Kamchatka. Revista de análisis cultural. 10. 2017: 129-144
Se ha afirmado con certeza que el siglo XX fue corto, apenas comprendido entre el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914) y el colapso de la Unión Soviética (1991) . En cualquier caso, y a pesar de que se vio obligado a contener los excesos del utopismo decimonónico por su doble encontronazo con la barbarie, el siglo tuvo tiempo suficiente para confiar en un futuro plausible y pragmático mientras se apresuraba a definir el estado del bienestar. Tras el segundo diluvio bélico, la optimista literatura futurista perdió protagonismo, pero en su lugar apareció un estado protector que prometía el progresivo crecimiento de los coeficientes de confort material y personal. En realidad se trataba de poco menos que una suerte de pacto mediante el cual, las clases trabajadoras abandonaban sus veleidades revolucionarias a cambio de garantizarse un horizonte de futuro de corto alcance, con perfil doméstico, pero de crecimiento seguro a lo largo de los escalones de sucesivos convenios. El futuro soñado desde las barricadas fue reemplazado por el crecimiento paciente de un confort abastecido de electrodomésticos y periodos vacacionales. Esta reducción de expectativas permitió continuar alentando la idea de futuro gracias a su combinación meticulosa con empresas más ambiciosas, como la conquista del espacio y el desarrollo tecnológico que, a otra escala, permitían mantener operativa la ilusión de un mañana cargado de novedades todavía imprevisibles. La quiebra lenta se produce durante las dos últimas décadas del siglo corto . En 1971 se abandona definitivamente el Patrón oro que mantenía la regulación financiera y se inicia la expansión del capital abstracto y especulativo; inmediatamente, la crisis del petróleo de 1973 ponía en evidencia las vulnerabilidades del sistema, atropellado de nuevo y desde otro flanco cuando en 1981 se identifica con pavor el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH) haciendo tambalear las expectativas del reciente reencuentro con los cuerpos; poco después, se producían la caída del muro de Berlín (1989) y la desaparición de la Unión Soviética (1991) que, si bien las prometían felices al representar el cierre de la guerra fría, pronto se tradujeron en la ilustración palpable del final de las utopías de masa. Así pues, a final del siglo, el futuro ya empezaba a sucumbir. No es menos cierto que, a partir de entonces, también emergieron una colección de realidades cargadas de promesas de mejora: el definitivo desarrollo de Internet y la cultura digital, la generalización de una conciencia ecológica, el progresivo reconocimiento del derecho de las minorías o unos índices de crecimiento económico que, por escaso tiempo, multiplicaron el grosor de la denominada clase media con acceso a numerosos servicios y placeres. Pero por debajo de esta escenografía de progreso, los acontecimientos del verdadero final del siglo XX actuaron como una carcoma que acabó por envolver todas estas supuestas conquistas: la promesa de pluralidad de la revolución digital no se ha cumplido sino que, por el contrario, ha favorecido la conexión global con el relato hegemónico; la ecología se ha convertido en paliativa frente a la magnitud de los desastres; los derechos padecen una clara involución bajo los argumentos de seguridad imperativa y, por fin, el crecimiento perdió cualquier principio de equidad y lo que parecía un progresivo enriquecimiento, resultó que era crediticio y se ha convertido en una deuda impagable. En otras palabras, a pesar que hay un cierto consenso en localizar la actual crisis de la idea de futuro en época muy reciente, pudiera ser que los resortes que la fomentan descansen en raíces un tanto anteriores. Lo que en realidad acortó el siglo xx fue un sigiloso y prematuro envejecimiento del futuro.
A la sombra de lo que acabamos de resumir, a lo largo de las páginas siguientes vamos a intentar describir las causas más reconocibles que han determinado el descrédito que hoy padece la idea de futuro hasta su radical empobrecimiento. La urdimbre de ingredientes que exige esta operación es harto compleja, así que intentaremos construir una visión panorámica, bajo distintos epígrafes generales, que permita al menos insinuar la multiplicidad de elementos que entran en juego. Por otra parte, la relación de enunciados tampoco presupone un orden racional que los interprete según la secuencia de causa y efecto; en realidad se trata de procesos que se solapan entre sí hasta urdir una trama. Las entradas que proponemos apuntan pues en distintas direcciones: el malestar generalizado; el hedonismo del consumo y el imperativo de la actualización; la aceleración ensimismada; el repliegue ocasionado por el miedo; la oxidación de la imaginación; el desprestigio de la ficción utópica en beneficio de un interés creciente por lo distópico y, finalmente, la apoteosis del tiempo real mediado por la obsesión por la transmisión. Solo la intersección de todas estas dinámicas permitirá reconocer el substrato que cancela el futuro, incluso hasta hacerle perder el pequeño halo de brillo que conservó durante el corto siglo pasado.
