Excedentes de experiencia y maneras de hacer tesoros. martí peran
No hay modo de construirse una biografía. De forma periódica e imperativa se impone el deseo o la necesidad de volver a empezar. Esta vez sí; desde el principio, en blanco y en limpio. Pero no hay modo de construirse una biografía con un mínimo atisbo de continuidad. Vuelta a empezar. Esta vez sí; hasta la siguiente. Asistimos a una infantilización colectiva que a algunos les resulta excesivamente inquietante, otros la tildan de simple consecuencia de la lógica del consumo que obliga a una permanente (auto)renovación, mientras la mayoría, ocupados como están en volver a empezar, no pierden el tiempo en formular ningún diagnóstico al respecto. Una y otra vez; vuelta a empezar.
Si hubiéramos de traducir en una forma gráfica esta alocada dinámica deberíamos decidirnos (de nuevo) por la espiral. Cada ensayo de una definitiva forma de vida acaba por enroscarse sobre sí misma; lo que estaba planeado como una línea recta – la tradicional flecha de un destino escrito – tropieza con su propia materialidad, se desvía y se reenvía sobre sí misma hasta agotar su espacio y morir por inacción e inanición. Nada nuevo puedo hacerse dentro de ese trayecto escueto y nada alimenta el estímulo para permanecer en él. Vuelta a empezar. No hay modo de construirse una biografía; y frente a quién se sospeche que pudiera tenerla se lo condena a la sombra del conservadurismo. Pudiera parecer que soñar se haya convertido en un gesto retrograda.
El resultado de vivir diseñando espirales es una experiencia sin historia y una vida sin proyecto. Así es como adviene el triunfo absoluto del presente. Ante la ausencia de un gran horizonte plausible se impone una apuesta arriesgada por la multiplicación de pequeños presentes. Alguien lo llamaría una vida intensa, donde el tiempo se reduce a la condición de recipiente disponible para ser llenado a toda velocidad. No hay tiempo que perder. Aún a riesgo de capear mal la amoralidad intrínseca a esta realidad. Carpe diem. Si el sentido de nuestras vidas ya no puede residir en el sueño de un mañana, que se produzca pues en el interior mismo del sin-sentido de lo vivido. Desde luego que ello conlleva un galopante hedonismo de lo cotidiano, en el interior del cual todo lo cercano, festivo, placentero o aparentemente aparente y frívolo se convierte en la principal materia prima para la des-historización de la experiencia. Jamás lo minúsculo tuvo tanto valor a pesar de su incapacidad para contenerlo demasiado tiempo. No importa. Esa es nuestra tarea; construir momentos de intensidad entre el spleen voluptuoso de cada nueva jornada.
Un falso prejuicio supone que este escenario arruina lo social, privilegiando un individualismo solipsista; pero esto es inexacto. La explosión de experiencias densas, ocasionales y mediadas por pequeños acontecimientos, se ha convertido en el modo más común de ensayar maneras de estar-juntos hasta el extremo que, esta misma gestión de los placeres inmediatos, es hoy fundamental para una correcta comprensión de la vida social. Sucede, por decirlo de algún modo, que hoy lo comunal es más táctil y menos racional; más performativo y menos codificado de antemano; pero igualmente eficaz como mecanismo de producción de deseos y de gratificaciones. La fisura que provoca la ausencia de biografía y la explosión de presentes no es pues el deterioro de la vida colectiva. Por el contrario, la hiperactividad en tiempo real a que obliga la desaparición de un destino establecido, produce una multiplicación constante de nuevas formas de sociabilidad; a veces tan novedosas que todavía escapan a las redes de la gobernación. A veces.
La fractura que acecha al despliegue apoteósico de pequeñas experiencias es de otra naturaleza: la facilidad con la cual la diversidad de vivencias de intensidad plena pero breve desemboca en una sensación de excedente deficitario de presente. La proliferación de situaciones construidas constituye la base del excedente; pero la estructural volatilidad de las mismas genera una conciencia de déficit respecto a lo que podríamos reconocer como valioso. Un volumen cuantioso de experiencia en presente, pero nutrida en su misma incapacidad para orientar siquiera al futuro más inmediato. En el mejor de los casos, la única pedagogía contenida en esta experiencia fugaz, consiste en la deducción de una técnica que facilite otras experiencias amaneradas y demasiado semejantes a la original. La pedagogía para la cobarde reparación de la desaparición de la biografía por un simple escenario de rutinas.
El oxímoron – el excedente deficitario – se soporta. Las síntesis dialécticas de la modernidad se revelaron demasiado estrechas para dar cuenta de la compleja trama que hoy (des)organiza nuestras vidas. La misma Historia nos ha preparado adecuadamente para el fin de nuestras historias; así que estamos dispuestos a soportar de forma abierta la supuesta contradicción. ¿Acaso no somos diariamente, por ejemplo, consumidores ecologistas?. Lo único necesario para hacer soportable la insoportable levedad del excedente deficitario de presente, es la ideación constante de pequeñas tácticas de memoria, de pequeños procesos capaces de destilar del presente algún resto de valor, susceptible de convertirse en representación de nuestro pasado reciente y, al mismo tiempo, en el pequeño patrimonio para adentrarnos en el inmediato futuro. No se trata de reconocer un valor categórico sino de conservar un simple resto que conceda al presente, al menos, la oportunidad del recuerdo y el estímulo del sueño. El modo de afrontar y optimizar la situación consiste pues en hacer del excedente de experiencia la materialidad de un tesoro; un tesoro que tendría por función restituir el tiempo más allá del puro presente. Es la misma concupiscencia de una vida instalada en el presente absoluto quién genera una cantidad ingente de desperdicio que, al fin, se revela como la verdadera sustancia de la vida. La tarea que se impone es pues comprender la vida convirtiendo su misma caducidad en una joya. Hay que invertir la lógica tradicional; ya no es menester levantar museos depositarios de aquello valioso en oposición a lo insustancial, sino atesorar restos de experiencia deficitaria como única representación posible de la misma ausencia de proyecto. En ese proceso de crónica infantilización, que nos instala en una permanente condición previa al progreso hacía un destino, todos somos como niños hiperactivos que llenan sus bolsillos atesorando restos y migajas de sus juegos y sus acciones. Bolsillos repletos de pequeños tesoros que los adultos considerarían mera basura. Tesoros de una colección pequeña, heterogénea, compuesta de la suma de fragmentos dispares que, a duras penas, pueden constituirse en un conjunto legible y, mucho menos, duradero; pero tesoros que materializan el mismo proceso por el cual se auto-organizan nuestras vidas sobre tramos de tiempo consumado. Esta pudiera ser la nueva función del arte y su renovado modo de confundirse con la vida: compilar restos de experiencia para el museo de los tesoros caducos.