Para Bellum 12 mm. martí peran
El consejo contenido en el antiguo adagio latino “Si vis pacem, para bellum” [si quieres la paz, prepárate para la guerra] , más allá de dar nombre a la pistola semiautomática más utilizada en Occidente, es la raíz misma del la conocida fórmula de Clausewitz por la cual la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. Esta es la lógica tradicional y de mayor arraigo sobre la acción bélica, capaz incluso de llegar hasta nuestros días para legitimar y promover las llamadas guerras humanitarias . Este clásico régimen de guerra se sustenta en dos flancos. El primero es aquel que confiere a la convencional estructura del Estado- Nación la potestad de declarar la guerra en virtud del monopolio del que goza sobre la violencia legitima; el segundo pilar de la tradicional lógica de guerra es la que supone para la misma una naturaleza estrictamente militar y ajena a los menesteres civiles. Hoy, ninguno de estos dos elementos son eficaces para interpretar adecuadamente el nuevo estado de guerra expandida, de enemigos invisibles y con carácter permanente.
Los dos ingredientes que organizaban la guerra tradicional, al delimitar con absoluta precisión cuales eran los agentes implicados – el Estado, los mandos militares y las tropas – así como su escenario de operaciones – el campo de batalla – determinaron una suerte de externalización de la guerra por la cual, con la excepción de las víctimas, los conflictos bélicos podían ser contemplados con la suficiente distancia como para provocar, en demasiadas ocasiones, una verdadera fascinación por la guerra. En efecto, cuando en 1914 se inaugura la era de las matanzas, a pesar de la localizada lucidez crítica capaz de reconocer en el conflicto el inicio de “los últimos días de la humanidad” (1) , fueron muchos los artistas e intelectuales que no pudieron contener su simpatía por la plasticidad de la guerra (Fernand Leger, Felix Valloton, Gino Severini, incluso George Grosz y Otto Dix en el momento del alistamiento) abriendo la ruta para la posterior filiación en la mística del guerrero (Ernst Junger). Esa externalización permitía ser un espectador de la guerra vulnerable a la tentación de convertirse en protagonista, una posibilidad que, solo al consumarse, convertía a los fascinados espectadores en víctimas reales. Este es precisamente el proceso que, por ejemplo, expone con vehemencia Gabriel Chevallier en “El Miedo” (1930) con especial hincapié en la distancia insalvable que separaba la retaguardia del temblor de las trincheras(2) .
Hoy, cuando en los conflictos bélicos se han invertido los porcentajes entre las victimas civiles y las militares en relación a los caídos en las viejas contiendas (3) , ya nadie puede proclamarse fascinado por la guerra real. Pero esa vieja e ingenua fascinación no ha desparecido por completo sino que ha sido desplazada, desde la lejanía del frente, al interior de la vida doméstica y cotidiana. Ahora lo atractivo reside en dar cumplimiento a las más arriesgadas misiones propuestas por el videojuego Modern War Fare o, en el otro lado de la misma moneda, convertir “El arte de la guerra” de Sun-Zi (4) , el libro de estrategia más antiguo del mundo, en el tratado más usado en los entornos empresariales muy competitivos. En realidad, este desplazamiento de la fascinación por la pulsión bélica denota precisamente el cambio en la lógica de guerra que habíamos insinuado. La guerra ya no sólo acontece en otro lugar -por otra parte todavía lejano a pesar de su exhibición televisada- sino que también se ha instalado y diseminado en el interior mismo de la cotidianeidad. A partir de este sutil viraje, la guerra se esparce por todo: se socializa la violencia, se generaliza la cultura del pánico, se inventan los enemigos, se convierten los conflictos en productos mediatizados, se engordan las arcas de los países en paz mediante una galopante la industria armamentística que comercializan en el tercer mundo, se banaliza la memoria de las victimas y se justifica la impunidad de los verdugos.
La comprensión del advenimiento del estado de guerra expandida, la guerra total sin nacionalidad ni identidad y vinculada a la libre circulación de mercancías, exige, en primera instancia, una revisión de los orígenes de lo político. En efecto, la inversión propuesta por Foucault según la cual “la política es la continuación de la guerra por otros medios” en la medida que la modernidad canceló la guerra privada del medioevo y trasladó las prácticas de guerra a la “relación de violencia entre Estados” (5) , sugiere la necesidad de liquidar la ingenuidad de pensar la política como la pacifica gestión del derecho y, en su lugar, invoca la naturaleza sanguinaria que funda la ley. Los Estados serían pues la formalización de un substrato de guerra generalizado y fundado necesariamente en masacres, conquistas y victorias.
