Manual breve para (volver) a pensar la arquitectura de la vigilancia. martí peran
Un dispositivo, como se ha señalado hasta la saciedad, es un conjunto de reglas, instrumentos y narraciones que, en su conjunto, persiguen la construcción de unos modos de ser acordes con los intereses vehiculados por el dispositivo. En esta tajante perspectiva, la ciudad es el paradigma de los dispositivos, ideado para que la vida, en su interior, se desarrolle de acuerdo a unas normas enmascaradas bajo la retórica del contrato social. Así, la supuesta “buena forma” de la ciudad – tan cara para el urbanismo y la arquitectura – tendría por objeto, ya no la funcionalidad y el bienestar colectivo, sino el mero garantizar un completo gobierno de la vida. La ciudadanía, en esta ecuación, ya no se fundamenta en el acuerdo de sus intereses colectivos, sino, por el contrario, en la estricta disciplina performativa, fiel al programa impuesto por el dispositivo Ciudad.
La historia del urbanismo y de la arquitectura modernos no es la historia del progreso hacía una “buena forma” definitiva. Esta ingenua perspectiva positivista dibujaría un relato continuo de dirección única en términos formales y funcionales que, como sabemos, jamás se ha producido. Sin embargo, sí es cierto que esa misma historia se ha desplegado en una única dirección: aquella que ha de garantizar la eficacia biopolítica (el gobierno de la vida mediante el gobierno de los cuerpos) del urbanismo y la arquitectura, aunque ello haya supuesto virajes formales a la hora de definir los protocolos disciplinares. Así, de un modo somero, podría decirse que la historia reciente de la ciudad la ha replegado o dilatado, fortificado o transparentado, en función de la eficacia de estas variables estratégicas del control.
La ciudad de finales del siglo XIX, frente a la eclosión de un espacio público cargado de anomalías (el antagonismo político, la multitud anónima, la perversión moral,..) optó por replegar los valores burgueses en los interiores oscuros mientras Haussman proyectaba anchas avenidas que facilitarán el control del espacio exterior. Se trataba, de algún modo, de aplicar al conjunto de la trama urbana la lógica del Panóptico, de forma que todo fuera visible y, por ende, vigilado. Por entonces, el espacio privado quedaba exento del perímetro de la ciudad visible que lo convirtió en un reducto de intimidad que, sin embargo, pronto tuvo que asumir su carácter miedoso y acobardado frente a la mutabilidad de la vida callejera.
La eclosión del humanismo racionalista, de antemano, se ofertó como una reparación de esa escisión entre el interior y el exterior. De lo que se trataba era de invitar al hombre moderno a cruzar el umbral de su ventana y rehabilitar así el encuentro entre el adentro y el afuera. Con esta bondadosa intención se articuló la Cultura del vidrio o de la Transparencia. En primera instancia, a penas si podía advertirse que esa operación comportaba una reversibilidad peligrosa : con la transparencia, también los interiores ingresaban en el régimen de lo visible. En efecto, la nueva “arquitectura de rayos x” permitía, bajo la farsa de una reconciliación entre lo público y lo privado, inscribir los interiores en el perímetro del ojo vigilante; por otra parte, por ese mismo juego de doble dirección, el interior transparentado, en lugar de conservarse como reducto de lo intimo, se transformó en unos de los más efectivos escaparates desde los que publicitar el estilo de vida canónico (un matrimonio blanco, heterosexual y de clase media) según los términos del contrato para el “bienestar” – pan, agua, vacaciones y convenio colectivo renovable a cambio de olvidar cualquier veleidad revolucionaria – que se comprometía a proteger la “buena forma” de la ciudad.
La arquitectura de la transparencia, declinada en mera publicidad, a penas tuvo oportunidad de testar su eficacia humanista en términos reales. Mies van der Rohe tuvo que soportar las denuncias de sus clientes, incomodados por el exhibicionismno implícito en sus casas acristaladas, así que, Philip Johnson optó por reducir las expectativas de la casa transparente a una diletante solución para si mismo. A día de hoy, la arquitectura de cristal sobresale en el sky line de las ciudades al modo de presencia soberana del producto que publicita, ya se trate de un vulgar autómovil ( por ejemplo, la célebre Wolkswagen Car Tower en Wolfsburg) o de los supuestos valores intocables depositados en la esfera institucional ( el nuevo Reichtag berlinés o el Toledo Museum of Art). De algún modo, esta omnipresencia del producto no deja de operar como una sutil estrategia de vigilancia: aquella que controla que nuestra economía de deseos permanezca inscrita en los cauces establecidos.