Malestar. En los estudios sociales de los últimos años se apela con insistencia al malestar para describir el estado psicológico que caracteriza el grueso del cuerpo social . Lo certero del diagnóstico se fundamenta en la posibilidad que contiene la noción de malestar para reconocer dos procesos que, a pesar de su clara intersección, son de perfil muy distinto: el malestar como consecuencia de la precariedad laboral y el desmantelamiento del estado del bienestar; y el malestar concebido como la amalgama de patologías – las enfermedades del vacío existencial – derivadas de las nuevas consignas del capital. La una crece al cobijo de la otra y viceversa; pero ambas merecen una descripción específica para comprender su verdadera magnitud.
La precariedad laboral que convierte la posibilidad de obtener un trabajo digno y estable en una quimera, es una consecuencia directa del asalto del modelo liberal al estado social que se ha justificado bajo múltiples argumentos: la necesidad de mantener la competitividad en el paso de la sociedad industrial a una sociedad de servicios, los efectos de las crisis financieras que obligan a contener las políticas públicas, la necesidad de aliviar los índices de desempleo aunque sea ofreciendo un trabajo bajo condiciones paupérrimas, los avances tecnológicos que eliminan la exigencia de una convencional fuerza de trabajo,… y tantas otras disculpas; ocultando que la precariedad generalizada no obedece a una disfunción coyuntural que aspira a corregirse sino que, por el contrario, la precariedad misma es un elemento estructural fundamental en el modo de regulación capitalista actual . La precariedad, en efecto, comporta muchos beneficios colaterales: opera como una estrategia disciplinaria, garantiza la flexibilidad que exige el nuevo mercado laboral y mantiene el bajo coste de la producción. La consecuencia de esta mal denominada desregulación – puesto que está planificada – es la desaparición de las condiciones de protección negociada que garantizaba el keynesiasismo y la socialdemocracia, substituidas ahora por el abandono absoluto de las viejas clases asalariadas. Hoy es cada cual quién debe resolver por sí mismo sus necesidades, saltando de una ocupación a otra o actuando como un emprendedor que batalla infructuosamente para mantener los índices del bienestar y, si no prospera en esta empresa, el malestar resultante es de su exclusiva responsabilidad. Bajo esta nueva organización del trabajo, el precariado prolifera y con él se agranda la masa de incertidumbre. En las últimas décadas se han incrementado los índices de desigualdad debido a esta precarización galopante de la esfera laboral, pero la mayor pobreza es la que se deriva de la imposibilidad de pensar el futuro en estas condiciones. Para el precariado ya no hay largo plazo y el mañana no es más que una región poblada de inseguridades. Por otra parte, en la medida que el porvenir decae en la pobre ficción retrógrada de añorar el bienestar de la generación anterior, se abona el terreno para los celebrados populismos que metabolizan este malestar por la derecha y por la izquierda, prometiendo el restablecimiento de la estabilidad perdida. El futuro se hace pasado en su versión más deprimida.
La depresión y el estrés se han reconocido como patologías que crecen exponencialmente en el marco de la nueva cultura del capital. La precariedad laboral está en la raíz de esta situación en la medida que el trabajador precario se ve obligado a volcar la totalidad de su tiempo en la ideación de fórmulas para afrontar sus necesidades básicas. Pero el malestar también se acrecienta en otra dirección a medida que la producción de mercancías y servicios se ha desplazado progresivamente hacía la producción de identidad. A día de hoy, el eje de la plusvalía lo constituye la movilización derivada del esfuerzo continuado por ser uno mismo. Todas y cada una de las acciones que emprendemos para producir una vida propia se ha convertido en la principal nueva fuerza productiva en la era psicopolítica . Las ordenes referidas a la obligación de hacerse a sí mismo y por sí mismo, han convertido al sujeto contemporáneo en una máquina obsesionada en la producción de su propia identidad en competencia continuada con el resto de individuos. Para alcanzar el objetivo de ser alguien , cada cual debe explotarse a sí mismo en el interior de una multitarea insaciable. No es extraño que esto suceda cuando el mercado tradicional necesita menos fuerza de trabajo en el sentido ordinario. El modo de hacer rentables a los precarios y a los abandonados a su suerte consiste en convencerles de que pueden convertirse en emprendedores de sí mismos, permanentemente ocupados en una modalidad perversa del clásico cuidado de sí. El abandono se camufla en un aparente incremento de la libertad individual y la vieja idea de una posible perfección del conjunto del cuerpo social se substituye por la exigencia de mejorarse a sí mismo y mejorar la posición individual en el mercado. En la medida que el horizonte de mejora es insaciable y ha de ser permanentemente actualizado, el emprendedor de sí mismo, más allá de acumular éxitos o fracasos, no puede sosegarse en ninguna de sus individuaciones. El único modo de que dispone el sujeto para producirse a sí mismo pasa por la periódica actualización del perfil con el que se manifiesta y por la exposición permanente del (auto)proyecto singular que lo mantiene atareado. Los objetivos y los proyectos pierden así su condición de futuribles y se convierten en su propia finalidad: ya no seremos en función del grado en que se cumplan nuestros objetivos, sino que somos en función de tener ahora algún objetivo que nos moviliza. Esta lógica insensata instala al sujeto contemporáneo en una suerte de energía nerviosa, de tiempo caótico y repleto, que lo ocupa por completo hasta consumar, paradójicamente, una existencia vacía: hace todo y de tantas maneras que no se reconoce en nada. El resultado de este esfuerzo de autorealización constante es un malestar y una fatiga que tienen una apariencia biológica y psicológica, pero que arraigan en una condición política . Sin embargo, la cultura del dopaje y la autoayuda contribuyen a despolitizar este malestar y lo proyectan exclusivamente en el ámbito de la responsabilidad personal, lo que incrementa la dimensión de la epidemia depresiva. En estas condiciones la vida queda acotada en el circuito cerrado que la balancea entre la euforia y la enfermedad, obturando toda posibilidad de futuro fuera de esta movilización ensimismada.
