En La Merced son mexas ( los otros diableros). martí peran
Los Estados Unidos Mexicanos no representan un territorio densificado demográficamente. Según datos oficiales de 2010, el promedio nacional se establece en 57 habitantes / kilometro cuadrado. La misma fuente, sin embargo, cifra en 5.920 los habitantes / kilometro cuadrado en Ciudad de México. Si un geógrafo urbano extranjero ingresara en la ciudad por la boca de la estación de Metro La Merced, sus cálculos podrían perfectamente duplicar o triplicar esa cifra. En cualquier caso, toda esta pequeña colección de datos, aún disfrutando de absoluta verosimilitud, no son más que tentativas de interpretación que jamás podrían adecuarse a la realidad. En última instancia, todo es falso o, al menos, tan poco certero como la intuición de ese geógrafo desubicado. No hay estadística ni mapa capaz de pulsar la complejidad de la Ciudad de México; para ello es menester habilitar otros mecanismos de aproximación. En primer lugar, se hace imprescindible olvidar cualquier maquiavélica idea de totalidad y operar en el perímetro corto. Regresamos pues a La Merced al auxilio de nuestro geógrafo.
El Barrio La Merced, al sureste del Centro Histórico, es una unidad compleja que no coincide con demarcaciones administrativas. La densidad demográfica del barrio, al contrario de lo que podría deducirse de una simple ojeada, está por debajo de la media de la Ciudad de México. En efecto, a lo largo y ancho de unas 106 manzanas y en los interiores de unas 6000 viviendas, se estima que viven alrededor de unos 30.000 ciudadanos. La cifra solo es estimativa pero, en cualquier caso, podría ser mucho mayor si muchos de sus inmuebles no estuvieran desocupados en sus maltratados pisos superiores (una trágica paradoja dado el déficit habitacional que padece la Ciudad). La verdadera densidad del Barrio es, sin embargo, la que le otorga su dilata y agitada historia. En todos y cada uno de los momentos considerados cruciales en la biografía de la Ciudad de México, La Merced ocupa un lugar de privilegio: de viejo puerto que garantizaba el abasto en la época precolonial, se convirtió en una de las más importantes zonas nobles de la ciudad hispánica; incluso desde la perspectiva del imaginario nacional, La Merced es la cuna del mito fundacional (en la denominada Plaza de Aguilita es donde el rapaz se posó sobre el nopal para devorar a la serpiente). Pero, más allá de estas remotas narraciones, la inflexión histórica que nos interesa para instruir a nuestro geógrafo nos remonta solo hasta la construcción de los mercados de La Merced (1861) y El Volador (1881) que transformaron radicalmente el barrio. El episodio representó, en efecto, la conversión de La Merced en la principal concentración de abastos para el conjunto de la Ciudad, lo que provocó un crecimiento exponencial de la actividad comercial y de la población en la zona, atrayendo a gran parte de la migración rural que empezaba a agolparse en las puertas de la ciudad. Este periodo espléndido del barrio, resuelto con los lejanos modelos sus correlatos europeos en Londres ( Covent Garden) y Paris (Les Halles), se alargó hasta mediados del siglo XX, aunque por entonces, como señalara el heterodoxo Dr. Atl, el núcleo comercial de La Merced representaba el mercado “más desorganizado, más incómodo, más popular y más sucio del mundo entero”. Durante esos efervescentes años, las actividades comerciales autoregularon su relación con el espacio urbano del barrio de La Merced, un tanto indiferentes a sus cualidades históricas y patrimoniales, provocando que las recámaras palaciegas se convirtieron en maduradores de plátano o en dormitorios colectivos.
