La curadoría como posibilidad estética. martí peran
De acuerdo a la lógica circular del arte – aquella por la cual ninguno de los ingredientes del sistema puede definirse si no es mediante sus relaciones con el resto de componentes del mismo sistema – no hay ninguna posibilidad de abordar el asunto del comisariado como si se tratara de un lugar estanco. La única perspectiva posible para construir una argumentación sobre sus menesteres y funciones obliga, en consecuencia, a insinuar algo sobre la propia evolución de las prácticas artísticas, sobre el papel de los otros agentes implicados en su producción y difusión, sobre los derroteros de la idea misma de exposición, y así hasta un inabarcable torrente de direcciones que sobrepasan las posibilidades de estas notas. En cualquier caso, sirva esta entrada para apuntar una primera afirmación: el territorio difuso en el que se despliega el comisariado artístico, del mismo modo que representa un rico potencial de posibilidades, también se ha convertido en la espesa niebla en la que se arropan toda suerte de excentricidades, banalidades y, en demasiadas ocasiones, auténticas estupideces. Naturalmente, cuando se produce esta ambivalencia, lo que ha de deducirse de manera apabullante es que aquello de lo que estamos hablando (ahora, de forma coyuntural, el comisariado) cayó definitivamente en manos del capitalismo cultural y sus exigencias de un mercado en acción permanente.
Recientemente, quizás con la intención de discernir lo pertinente entre lo mundano, estamos asistiendo a un discreto debate sobre la legitimidad de aplicar el concepto “curadoría” (común en otros lindes y más cercano al original “curator”) para con las prácticas de comisariado que respetan lo que se suponía de antemano : velar por una correcta gestión comunicativa y por una pragmática de las posibilidades narrativas contenidas en las obras. Esta posible definición requiere muchas precisiones – ya hemos avanzado los efectos de la circularidad del sistema – así que, aunque de un modo atropellado, vamos a intentar sugerir alguna de ellas.
Pudiera ser que la curadoría tuviera, a pesar de todo, un origen muy preciso: aquella inflexión por la cual las obras no son ya el objetivo y destino de la experiencia estética sino, por el contrario, un punto de partida. El giro no es menor. Conlleva el desarrollo de lo que podríamos denominar (mediante una inadecuada apropiación) la posiblidad estética; esto es, la exploración efectiva de la potencia de las obras como germen para repensar siempre lo sensible, lo ético y lo político.
Cuando se intenta reconstruir la corta historia de la curadoría, se acentúa el cambio que suposo abandonar la idea del comisariado como práctica y del curador como mero “exhibition maker” para dar paso a su ingreso en el ámbito de la articulación de discursos. La observación contiene mucho de cierto, pero esa apelación a la construcción de discurso es demasiado somera y, a la postre, es lo que ha inyectado una pátina de supuesta intelectualidad a la burda literatura cocinada con unas pocas citas al uso que acompaña la mayoría de los catálogos de arte contemporáneo. Al sugerir ahora que la labor curatorial debería identificarse con ese desarrollo de la posibilidad estética, lo que intentamos es rescatar su genuina dimensión pedagógica : poner al descubierto y en práctica aquellas extrañezas vehiculadas mediante la obra que nos obligan a refundar nuestras convicciones. Se dirá que esto es demasiado abstracto, pero probablemente lo sea mucho menos que las ilegibles diatribas de la convencional literatura artística que, a fin de cuentas, responde al esfuerzo por reconstruir y parafrasear un discurso conocido y frente al cual deberíamos reconocernos. Ese es exactamente el problema. No hay pedagogía posible ni posibilidad estética efectiva frente a una aproximación y gestión de las obras que se limita a arrastrarlas hacia los discursos previsibles. Como puede adivinarse, esta deriva hacia lo conocido, se convierte en un verdadero escollo cuando sucede, como hoy, que la narrativa en boga y previsible se recrea, por ejemplo, en una hipotética voluntad de antagonismo y en un vociferante elogio de la rebeldía. ¿De verdad que la revuelta política necesaria necesita del sistema del arte para abrigar esperanzas? ¿o sencillamente ocurre que el comisario obsesionado en tomar posiciones se acelera en conducir las obras hacia la narración que se lo facilita?. El único modo de conferir a un proyecto curatorial una verdadera vocación pedagógica pasa por destilar de las obras todas sus impertinencias y no su empatía con lo esperado y pertinente, por muy “crítico” que sea. Llevamos ya un cierto tiempo merodeando alrededor de la sospecha según la cual el Museo opera como una auténtica Fábrica en la que se reproducen unos pocos modelos de subjetividad, nutridos con un ideario pre-establecido y apuntalado sobre lugares comunes. El comisariado se ha convertido en el principal garante para el correcto funcionamiento de este engranaje. Cualquier pretexto pseudoliterario, cualquier epígrafe más o menos afortunado, parece capaz de actuar como un protocolo de legitimación de las obras en el interior de las narraciones esperadas. Es menester que rebrote una curadoría capaz de “malinterpretar” a las obras, dispuesta a trasladarlas desde la convencional celebración de su pertinencia y disciplina con las expectativas, hacia el despliegue de sus posibilidades. El arte no está para confirmar nuestras convicciones políticas, ni nuestros valores morales, ni nuestras suposiciones sobre las bondades de la experiencia sensible, por mucho que a todos estos universos los hayamos impregnado de un espíritu contestatario que, a fin de cuentas, es lo que nos exige el mercado. Acaso sucede que nuestras tropas de agentes críticos son aristotélicos hasta la médula sin que sean conscientes de ello. Léanlo como quieran, pero el arte, a nuestro juicio, está para inportunar cualquier confort ideológico o moral y, así, abrir permanentemente una brecha hacía el vértigo de la libertad. La curadoría como posibilidad estética seria así el ejercicio mismo de esa apertura.