Actualización. El desasosiego intermitente acude a la farmacología y a la literatura de autoayuda con extrema facilidad, convertidas en una oferta de consumo de crecimiento exponencial. Sin embargo, la necesidad apremiante de analgésicos encuentra una válvula de escape inmediato en el consumo intempestivo de cualquier otro tipo de bienes. En el intervalo de tiempo entre las tomas de las dosis prescritas y las lecturas para fomentar la autoestima, nada parece restablecer más rápidamente la paz interior que concederse, una y otra vez, una experiencia de shopping. Hay una correlación simétrica entre los grados de preocupación e inseguridad y los índices de consumo debido a que la adquisición de mercancías, otorga una satisfacción inmediata por su capacidad para restablecer unas dañadas señas de identidad. El malestar apunta directamente hacia la integridad personal, así que nada mejor que recomponerla rápidamente mediante una nueva equipación definitoria de un estilo de vida en permanente reconstrucción. Si durante la modernidad y la posmodernidad el capital ya había convertido el consumo en la piedra angular de la esfera social; el sujeto de hoy lo redobló convirtiéndose en un “hiperconsumidor” al priorizar la declinación emocional y existencial de la experiencia de compra. El consumo ansioso por restablecer una felicidad privada ya no responde ni al principio de democratizar el acceso a los bienes materiales, ni a la mera liberación de una economía del deseo. Se trata de un consumo instalado exclusivamente en la “hedonia depresiva” , la incapacidad de actuar fuera de la búsqueda de un placer que no solo se reconoce caduco, atravesado por una obsolescencia estructural – más allá de la programada – que alimenta la ansiedad por la renovación inminente, sino que, además, consiste en un placer consciente de la vacuidad egocéntrica en la que se sostiene : “Siempre nos ocurre lo mismo; nos convencemos que gastamos dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para causar una buena impresión no duradera frente a personas que no nos interesan” . Esta suerte de peculiar negatividad inherente al consumo, representa una novedad que trasciende la vieja comprensión del consumidor como un sujeto inconscientemente alienado; por el contrario, el consumidor de hoy, aunque puede que padezca una efectiva involución cerebral , es plenamente consciente que se encuentra encerrado en un circulo vicioso que lo devuelve al malestar inicial.
El pivote que sustenta el viaje de ida y vuelta hacia el malestar – por mucho que nos apliquemos en el consumo de paliativos farmacológicos o bienes de consumo sublimados a la categoría de seña identitaria – es el imperativo de la actualización. La experiencia de consumo siempre estuvo afectada por una caducidad y una inmediatez intrínsecas; pero nunca como ahora a causa de su estrecha relación con la exigencia imperiosa de producir identidad. El consumo siempre se instituyó como una experiencia de presente exclusivo – es lo que persigue la moda (modo; ahora) – pero se compasaba con otras experiencias lentas y dilatadas (la formación personal, la construcción de vínculos sociales y afectivos, el cuidado de la memoria,…) que se reconocían como las experiencias fundamentales en la construcción de la identidad. En la medida que hoy ya no nos definen significantes colectivos sino referentes de gusto y modos de aparecer en una esfera pública descompuesta y precaria, la identidad solo se aferra a la exhibición de aquello que la inviste frente a los otros esfuerzos individuales de aparición. En este proceso que identifica la identidad con su proceso de singularización frente a la colectividad, esta se ve arrojada a la necesidad de una constante actualización consumista. No importa que la confrontación entre singulares este camuflada por la fidelidad digital. El numero de seguidores no construye comunidad puesto que, ante todo, es un muestrario frente al que hay que distinguirse y llamar la atención. Esta adicción al reconocimiento es un objetivo que solo puede consumarse mediante el consumo de toda suerte de bienes, servicios y aplicaciones que resuelvan aceleradamente nuestra atractiva aparición. Somos en la medida que nos hacemos actuales mediante un aparecer en tiempo real, tan vulnerable que de inmediato deberá convertirse en el renovado esfuerzo para la reaparición. Ser actualidad significa pues estar en acto, presente aquí y ahora. La obsesión por actualizar las prestaciones de nuestras prótesis tecnológicas, no es más que una extensión matemática de la necesidad de ser actuales mediante la constante producción de presencia presta a ser felizmente sancionada.
