La tercera encrucijada (telegrama de arte público).
A estas alturas, la cuestión del arte público arrastra, desde las últimas décadas, una enorme colección de debates con distinto tino y de diversa fortuna. Quizás sea por esta larga tradición que, a medida que se acumulan nuevos aportes, estos deban adentrarse en los matices más incómodos del asunto. En el interior de este proceso – como sucede con cualquier otro tema – es fácil que se produzca una atomización del problema que acabe por instalarlo en sus anécdotas. En otras palabras, aún siendo necesario madurar el debate, este no puede caer en un pozo sin boca, olvidando el plano en el que se origina su propia razón de ser. Con el objetivo de paliar esta posible deriva, vamos a intentar con estas notas reconocer la encrucijada en la que se hallan hoy las prácticas artísticas en el espacio público en función de sus anteriores derroteros y, mucho más importante, en función de sus relaciones con el espacio social.
En la definición más habitual del arte público se han distinguido, de forma sucesiva, dos encrucijadas. Sin embargo, como trataremos de resumir, ambas resultaron escasas para dar cuenta del objetivo último al que deben apuntar este tipo de prácticas. La primera demarcación, un tanto obvia, se establecía entre dos alternativas posibles. De un lado, la tradicional noción del arte público derivado de la escultura pública y la lógica monumental y ,del otro, la necesaria superación de esa banal utilización del arte para una museización de la ciudad, mediante la apuesta por unas prácticas de reconquista del espacio público y de rescate de la misma esfera pública como territorio para la cultura crítica. Es indudable que esta primera disyuntiva se resolvió, sin que ello conlleve ninguna paradoja, con el doble triunfo de ambas alternativas. Mientras la convencional lógica del monumento se ha mantenido como un género perfectamente arraigado para la mayoría de las políticas públicas ordinarias; a su vez, la defensa de unas prácticas de arte público comprometidas con la definición participativa del espacio social, se han impuesto claramente en el seno de la teoría del arte y de la promoción de eventos culturales.
La apuesta por la reconquista del espacio público se adueñó de los debates teóricos gracias a sus innegables bondades. En oposición a la disciplina de lo monumental con las narrativas hegemónicas, las prácticas artísticas que se oponían a esa tradición abogaban por idear mecanismos para que los agentes sociales resolvieran sus propios mecanismos de representación, exploraron el negativo silenciado de la memoria y promovieron intervenciones más preocupadas por la creación de valor de uso que por la simple producción de objetos materiales. Sin embargo, todo este equipaje de compromisos muy pronto exigió matizar las teorías y pulir las herramientas adecuadas en función de la prioridad de los objetivos para cada actuación, de manera que, resuelto el debate frente a la tradición monumental, la primera encrucijada quedó atrás a la espera de una introspección más afinada.
La segunda demarcación no tardó nada en abrirse y, de algún modo, fue una consecuencia directa de la cooptación de las prácticas de arte público en el interior del marco institucional. En efecto, cuando parecía que la estrategia estética que envolvía a lo monumental era definitivamente superada por unas prácticas menos formales y más atentas a los contenidos que ponían en circulación, el Museo se convirtió en el principal valedor y promotor de la idea misma de arte público, provocando una nueva disyuntiva entre lo que se llamo el artista político y el artista operador. El primero, entronizado gracias a ese interés del propio Museo por el arte público, era aquel que se aproximaba a los conflictos sociales sin modificar las condiciones reales que propician la generación de su producción simbólica. En otras palabras, el artista político era el hacedor de documentos visuales prestos a incorporarse a los fondos de la colección de cualquier museo, sin que su trabajo tuviera ninguna capacidad de intervenir y modificar la realidad de la que se nutria. Frente a esta nueva estetización de lo público, el artista operador, por el contrario, se distinguía por actuar fuera del contexto institucional y en el interior mismo de las situaciones reales a las que se refería, incorporando su habilidad y creatividad a una dinámica social previa que, mediante este aporte artístico, podía amplificar sus demandas y su visibilidad. Esta nueva encrucijada entre el artista político y el artista operador, sin embargo, también se resolvió pronto y con suficiente astucia, al menos, para volver a dilucidar el debate con sospechosa equidad. En efecto, de nuevo ambos contendientes saldaron con fortuna sus quehaceres, aunque ahora este doble triunfo se gestionó de un modo distinto al planteado en la anterior encrucijada ya que, la salomónica solución, consistió en fusionar ambos perfiles para un mismo resultado. El proceso para dar con esta conclusión fue sencillo; de una parte, como era previsible, el artista operador es el que se adueño de la escena en el renovado debate teórico, de modo que, como no podía ser de otro modo, sus propios trabajos, postproducidos como era debido, de inmediato substituyeron a los del artista político sobre los muros del mismo museo que este ocupaba con anterioridad. No resultó tan complejo como cabía temer.
La situación que se alcanzó tras la segunda encrucijada, aceptando ahora su excesiva simplificación, es todavía, en buena medida, la que caracteriza el panorama actual. Esto conlleva que el debate sobre las prácticas de arte público quede sesgado en exceso por los determinantes institucionales y museográficos que las afectan, en menoscabo del necesario examen de sus perspectivas conceptuales, sus fundamentos ideológicos y sus condiciones de posibilidad. De algún modo, sucede pues que continua pendiente aquella autorreflexión necesaria tras ventilarse la primera demarcación. Es desde esta perspectiva que sugerimos reconocer un punto de partida que permita dilucidar los términos del debate y, en consecuencia, aportar herramientas para establecer criterios de juicio frente al torrente de prácticas en el espacio público. Esta línea de salida puede ser muy sencilla.