En las últimas décadas, el crecimiento desmedido de las ciudades contemporáneas, convertidas en megalópolis, ha obligado a complejizar las estrategias para que el dispositivo urbano continúe siendo eficaz. De un lado, el espacio público ha vuelto a identificarse con el territorio de una inseguridad que solo puede ser gobernada mediante un panel de distintas medidas entramadas : la progresiva privatización del espacio comunal, la creciente conversión de la ciudadanía en una mera legión de consumidores, la aplicación de medidas represivas frente a cualquier anomalía y, naturalmente, la instalación por doquier de cámaras de vigilancia que garanticen la presencia permanentemente despierta del ojo del Estado como deus absconditus. Solo en el centro de Londres se calcula que hay instalas alrededor de once mil cámaras de vigilancia. Junto a esta compleja colonización del espacio público, alimentada en una perspicaz cultura del miedo que legitime todas esas medidas de control, la arquitectura de la ciudad ha vuelto a promover los procesos de fortificación neomedieval. La literatura sobre la necesidad de preservar “espacios defendibles” – aquellos que se configuran para facilitar su protección- es ingente; basta remontarse hasta las tesis de Alice Coleman (Utopia on trial, 1985) para constatar que la apología de la seguridad frente a la supuesta proliferación de enemigos interiores no ha hecho más que crecer de forma exponencial. Si Coleman sugería reducir el espacio público al resto urbano derivado de la multiplicación de los espacios segurizados, hoy se ha convertido en lugar común la creencia de que el “derecho a la seguridad” prevalece sobre el “derecho a la ciudad”. Este proceso se ha traducido en la multiplicación de condominios privados, tenazmente vigilados por empresas de seguridad y, en última instancia, en la reaparición de la clásica tipología de la torre de vigía. El dispositivo Ciudad, en esta tesitura, en lugar de conservar su autoridad mediante las sutilezas de un urbanismo panóptico, ha virado hacia una agenda más impecable: la imposición de una lógica que multiplica los territorios en situación de estado de excepción.
La reducción de la arquitectura del vidrio a la condición de publicidad corporativa junto a la neomedievalización de la ciudad contemporánea, pudiera hacernos creer que el nuevo estado de vigilancia es de naturaleza estrictamente represiva y punitiva. Pero más allá del regreso de las murallas y de la arquitectura opaca, la ciudad continua operando como un dispositivo eficaz gracias a una estrategia más compleja: la conversión de la vigilancia en un montaje expandido que facilite una mirada fiscalizadora de todos para todos. Lo más práctico, en efecto, es que la misma necesidad de seguridad que levanta muros, se extienda hasta tal grado de paranoia que nos inscriba en la vigilancia mútua y constante. If you see something say something. Por doquier se multiplican las mismas consignas de alerta, lo que permite reducir el potencial de cualquier comunidad al mero perfil de community policing o neighbour watch. De algún modo, asistimos a la definitiva eclosión o éxtasis de la transparencia en tanto que el protocolo que ha de fundar esta vigilancia mutua y constante, más allá de la ansiedad de la sospecha, no es sino la juguetona conversión del estado de atención en un voyeurismo generalizado.
En los años setenta la televisión americana sorprendió a su audiencia con una producción sorprendente. An American Family retransmitía en directo la vida doméstica de una familia convencional. El prólogo para que esa mirada fisgona se convirtiera en un espectáculo de masas ya estaba escrito mucho antes de la aparición de Big Brother en los noventa. La vigilancia delirante de un poder represivo encontró la brecha para reformatearse en un hábito de consumo que le diera continuidad y, sobre todo, productividad. El triunfo del dispositivo es así apabullante. Junto a la deriva que ha convertido la ciudad en una amalgama de espacios blindados, los interiores han quedado por igual al descubierto y con mayor eficacia que la que permitía la cultura del vidrio. La vigilancia ha sido definitivamente interiorizada; nadie se resiste a la tentación. Pudiera ser entonces que la ciudad no fuera ya más que un vulgar plató de retransmisión, y no necesariamente a la escala vaticinada por The Truman Show (1998), sino en la misma proliferación de aparatos que tejen una red múltiple de miradas cruzadas.
La cuestión imperativa, llegados a este punto, es bien sencilla: ¿cómo pueden articularse mecanismos de resistencia a este estado de vigilancia?. La brecha posible, como se ha señalado en numerosas ocasiones, se encuentra en la propia dimensión totalitaria de la vigilancia. El deseo de un conocimiento absoluto – susceptible de encarnarse en el programa PRISM desvelado por Edward Snowden – no puede evitar que el propio vigilante se inscriba también en el espacio vigilado, de modo que los abusos del poder pueden quedar al descubierto en su mismo ejercicio. Así se evidenció con el caso Rodney King en Los Angeles y, desde entonces, en tantas otras ocasiones. La reacción, entonces, pasa indefectiblemente por acelerar los procesos de desmontaje del dispositivo utilizando sus propios instrumentos. Esta operación, tan sencilla de plantear en el ámbito de las prácticas culturales ( véanse las propuestas de colectivos como Surveillance Camera Players o Technologies To The People) es, sin embargo, de muy difícil gestión en el ámbito de la arquitectura y el urbanismo. ¿Cómo puede la arquitectura, cooptada por la vigilancia en sus propuestas de vidrio y muralla, contribuir a liberar lo vigilado?. Aunque sin duda no representa un feliz final, pudiera ser que la única respuesta pasara por idear una nueva arquitectura de demolición.