El tiempo que corresponde a la apoteosis de la presencia nada sabe de la duración. Ya no se trata de la inevitable volatilidad del placer consumista, sino de la radical fragmentación del tiempo que conlleva el consumo orientado a un constante estar apareciendo. La tradicional experiencia consumista ya apelaba a un tiempo puntillista, constituido por segmentos dispersos sin linealidad , pero todavía podía compartirse con otras secuencias de un tiempo expandido. La existencia conjugada y conjurada con la presencia preceptiva, por el contrario, no puede redimirse en ninguna suerte de tiempo largo. Así como el imperativo de actualización no deja huella; tampoco conoce un mañana que no se identifique con el miedo a la desaparición. La única longitud de tiempo apta para no dejar de estar (en) presente es la aceleración.
Aceleración. La estrecha relación entre la evolución del capital y su noción del tiempo es una cuestión harto conocida. La piedra angular de esta relación, es el axioma según el cual el valor de la mercancía viene determinado por el tiempo de trabajo que se requiere para producirla. Esta regla es tan crucial que el propio Marx se apresura a recordar que la discusión sobre los límites de la jornada laboral está en la base del conflicto de clases . La ecuación en cuestión determina pues que el propio tiempo condense tal grado de valor que se convierte a sí mismo en la más preciada mercancía. De ahí surge la necesidad de que se articulen los mecanismos necesarios para imponer una racionalidad en la producción que permita rentabilizar al máximo el valor tiempo. Con esa perspectiva, el taylorismo propuso aplicar dos medidas complementarias : imponer la noción de tarea como unidad de trabajo e introducir el cronómetro para garantizar que esa misma tarea se ejecute en una determinada unidad de tiempo . Este episodio representa el momento culminante en la definitiva substitución del tiempo abstracto – aquel que se vinculaba a circunstancias concretas y autónomas – por el tiempo astronómico continuo que divide la existencia entre el tiempo ocioso y el tiempo de trabajo que, a su vez, es compartimentado también en unidades de producción susceptibles de ser prolongadas con avaricia . El resultado es lo que retrató Chaplin en Tiempos Modernos (1936): el tiempo es dinero y, en consecuencia, no cabe perder tiempo. A pesar de la enorme transformación que ha sufrido la experiencia del trabajo, esta ecuación solo ha sido alterada en su propia maximización.
El mandamiento de no perder el tiempo muy pronto encuentra su correlato en la aceleración. Aumentar la velocidad es el modo de alargar la efectividad del valor tiempo; así que se hizo imprescindible abrir una sucesión de innovaciones que permitieran acelerar todos y cada uno de los engranajes ortodoxos del capital: la producción de mercancías (desde la velocidad maquinaria de la era industrial hasta hiperproductividad mediante robótica), la circulación de bienes y productos (con la mejora de los transportes, la velocidad de las operaciones financieras calculada en microsegundos o el cultivo de la obsesión por la entrega inmediata) y el consumo (mediante la publicidad, la moda, la obsolescencia programada y la generalización del low cost). El capital se hace así sinónimo de velocidad; de modo que, cuando el trabajo ya se ha convertido en la tarea preceptiva de producción de identidad adicta al reconocimiento – como vimos en la descripción del malestar – , es la vida misma lo que se acelera. Por la misma operación, en el interior de esta vida ya no es factible mantener la clásica oposición entre otium y negotium, puesto que el más rentable negocio del capital descansa en la tarea estresante de regalarnos placer, en atómicas unidades de tiempo actualizado, para fundamentar nuestra vaporosa identidad.