Por aquel entonces, nuestro geógrafo, fascinado por esos procesos de parasitación y reciclaje espaciales, hubiera padecido una incontenible tentación por convertirse en antropólogo del comportamiento social. Pero su definitivo escenario es el que empezó a cuajar en 1956 con la construcción del nuevo mercado Las Naves bajo la batuta del insigne patriarca del funcionalismo Enrique del Moral, coincidiendo con la definitiva explosión demográfica de la Ciudad de México, concentrada especialmente en los barrios del Centro Histórico. La Merced, a pesar de verse sometida a esa presión reguladora, muy pronto neutralizó la bondad del programa de modernización y lo sometió a la embestida del mundo real. El comercio formal e informal absorbió la estructura aséptica del mercado funcionalista y las calles se poblaron de actividad atropellada. Durante más veinte años, esa dinámica de creciente densificación derivó en una inevitable degradación de la zona provocando que la administración de la ciudad avanzara el temblor en La Merced a 1982. Es entonces cuando se trasladan buena parte de las bodegas de alimentos al oriente de la ciudad y se provoca una irreparable desestructuración de la dinámica socioecónomica del lugar. El despoblamiento y el abandono son las primeras consecuencias; de inmediato, un incremento de la pobreza y la marginación. Desde entonces, a pesar de la capacidad del barrio para autogestionarse y, sobre todo, a pesar de los sucesivos planes y declaraciones oficiales referidas a su rehabilitación, el barrio de La Merced sufre unos índices de inseguridad y desempleo absolutamente acuciantes. En esta situación, la espiral pudiera cerrarse de manera sombría: sin garantías para un ortodoxo bienestar, no aparecen las inversiones necesarias para dotar al barrio de los equipamientos y servicios imprescindibles que permitirían una restauración social general; a su vez, sin estos servicios mínimos garantizados, los índices de conflictividad podrían verse abocados a aumentar de forma incesante.
Una posible respuesta ordinaria a las necesidades del barrio invita a inyectar sobre la zona, precisamente, un cuidadoso plan de densificación; es decir, de rehabilitación y reordenamiento de sus áreas infrautilizadas de modo que pudiera rescatar su función residencial y, al tiempo, mejorar la distribución espacial de sus habitantes descongestionando sus puntos pico. En cualquier caso, este tipo de estrategias, al lidiar con los mundos de vida que atraviesan el barrio, bien pudieran provocar una gentrificación indeseable. A fin de cuentas, nuestro geógrafo no tiene vocación de urbanista ni de ingeniero social; acaso, en el mejor de los casos, perdido en la vorágine del mercado, su profunda tentación es la de olvidarse incluso de los convencionales saberes de la geografía urbana mientras sortea diablitos.
Los numerosos diablitos que trazan recorridos por el barrio de La Merced amagan una metáfora. Sus portadores – los diableros – operan como “agentes libres” que se ofrecen de forma deslocalizada en función de la oferta de carga, descarga y transporte. Representan, de algún modo, una paráfrasis de la libertad de movimientos y de la limitada autogestión que permite la microeconomía del lugar. La equivalencia que proponemos no es más que retórica pero elocuente: el colectivo somosmexas actúa sobre el territorio de La Merced cual diableros esquivos, proyectando sobre este peculiar territorio otros modos de interpretarlo y activarlo, bien distintos de las maneras que propondrían las convencionales ciencias sociales.
Somosmexas se ideó en 2007 en las aulas de la UNAM, agrupando a los arquitectos Jesús López, Yareth Silva, Héctor López y Gabriela Sisniega , agregándose muy pronto Victor Acoltzi, Antonio Espinoza, Pablo Martínez, Isabel Gil, Nayeli Vega y Erika Loana. Tras un necesario periplo de debates internos y actuaciones dispersas, la encrucijada se produce cuando a finales de 2011 rentan una bodega en la calle Topacio. A partir de ese momento somosmexas se convierte en un verdadero hermeneuta del Bario La Merced. A pesar de que el objetivo principal del colectivo fue abrir su espacio a los jóvenes creadores mexicanos, el taller que realizaron con Santiago Cirugeda y sus “recetas urbanas” significó un aterrizaje forzoso sobre el espacio público de la zona. Si en aquella ocasión activaron la esfera pública del barrio mediante proyectos de reciclaje y arquitectura temporal, sus trabajos inmediatamente posteriores han ampliado el abanico de metodologías de aproximación : procesos cartográficos, prácticas documentales, proyectos de colaboración con agentes locales, experiencias formativas y, naturalmente, eventos lúdicos imprescindibles para cualquier expectativa de sociabilidad. Su espacio de uso público es la galería Atea, pero el verdadero perímetro operativo de somosmexas es el barrrio de La Merced (baste evocar, con el antecedente de la “Bitácora Ciudad Merced México”, el reciente documental “Ciudad Merced” realizado por Pablo Martínez y Luisa Cortés) en el sentido más amplio que pueda concebirse. Es en ese lugar donde se gestan sus proyectos y es en La Merced donde ensayan procesos colaborativos de desarrollo social.
Somosmexas, los otros diableros, ya no arrastran consigo ni las ortodoxias de la arquitectura ni los estigmas de los estudios urbanos tradicionales. Su herramienta fundamental es la acción directa y la prospección de posibilidades. El geógrafo desorientado tiene una oportunidad para corregir sus torpes intuiciones: seguir al diablito que lo conduzca hasta somosmexas.