Exactamente esta misma perspectiva sobre la necesidad de interpretar el Estado como un poder constituyente arraigado en la lógica de guerra, llevó a Walter Benjamin a sentenciar que “toda institución de derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de violencia” (6) . Desde este punto de vista, el modelo de las democracias liberales sería el paradigma de esa corrupción, al menos en la medida que intenta camuflar su genuina capacidad de destrucción bajo su enérgica capacidad para construir e imponer consenso, para evitar la práctica de antagonismos y en su lugar definir el marco que supuestamente aúna maneras de ser y principios de acción. En otras palabras, la guerra total y expandida aparece, precisamente, cuando la política enmascara su fundamento bélico que obligaría a reconocer conflictos y lo traduce, amablemente, en una fuerza líquida que extirpa cualquier atisbo de disenso en el interior de un único escenario, tan hegemónico como controlado y vigilado cual objetivo de un francotirador.
La imposición del consenso vigilado se regula mediante la apelación a principios esencialistas que han de conservarse a toda costa. Solo es necesario recordar la prolífica retórica sobre las hipotecas que han de soportarse para garantizar la seguridad común, o la insistencia en la preservación de la libertad como coartada para justificar las últimas invasiones occidentales en Oriente. En cualquier caso, es suficientemente significativo que las operaciones bélicas se legitimen mediante los mismos principios que supuestamente organizan la gestión de las situaciones de paz: libertad y seguridad. Entonces, por una inapelable lógica matemática, si la guerra se funda en la necesaria consecución de la libertad, la libertad solo puede levantarse sobre un estado de guerra. Este el umbral para la diseminación cotidiana de la guerra diluida. La herramienta para su consumación es el estado de excepción convertido en regla. Este es el argumento que, bajo la estela de Benjamin, ha desarrollado extensamente Giorgio Agamben: “la historia del estado de sitio es la historia de su sucesivo emanciparse de la situación bélica a la cual estaba originalmente ligado, para ser usado como medida extraordinaria de policía frente a desordenes y sediciones internas, deviniendo así de efectivo o militar en ficticio o político” (7) . En efecto, una vez que el estado de excepción se politiza, se inyecta progresivamente en el gobierno de las acciones humanas y sus mundos de vida, hasta pervertir su inicial naturaleza provisional y convertirse en la forma paradigmática del ejercicio del poder.
La deriva hacía el estado de excepción permanente arraiga, principalmente, en la constante producción de miedo y la consecuente necesidad de una vigilancia total que garantice la seguridad,. La magnitud de la cultura del pánico y los requerimientos de respuestas que lo aplaquen, han alcanzado unos límites tan insensatos que acaban por nutrirse mutuamente. A medida que se incrementan las medidas de control, cualquier alteración de la seguridad se convierte en menos comprensible por inesperada, de modo que, tras cualquier sospecha de nuevos peligros, se reclaman protocolos de control todavía mayores. En el interior de esta alocada espiral, alimentada por los Estados que advierten en ella la eficacia que representa para incrementar su gobierno pleno de las vidas, se produce una latente suspensión del derecho. No se trata exclusivamente de la evidente proliferación de espacios de excepción (multiplicación de zonas fronterizas, prisiones especiales, campos de refugiados, paraísos fiscales, …) sino del creciente gobierno de la vida mediante la eliminación de cualquier división entre la ley y el hecho a favor del consenso establecido alrededor de las ideas de libertad y seguridad (8) . La lógica de guerra se instala así en la cotidianeidad, aunque ahora convertida en otra cosa bien distinta de la acción a sangre y fuego. La guerra expandida significa la sutil generalización del estado de excepción como forma de gobierno y, a sus expensas, la garantía de una uniformización de la disciplina. Para ello, juega un papel fundamental la gestión de la información. Cuando Jean Baudrillard proclamó que la primera Guerra del Golfo no tuvo lugar (9) , a pesar de las controversias que eso produjo, en realidad estaba dando a entender que, además de las victimas reales, aquello representaba el inicio de una guerra distinta, gestionada a través de los media y convertida en la construcción de una representación muy determinada y no una contienda convencional entre tropas de bandos opuestos. El control militarizado de la información – la “bomba informática” (10) – es lo que convierte los hogares en las nuevas trincheras desde las que se defiende un modelo de “civilización” y el consenso sobre los principios que lo fundamentan y garantizan. La cámara que fija los objetivos y las cifras con las que se construyen las estadísticas, tienen por función ofrecer un marco con el que perfilar a la carta la realidad que va a consumirse en nuestras casas, sesgando la perspectiva de los hechos y promoviendo la necesidad de preservar el estado de alerta; pero, además, también sirven para determinar aquello que merece algún duelo y aquel otro dolor que, por el contrario, deberíamos ser capaces de relativizar (11).