La vida acelerada viene ocupando muy seriamente a la sociología contemporánea. Hartmunt Rosa declina la sociedad de la aceleración en sus versiones tecnológicas (la nueva velocidad en el transporte, la comunicación y la producción), sociales (la mutación de la esfera institucional) y domésticas (el constante ajetreo del ritmo vital) , reconociendo que esta poliferación de distintas velocidades en aumento desemboca en un cuerpo social atravesado por una creciente desincronización general. Cada vez disponemos de más tiempo para constatar la falta de tiempo, por mucho que cada cosa requiera, supuestamente, su propia medida de tiempo. En la base de esta paradoja poliédrica subyace el desarrollo exponencial de la cultura digital, principal espoleta para la flexibilización absoluta del tiempo. Los nuevos dispositivos tecnológicos acortan el tiempo necesario para todas las operaciones y, por la misma regla, multiplican la expectativa de operaciones a realizar y sin que a nadie le importe si son necesarias El celebrado estudio de Judy Wajcman cuestiona de raíz y con argumentos empíricos la suposición de que el trabajo se ha multiplicado a causa de su progresiva mediación digital ; pero comete el error de acotar la noción de trabajo a la ocupación remunerada, obviando que el centro del nuevo trabajo ya no reside ni en la fábrica ni en la oficina, sino en la tarea de autoproducirse en cualquier lugar y circunstancia, incluso en la precariedad o en el desempleo. Cuando la principal mercancía se materializa en una selfie sometida a la prerrogativa de su actualización constante, es imprescindible acelerar sus remakes persuasivos. El ajetreo y la aceleración, en efecto, no derivan tanto de la multiplicación del trabajo o de su mutación en multitarea, como de las reglas de competitividad que rigen la aparición en el mercado de sujetos singulares atosigados por disfrazarse constantemente de sí mismos.
La aceleración es tan estructural a la evolución de la producción que ha modificado por completo la vida cuando es ella lo que se produce. De ahí que las esferas tradicionales de nuestra existencia – laboral o afectiva – se vean sometidas a la regla del remplazo rápido. La vida se hizo acumulativa y, como rezan las normas del capital, para acelerar la acumulación hay que diversificar la inversión y remplazarla de inmediato cuando ceden los índices de beneficio. Es la totalización de la normativa financiera: las carteras de futuros no son más que una gestión beneficiosa de activos disponibles. No hay más futuro que aquel que estalla provechosamente en el presente. Bajo esta premisa, absolutamente nada conserva duración; siquiera la apología de la desacelaración, convertida en un mero producto de la cultura de la salud en el marco del malestar general. Ralentizar el ritmo y abogar por las virtudes de la lentitud, no detiene nada sino que multiplica la oferta de modos de estar y de aparecer. Al fin y al cabo, la autofoto puede salir mejorada si ocasionalmente permanecemos un tanto más quietos. En otras palabras, el incremento de medidas paliativas frente a la aceleración – las estrategias slow, los bancos de tiempo, la demanda de una desintoxicación digital, la apelación a incrementar el tiempo de libre disposición,…- más que remediar la situación, lo que consiguen es evidenciar la magnitud de la velocidad de crecimiento exponencial que rige nuestra existencia : “todo el mundo hoy en día quiere saber como frenar, pero quiere saberlo de manera muy rápida” .
La aceleración no nos acerca antes al futuro. En la medida que la velocidad se hace estructural, ya no conduce hacia otro lugar distinto de aquel en el que se produce sino que, sencillamente, lo colapsa o lo atropella. De acuerdo a las leyes de la dromología propuestas por Paul Virilio , el accidente es consustancial a la velocidad. La aceleración multitudinaria de dispositivos tecnológicos, de sujetos ajetreados o de información torrencial, está abocada al atasco; a su vez, la propulsión acelerada de cualquier dispositivo singular no hace sino lanzarlo hasta su límite de catástrofe. El descarrilamiento aumenta su probabilidad de forma proporcional al aumento de velocidad. En la aceleración, el futuro se hace así todavía más lejano; ya sea porque el presente queda sincopado o porque el presente se detiene por percance o por el miedo a que este se produzca .
Miedo. El contratiempo acecha. Los malestares, la precariedad y la exigencia de una actualización acelerada adquieren la categoría de auténticos peligros en la medida que incrementan nuestra vulnerabilidad. Los miedos se multiplican y las pesadillas asaltan la razón.
El atlas del miedo es laberíntico en tanto que repleto de encrucijadas en las que se solapan distintas amenazas que podrían conducirnos a peor: el miedo al futuro, el pánico frente al fracaso y la desconfianza frente a los otros por competidores o por extraños.