Es fácil adivinar que nuestro argumento puede despertar muchas objeciones, pero que nadie se confunda. Lo que estamos planteando, a pesar de que pudiera interpretarse como una apuesta por un convencional historicismo que garantiza la periódica aparición de novedades, nada tiene que ver con un ideal de progreso. El desarrollo de lo que denominamos la posibilidad estética puede perfectamente ser retrógrado y, por ejemplo, rehabilitar episodios, señales y posibilidades pasadas que permanecen adormiladas o neutralizadas por lo hegemónico. Muchas operaciones de este tipo tendrían cabida, sin ir más lejos, en lo que se ha bautizado como “arqueologías del presente”: reconocer en las obras el latido que las enlaza con ideas pasadas que pudieran ayudarnos a romper el asco que nos produce el presente. Por otra parte, tampoco estamos sugiriendo que ni el arte ni su gestión curatorial estén deslegitimados para comprometerse explícitamente con los contenidos habituales de la cultura crítica, ni mucho menos. Lo que ponemos en evidencia es que la narrativa critica está hoy preñada de convenciones y banalidades que obligan a la curadoría a afinar sus objetivos. Llevar las obras hacia lo que no dicen explícitamente puede ser un modo eficaz de reafirmarlas como dispositivos críticos.
La reflexión convencional sobre las prácticas curatoriales vive obsesionada con la cuestión de los formatos. Parece que lo más importante consiste en dar con el “display” adecuado aunque nadie sepa exactamente si esa adecuación deba ser en relación a la idiosincrasia de las obras, las necesidades para favorecer su acceso público o los manierismos museográficos que repiten y copian fórmulas cada vez menos originales. El resultado de esta malgastada energía se encubre disfrazado de debate sobre las oportunidades de convertir la exposición tradicional en una investigación, una edición o una experiencia. Cualquiera de estos formatos es naturalmente válido en función de lo que se ponga en juego. Un comisariado aplicado en la construcción de interiores, de archivos o de eventos puede ser por igual inteligente o estúpido. En realidad, a estas alturas deberíamos presuponer que el sector esta suficientemente preparado para resolver estas disyuntivas acorde con el perfil del proyecto en cuestión. Lo que sucede es que detener el comisariado en estos menesteres lo reduce a una función administrativa más o menos atractiva. Lo que estamos reclamando es una curadoría que, con independencia de los formatos con los que resuelva la cuestión preliminar del “display”, de inmediato sea capaz de activar esa puesta en escena para que surja lo inesperado, para que se enuncie lo que en las obras no era más que una posibilidad contenida. La curadoría no es un gobierno de las obras sino el modo de hacer estallar en ellas lo que estructuralmente tienen de ingobernables. Se dirá que esto no es más que una retórica histérica y vacua imposible de traducir en procesos metodológicos y puede que sea cierto, pero precisamente en la media que no estamos reclamando tanto una metodología como una inventiva. El desarrollo de la posibilidad estética no se reduce al rigor profesional de disponer lo que hay y hacerlo del mejor modo posible para que sea lo que ya es, sino que exige la invención de hipótesis y de vocabulario derivados de la selección de lo que se presenta, del modo de combinarlo, y de las exigencias conceptuales que estas operaciones provocan. La curadoría se convierte así en una modalidad de habla, en un resorte cargado de lenguaje que sobrepasa la narrativa explícita que rodeaba a la obra. Una curadoría empeñada en considerar el lenguaje como herramienta hiriente, que no se limita a merodear alrededor de las obras para parafrasear lo que ya dicen, sino que se aventura a dar nombrar aquello que pudieran decir más allá de lo que esperábamos de ellas.
El punto en el cual hemos situado nuestra argumentación abre un frente nuevo : el progresivo desplazamiento de la curadoría hacia la escritura y su consiguiente intersección con el espacio tradicional de la crítica de arte. En efecto, en el entre líneas de nuestro razonamiento planea la ilusión de concebir la curadoría como una modalidad de crítica; al menos en la perspectiva de concebirse como una puesta en práctica de la obra, como el ejercicio de poner las obras a trabajar (hablar) para que ejerzan la posibilidad de corregir, matizar e incluso desmentir aquello que ya conocíamos de antemano, a saber, su interés y compromiso en relación a determinadas convenciones. Dicho de otro modo, la curadoría no puede limitarse a redoblar e insistir en las posiciones que la obra manifiesta sobre su asunto, ya se trate de cuestiones políticas, urbanas, morales, lingüísticas o meramente estéticas. La curadoría debe acometer la escritura que crece más allá de lo que ya está afirmado, y debe hacerlo, precisamente, para contrastar hasta que punto lo dicho nos detiene en lo que ya éramos y sabíamos o, por el contrario, nos regala el anuncio de aquello que todavía no habíamos siquiera pensado.