En el estudio del espacio social es imprescindible distinguir entre el acontecimiento urbano y la estructura comunal. El primero deriva de las prácticas reales, más o menos informales y espontáneas; mientras que la comunidad aparece como una realidad cristalizada que, de algún modo, cierra los acontecimientos en el interior de una barrera de preceptos y de comportamientos para garantizar la ilusión de la paz y la cohesión social. No es necesario ahondar en la evidencia de que, respecto al interés por lo inestable de los acontecimientos urbanos, existe una larga tradición por parte de las ciencias sociales; del mismo modo que la organización y control de las practicas sociales al servicio de un proyecto de ciudad tiene en el urbanismo su más eficaz herramienta. Establecida esta disyuntiva para cualquier tipo de aproximación al espacio social, cabría ahora preguntarse si los proyectos artísticos ideados en y para el espacio público apuntan hacía el análisis de los acontecimientos o, por el contrario, auxilian a los procesos de cohesión e integración de los mismos hacía el horizonte de lo comunal. Esta podría ser la tercera encrucijada frente a la que deberían reconocerse y posicionarse las prácticas artísticas en el espacio público.
Los proyectos artísticos que investigan los acontecimientos (más allá de comportarse como narraciones fascinadas con lo accidental e imprevisto y que, desde este prisma, deberían analizarse como síntomas del aburrimiento del bienestar y de su pereza imaginativa) tienen por función esencial interpretar esos mismos acontecimientos como indicadores de los conflictos, las diferencias y los códigos de exclusión que operan en el interior del espacio público. Este imperativo inequívoco para con el arte público del acontecimiento, sin embargo, puede resolverse por igual mediante técnicas de detección o de intervención. Nótese que, en esta doble posibilidad, en efecto, se mantiene el eco de la anterior disyuntiva entre el artista político que se mantenía a distancia, y el artista operador que se introducía activamente en su objeto de análisis, de ahí que ahora será ya ineludible matizar los procesos y las herramientas de trabajo de manera que el debate no se detenga en esta misma oposición.
La detección de conflictos y fisuras es, efectivamente, un tipo de práctica artística sometida al constante peligro de derivar en la simple representación del acontecimiento, sin capacidad ninguna para modificar las condiciones desde las que se producen sus propias imágenes. De ahí que el proceso más común de aproximación al acontecimiento prefiera resolverse ideando procesos cartográficos que permitan localizar, cuantificar y denunciar en lugar de deslizarse hacía la representación. La cartografía se ha convertido así en todo un género; pero cabe recordar que la misma ciencia cartográfica ha sido un instrumento habitual del poder para controlar el espacio determinando el lugar de las cosas y su grado de visibilidad. Así que, para este tipo de prácticas artísticas, el auténtico reto consiste en idear mecanismos y perspectivas conceptuales que permitan levantar cartografías bien distintas de las convencionales, ya sea acentuando su registro flexible (mapas débiles, obligados a una constante actualización y/o conscientes de su condición de documento en tiempo real) o mediante aproximaciones que descompongan la convencional territorialización del espacio.
A su vez, las tácticas de intervención en el propio conflicto contenido en el acontecimiento participan de un giro estético radical : la comprensión del arte, ya no como una narración de historias cerradas, sino como la creación de dispositivos para facilitar que las historias ocurran. Este giro, a su vez, conlleva una larga suerte de consecuencias. En primer lugar, provoca un cruce de saberes entre la creatividad artística y todos aquellos saberes subterráneos que subyacen en el acontecimiento (reciclaje, sabotaje, invisibilidad, …). En segundo lugar, la intervención obliga a operar desde una perspectiva parcial y local, de implicación con el acontecimiento concreto, que convierte en inoperante el mismo proceso de trabajo en otros contextos y circunstancias. Sin embargo y, finalmente, la intervención, en la medida que aspira a participar en tiempo real sobre el acontecimiento, también deviene colaborativa con la fuerza de transformación social que late en el interior del mismo acontecimiento. Este es el punto determinante de nuestra argumentación sobre la tercera encrucijada. En efecto, los proyectos artísticos de intervención en el acontecimiento, a pesar de que no persiguen paliar el conflicto, sino detectarlo o incluso provocarlo, contribuyen a una mayor propagación de esa potencia transformadora, con lo cual aceleran la posible articulación de procesos de autoconciencia de quienes padecen el conflicto. Esta suerte de empowerment es el que abre las puertas a la posibilidad, muy estrecha, de un arte público comprometido con los procesos de cohesión comunitaria.
La contribución a la cohesión social puede interpretarse desde dos perspectivas bien distintas. En primer lugar, como un auxilio a las aspiraciones y narraciones de las clase hegemónicas para silenciar el espacio social mediante distintos contratos y consensos. Esta ilusión de una paz social siempre conlleva necesariamente un olvido de cualquier acontecimiento urbano que pudiera perturbarla, de modo que, cualquier proyecto artístico con vocación pública en esta dirección, en primera instancia, no alimenta más que la cancelación de su propio origen. Descartado.
La segunda perspectiva para plantear una contribución a la cohesión social, reside en el potencial del arte público del acontecimiento como promotor de los procesos de autoconciencia. En efecto, solo en la medida que los proyectos artísticos que intervienen en el conflicto puedan dotarlo de herramientas para que las fuerzas sociales que subyacen en él se articulen de forma comunal y se movilicen por objetivos comunes, entonces, estos mismos proyectos, en lugar de contribuir a una conservadora cohesión social, lo que facilitan es la vertebración de nuevos agentes capaces de incorporarse al espacio social donde se deliberan constantemente las diferencias. Este es el estrecho horizonte de posibilidad para las prácticas artísticas en el espacio público animadas por la ilusión de la cohesión social: no fortaleciendo los pactos establecidos, sino provocando la aparición de nuevos interlocutores sociales que obliguen a renovar permanentemente los contratos sociales.