El miedo al mañana es sigiloso; no puede proclamarse de forma abierta, se disfraza de inquietud y acaba por reconocerse como una dicha. Es un miedo que arraiga en la pérdida de agarres; el miedo de quién se sabe arrojado. Cuando se combinan la inestabilidad laboral, la erosión de los lazos sociales, la ligereza de los vínculos afectivos y la obligación de hacerse una vida en tiempo real, el sujeto queda desposeído de cualquier anclaje y es abandonado al trabajo solitario de su autoproducción. En esa tarea, batalla por hacerse a sí mismo ingresando de forma sucesiva y acelerada en distintos estadios sin vocación de permanencia. Esta condición de emprendedor lo mantiene en el presente continuo de su emprendimiento. El resultado es una in-quietud crónica; un miedo a detenerse que mantiene al sujeto ensimismado en una suerte de movilización sedentaria que, a pesar del ajetreo, solo gravita sobre sí misma. El terror inconfesable es el que identifica el peligro de la detención con el desamparo de la inexistencia. Por ello y en la medida que esta hiperactividad mantiene al sujeto distraído y ocupado, “llama felicidad a todo aquello que lo encadena” . El mejor futuro se reduce al escuálido mañana que sea capaz de mantenerse en esta libertad opresiva; dispuesto a conservarse y a repetirse frente a la evidencia de que las cosas podrían empeorar si la inquietud se detuviera. La infelicidad de la detención es el fracaso; la peor de las amenazas y causa de un verdadero pánico. El fracaso consiste pues, llanamente, en no disponer de proyectos inmediatos a realizar y en no conseguir los índices exigibles de reconocimiento a muy corto plazo. Cualquiera de estos sombríos horizontes se traduce en una pavorosa conciencia de inadecuación. El miedo al mañana ya no es un miedo a la muerte que se posterga, sino que nos acecha a diario en la facilidad con la que podríamos des-aparecer y con ello morir viviendo.
Los inadecuados proliferan dada la extrema fragilidad en la que se sustenta el nuevo individualismo; pero también lo hace por el derrumbe de las barreras de precepto que hasta la fecha mantenían a cada cual en su lugar. La barrera de precepto es aquella que delimita un territorio de tal forma que, en su interior, el mundo de la experiencia se acompasa y se corresponde con un determinado sistema de valores. Una de las consecuencias de la globalización ha sido la eliminación de esas cercas antropológicas. Los otros ya no son lejanos sino que, por voluntad o por obligación, coexisten con nosotros. Esta cercanía, lejos de acelerar un posible adiestramiento en la diferencia, ha provocado un incremento de recelos. En un mismo territorio conviven distintos mundos de experiencia y distintas estructuras de sentido, obligando a todos a repensar las propias y a posicionarse frente aquellas que aparecen como ajenas. Esta situación que podría cobijar una promesa de novedades, ha inducido a lo contrario: una mixofobia que estigmatiza la otredad y un repliegue hacia el sosiego de lo igual . En el interior de este proceso, las ciudades contemporáneas se han convertido en archipiélagos con un territorio segmentado y atomizado por la cultura del miedo. Las comunidades cerradas se levantan como privatopías de protección puesto que, en este escenario, el ideal del bienestar incluso está dispuesto a cotizar a la baja en beneficio de una mayor seguridad. No importa que eso nos convierta en reclusos de una miedosa libertad. Además, la magnitud de este repliegue se redobla a medida que el Estado dimite de sus obligaciones sociales y limita sus funciones a metabolizar ese miedo mediante la apelación a los valores nacionales. El “retorno a las tribus” augura el restablecimiento de la barrera de precepto y la recomposición de la unidad frente a la dispersión encarnada por los extraños. Si el espacio urbano se hace retrógrado por su fortificación; la política se hace rancia cuando invoca un supuesto pasado exento de diversidad.
A medida que el miedo se impone, atenaza y promueve la concentración de lo igual y el regreso a la unidad amenazada. En ambos casos el presente queda encerrado, ya sea en su contingencia o en la nostalgia de una ficción, pero en ambos casos inhabilitado para desplegarse hacia territorios nuevos. El miedo comprime el tiempo al recluir el presente en la ansiedad de semejanza, confinarlo en sus guaridas y contentando su naturaleza medrosa con añoranzas infundadas.
Copia. La miseria crece a medida que lo igual se concentra y se amontona. Las causas que lo explican van más allá la mera naturaleza pedigüeña del principio de acumulación estructural al capital. Por miedo frente a lo extraño nos replegamos entre iguales; mediante la velocidad con la que atravesamos distintos lugares, todos se comprimen en un único emplazamiento dilatado; en las redes sociales que nos prometían hallar nuevos interlocutores, solo se conectan entre sí sujetos afines para festejar su parecido; y respecto a las novedades auguradas por la tecnología, en realidad se han reducido a la aplicación de complejos algoritmos que nos reproducen para estimular el encuentro de cada cual consigo mismo. Cualquier búsqueda sabe de antemano los hallazgos que le esperan: todo suerte de productos o experiencias de aspecto variable, pero que aseguran que todo va a permanecer igual en el interior de una vida hipermovilizada sobre su propio eje. Lo igual por doquier bajo la apariencia de un descubrimiento diario. La lógica igualitaria ya no consiste en la plena garantía de distribución del derecho, sino que la redujo a la regla que discrimina cualquier posibilidad de verdadera novedad.
