacer una comprensión completa y panorámica del territorio urbano . El resultado de este punto de vista, aunque frio y aséptico, despojado de experiencia, es el mapa metropolitano convertido en la única y precaria máquina cognitiva con la que afrontar la Gran Ciudad.
El mapa indiscutible de la Ciudad de México es el que actualiza cada año la Guía Roji, la compañía líder en la producción de planos en la República mexicana desde 1928. Entre sus productos más célebres, la empresa cartográfica edita anualmente el “Mapa Mural de la Ciudad de México y Área Metropolitana”, un panel de 180 x 190 cm. que reproduce la ciudad a escala 1:30.000. A cada edición periódica del mural se reducen progresivamente los retazos despoblados. La vocación de la Guía Roji es estrictamente funcional; no se trata de una cartografía sospechosa de participar de determinados intereses ideológicos – determinando lo visible y territorializando la experiencia – sino que nos hallamos frente a un documento con un explícito y neutral espíritu objetivo. No es pues un mapa previo a un proyecto determinado de ingeniería social sino, por el contrario, un mapa posterior al acontecimiento de una suerte de sublime matemático, una representación ulterior de una realidad absolutamente grande (2) . En esta perspectiva, el mural de la Guia Roji es el paradigma de esa respuesta aérea que antes señalábamos como única alternativa frente a la magnitud del DF. De acuerdo al pronóstico de la pintura de O’Gorman, la percepción completa de la ciudad ya solo es factible mediante su representación abstracta: la ciudad sin cuerpos.
DF es una reproducción a mano alzada, a escala 1:1, del Mural de la Guía Roji de 2013. La ingente tarea, resuelta sin ningún método de calco, se antoja de antemano absurda y sin sentido. Sin embargo, la decisión misma de acometer esta empresa abriga numerosas razones. El alcance más importante reside, llanamente, en la radical recuperación del cuerpo en la operación de hacer comprensiva la percepción de toda la ciudad. En efecto, a pesar de que la megalópolis nos impedía una percepción sensible capaz de contener su dimensión, al abordar el mapa que resolvía esa carencia y someterlo a nueva construcción mediada por el esfuerzo físico y la destreza manual, la ciudad completa regresa a la esfera de la experiencia. De algún modo, con esta acción paciente de dibujar el mural , aquella visión aérea que fundaba el mapa original, inicia un descenso lento hasta reencarnarse de nuevo en cada una de las calles y rincones metropolitanos.
Dibujar el mapa, trazando cada uno de los recodos de la ciudad, es un modo de recorrerla y conocerla. El rastro del dibujo no es más que una huella de este recorrido que, en consecuencia, requiere de un tiempo dilatado. La ciudad se ralentiza en oposición a la inmediatez que imponía la visión aérea. El resultado, a pesar de fundarse en la lógica de una estricta reproducción, es una ciudad bien distinta de la que aparecía en el mapa original. Ahora, por ejemplo, las formas de la ciudad asumen una naturaleza mucho más orgánica, fiel a la naturaleza manual y corpórea de una experiencia que permite, de algún modo, insinuar la memoria del lago que subyace bajo la ciudad. Por otra parte, como consecuencia del imperativo de reproducir –recorrer- cada pormenor, la panorámica final se impone muy claramente sólo a partir de la suma de detalles, en franca oposición a la posible atención al detalle que el mapa impreso permite sólo desde la inicial vista de pájaro. La ciudad dibujada emerge desde las singularidades del territorio, mientras que la ciudad impresa se divisa primero desde el cielo como una única forma sintética. La consecuencia general de este regreso al llano de la ciudad es, al fin y al cabo, una cartografía más afectiva, cargada de reacciones sensibles a cada encrucijada del mapa; las arterias de la ciudad dibujada son las mismas que en el mapa original pero ahora, en cada esquina, en cada avenida, el trazo que las recorre se acomoda al espacio de una forma real, practicada, más o menos grata en función de variables inapelables: los distintos grados de cansancio, lucidez o decisión que atraviesan cada momento preciso del dibujar.
El dibujo DF, al tratarse de una reproducción a escala real, se comporta como un cuadro sobrepuesto al cuadro; como si intentara tensar al máximo ese mismo desdoblamiento de relatos que anunciaba la pintura de O’Gorman. Pero la estricta sobreposición supone un gesto mucho más radical que la mera inclusión. DF es, en esta perspectiva, una aparente paráfrasis del célebre mapa borgiano que reproducía el Imperio a tamaño real; sin embargo, el verdadero eco que alberga DF es el gesto de Dibutade, la doncella corintia que inventó el dibujo al trazar el perfil de su amante antes de su partida (3) . En efecto, así como el mapa imperial terminó despedazado por inútil, Dibutade perfila la sombra del amado para afrontar la añoranza de su cuerpo. Dibujar para mantener los cuerpos a recaudo.
1. El autor se remite al desarrollo del análisis urbano derivado de las visiones aéreas que facilitaron los bombardeos militares durante la Segunda Guerra Mundial (Paul Virilio. L’insécurité du territoire. Galilée. Paris, 1976).
2. Utilizamos la conocida distinción kantiana entre el “sublime dinámico “(aquello absolutamente fuerte) y el “sublime matemático” (aquello absolutamente grande), siendo ambos dos modos de lo incomprensible (E. Kant. Crítica del Juicio. 1790. # 25 – # 28 ).
3. Nos referimos al texto “Del rigor en la ciencia” en el que se describe la realización de un mapa “que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él” y que, por absurdo, fue abandonado “a las Inclemencias del Sol y los Inviernos” (J.Luis Borges. El hacedor. Alianza ed. Madrid, 1980. Pp-43-44). Por su parte, la leyenda de Dibutade se explica en Plinio el Viejo. Historia Natural. Lib 35, # 151.