Así como la posibilidad de pensar la guerra no puede residir en una mera gestión de datos que, además de constituir una mera representación interesada, contiene la infamia del anonimato, el medio fundamental para iniciar una resistencia a esta violencia de estado reside en conceder la voz a los testigos. El testimonio explícito de la violencia y del exilio, de la memoria denigrada y de la representación mediatizada, son el primer eslabón para acometer, bajo el eco de estas voces, los procesos que han de reparar la “injusticia real” (12) que la guerra expandida multiplica bajo la falaz defensa de un supuesto estado de derecho. Para Bellum 12 mm no es más que un ensayo de aproximación a este crucial imperativo.
1. Karl Krauss. Los últimos días de la humanidad. (1922). Tusquets. Barcelona, 1991.
2. “(…) la vanguardia y la retaguardia no pueden entenderse”. Gabriel Chevallier. El miedo (1930). Acantilado. Barcelona,2009.p.134
3. Según los informes difundidos por la ONU, en las guerras recientes el 80% de las victimas son civiles, exactamente el mismo porcentaje de victimas militares en las guerras convencionales hasta los bombardeos de la II Guerra Mundial sobre poblaciones civiles.
4. Sun-Zi. El arte de la guerra. Biblioteca Nueva. Madrid,2008. Escrito alrededor del siglo III aC, el libro ha maravillado en distintos contextos históricos, desde la guerra de guerrillas promovida por Mao Zedong, hasta las tropas norteamericanas ideando la Operación Tormenta del Desierto. Hoy es habitual utilizarlo en el contexto de los estudios empresariales.
5. Michel Foucault. Genealogía del racismo. Ed. Altamira. La Plata. 1996, p.56 y p.58.
6. Para una crítica de la violencia (1921), en Walter Benjamin. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Taurus. Madrid, 1998. p. 33. La cita podría continuar de un modo muy elocuente: “Valgan los parlamentos como ejemplos de ello en nuestros días. Ofrecen el lamentable espectáculo que todos conocemos porque no han sabido conservar la conciencia de las fuerzas revolucionarias a que deben su existencia”.
7. Giorgio Agamben. Estado de excepción. Homo sacer, II, I. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, 2004. p.29
8. Es lo que Jacques Rancière denomina el viraje ético que transforma la genuina comunidad política en una disciplinada comunidad ética. (J.Rancière. El viraje ético de la estética y la política. Palinodia. Santiago de Chile, 2005. pp. 22-ss.). En la misma dirección han de interpretarse las observaciones de G.Agamben al reclamar que se mantenga la distancia entre un “derecho en su no-relación con la vida” y la “vida en su no-relación con el derecho” de forma que se abra “entre ellos un espacio para la acción humana que, en un momento dado reivindicaba para sí el nombre de política “ (G. Agamben. Ob cit. p.157)
9. Jean Baudrillard. La Guerra del Golfo no ha tenido lugar. Anagrama. Barcelona, 1991.
10. Paul Virilio. La bomba informática. Cátedra. Madrid, 1999.
11. Judith Butler. Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós. Barcelona,2010.
12. Utilizamos la noción “injusticia real” en la perspectiva formulada por Amartya Sen según la cual, solo su reparación funda un verdadero estado de dercho en oposición a la salvaguardia de una supuesta “justicia ideal” siempre parcial. (Amartya Sen. La idea de la justicia. Taurus. Madrid,2010).
1. Yael Bartana. Summer Camp, 2007
2. Domènec / Sagar Malé / Mapasonor. 48_Nakba, 2007
3. Lamia Joreige. Objects of War nº2, 2003 / Objects of War nº4, 2006.
4. Tomas Ruiz – Rivas / Günter Schwaiger. Fosa Común, 2006
5. Grupo de Arte Callejero. Aquí viven Genocidas, 2001.
6. Ignasi Aballí. Ideologías II, 2007 / Paises III, 2007-2009.
7. Richard Moose. Leviathan, 2009.
8. Artur Zmijewski. Them, 2007
9. Deimantas Narkevicius. The Dud Effect, 2008.
10. Nedko Solakov. Wars. 2007
11. Xavier Arenós. Casa Común, 2010
12. Pep Dardanyà Alsina. Postdata, 2010