La trampa igualitarista es muy sibilina. En apariencia, la obligación de singularizarse que afecta a todos podría hacer pensar que garantiza la multiplicación de identidades originales, pero ocurre precisamente lo contrario. Es el mismo ahínco por ser auténtico lo que instala a todos en el marco de un juego de espejos donde triunfa la comparación permanente. Para diferenciarse es menester identificar primero la referencia y solo respecto a ella ensayar los modos de distinguirse. Lo auténtico solo surge y se reconoce en la confrontación con lo supuestamente menos autentico; de forma que el hambre de autenticidad solo puede saciarse en el perímetro corto de lo conocido y establecido. El resultado es el triunfo empobrecido de lo igual trufado en la infinita multiplicación de su mínimo diferencial . El sujeto emprendedor de sí mismo es literalmente un manierista, condenado a inventar perpetuamente pequeñas variaciones de la regla para permanecerle fiel sin necesidad de confesarlo; cada maniera con la que construye su aparecer, por más que explore todas las posibilidades de la variedad, va a mantenerlo atrapado en el marco de conformidad con la norma. La tolerancia es quizás el concepto neoliberal más explícito para dar cuenta de esta lógica: desde un centro normativo se regula el alcance de lo tolerable, capaz de contemplar una cuantiosa oferta de diferencias que, precisamente por trascender la estrechez de lo uniforme, garantiza de forma más competente la extensión productiva de lo igual.
Lo igual multiplicado hasta la saciedad mediante su proliferación de diferenciales puede, más sencillamente, reconocerse como copia. En el siglo XIX, cuando se desarrollan los medios de reproducción, la copia era aquello que procedía del original y que, en algún caso, incluso podía conservar un escombro de aura ; sin embargo, desde el advenimiento del pop, la copia no ha hecho más que incrementar paulatinamente su grado de autonomía hasta independizarse por completo como mero soporte medial, como signo vacío que ya no debe dar cuenta de ninguna procedencia ni origen. La copia ya no se contrasta despectivamente con lo verdadero puesto que nadie sabe ya donde se encuentra. Como en todo manierismo, la reiterada deformación de la norma acumula tantas variantes que al final se produce el olvido definitivo del modelo. La copia multiplicada solo sobrevive entre copias para sobresalir entre ellas. La copia expresa así la soberanía de lo igual: se reproduce sin cortapisas y con agrado porque ya no puede experimentarse como perdida. Lo canónico se hace poderoso y eficaz mediante su propia invisibilidad tras la proliferación de copias vacías que consuman su hegemonía sin resistencia. El control completo sin estridencias: todos iguales a no sabemos qué; aunque esforzándonos por desigualarnos de modos demasiado parecidos y aptos para el consumo.
Cuando lo igual se convierte en una copia vacía, desposeída de cualquier vínculo consciente con una supuesta fuente original, y se comporta capaz de reproducirse de forma amanerada hasta el infinito, consigue incluso sortear el estigma del engaño. La copia opera como una suerte de mentida no fraudulenta puesto que ni es depositaria de ninguna verdad ni, en el otro extremo, pretende substituirla mediante un simulacro. Así como el simulacro – el relato mediático, por ejemplo – es una construcción verosímil que desplaza lo real para ocupar su lugar ; la copia es la realidad misma reducida a su repetición igualitaria. La copia, en esta perspectiva, quizás deba interpretarse como la más explícita evidencia del derrumbe definitivo de aquella epistemología moderna – Nietzsche, Freud, Marx – que proclamó la necesidad de aplicar siempre y sobre cualquier realidad, una pátina de sospecha para desvelar sus fondos de verdad. La copia ni engaña ni oculta nada; sencillamente cumple con aceleración e inmediatez el cometido asignado por el nuevo principio de producción: satisfacer el deseo de ser y de aparecer sin demora. Byung- Chul Han ha explicado muy bien como hay que ser cauto frente a la supuesta “falsificación” de la mercancía producida en China puesto que, en efecto, se trata de copias (shanzai) y no de fakes que pretendan burlar a los incautos . La copia garantiza la máxima eficacia en la producción de identidades suficientemente diferenciadas, asegura una multiplicación de los objetos de deseo que reclama esa misma identidad volátil y, así mismo, la copia incluso puede avalar una homogeneización particularista del territorio mediante la propagación de ciudades que se replican entre sí por toda la geografía global . El imperio de lo igual crece como copia y esta es, al fin y al cabo, sincera. La copia, arropada en su sinceridad, obtiene así vía libre para propagarse y perpetuarse, sin menoscabar la apariencia de ser un producto de la libertad. En efecto, cada cual es responsable de sus modos de individuación, aunque siempre se resuelvan como variantes tolerables de lo igual. Pero en la medida que esta libre distinción solo se alimenta desde sí misma y para sí misma, la copia proyecta su sombra sobre el tiempo en términos absolutos. Por una parte, la acumulación de copias olvida el pasado en el que residía el original y, a su vez, las mismas copias secuestran el futuro en los límites de la mera variación infinita de lo igual. En la copia no hay más que un presente extendido que, así como ya olvidó de donde procede, también sabe que el porvenir se reduce a una copiosa circunvalación alrededor del ahora y sin ningún adelante.
Fin. El desasosiego y el malestar derivados de la precariedad material y existencial; la obligación a someterse a una constante actualización que garantice reconocimiento; la obsesión por la velocidad como estrategia acumulativa de placeres y experiencias y, finalmente, el repliegue miedoso entre lo igual capaz de incubar la lógica de la copia, no son más que una pequeña colección de dinámicas en curso mediante las cuales el presente se empobrece. Podrá decirse que tanto el perfil de cada uno de estos ingredientes como el resultado de su suma, no es más que un relato afectado por un síndrome de naturaleza apocalíptica. Para contrarrestar esta lectura y desafectar la interpretación de nuestro argumentario, solo cabe la posibilidad de acertar a tomar la distancia adecuada : el relato del fin no es, ni el temperamento que aqueja lo expuesto hasta aquí, ni su efecto al modo de corolario; el relato del fin es la ideología dominante que ineludiblemente ha de añadirse a este urgente inventario de las heridas por las que supura nuestro presente.
Para constatar la preeminencia del relato del fin se puede acudir a distintas evidencias. La más estridente y harto estudiada se revela en la retahíla de series televisivas (The Walking Dead, V, Terranova, Revolution, Last Man on Earth,…) que imaginan distintos escenarios de la inminente extinción de la humanidad y del planeta. Lo mismo sucede en la literatura y el cine y con el mismo resultado equitativo entre productos cochambrosos e inteligentes. Pero la amenaza del fin no se limita a abastecer el mercado insaciable de la industria del entretenimiento, sino que se ha convertido ya en una cuestión acuciante para el conjunto del pensamiento científico y social. La crisis financiera que interrumpió el bienestar se ha cronificado para demostrar la crisis terminal del capital; el agotamiento de los recursos naturales y energéticos tradicionales ya es una completa certidumbre; y la superpoblación venidera solo sugiere la imposibilidad de hacer sostenible cualquier modelo de crecimiento. Esta confluencia de advertencias no hacen sino presagiar la cercanía de un tormenta perfecta frente a la que crecen, de forma simultánea, tanto el imaginario del fin como la convicción de que nadie podrá dar las respuestas adecuadas. El futuro se oscurece y la condición de orfandad del presente sin porvenir se convierte en inapelable. En el mejor de los casos, se tantean medidas paliativas, absolutamente antagónicas entre sí, para postergar la catástrofe: la teoría del decrecimiento, la confianza en el desarrollo tecnológico o el hallazgo de exoplanetas habitables. En este contexto, la literatura que merodea alrededor de la idea del fin es muy prolífica; pero la carga que comporta tomar conciencia de que vivimos en el marco de una “condición póstuma” que convierte la caída en irreversible, se gestiona de modos muy distintos según la perspectiva desde la que se formula el diagnóstico. Para algunos, el fin que nos acecha sólo culmina una tradición religiosa que anhelaba consumarse ; para los menos; por el contrario, el fin es tanto una posibilidad real, como un principio ideológico que ha de ser urgentemente rebatido . Pero en cualquier análisis se comparte que la efectividad ideológica del relato del fin es inmediata: es tan irreversible que ningún modelo alternativo podría detenerlo. El fin se inviste así como el motor de una alienación por encantamiento. Nada puede hacerse ya ante la inminencia del final como no sea contemplarlo embelesados . En cualquier caso, y a pesar de la larga tradición del pensamiento apocalíptico, para alcanzar a comprender el proceso mediante el cual hoy ha cuajado de forma tan exitosa esta narrativa sombría del fin, es menester distinguir al menos dos fases distintas. La reciente historia del fin no lo concibió siempre de forma afligida; por el contrario, primero se articuló una crónica de la posthistoria vaticinando un final feliz y, solo después, cuando las evidencias ya lo hacían insostenible, la misma idea del fin viró hacía la oscuridad.