Traducir Comunidad y otras secuelas por venir. martí peran
1. Síntoma. El conjunto de trabajos que componen El Mamporrero y otros síntomas está presidido por una suerte de frontispicio que reza así:
Per a nosaltres la família constitueix la pedra bàsica de la Nació. En els llindars de la llar es queden les ficcions i les hipocresies del món, per a entrar al temple de la veritat i de la sinceritat. No en va sobre la fortalesa de les llars s’ha aixecat la nostra millor Història. En córrer els anys, la nostra Nació ha estat, més que una suma d’individus, una suma de llars, de famílies amb un cognom comú, amb les seves generacions i jerarquies naturals i sagrades, amb la solidaritat que mou a uns en servei i ajuda cap a els altres i que fa sentir amb més força que si fossin pròpies les desgràcies o els patiments dels altres. Per l’elevació dels sentiments que l’ordre familiar comporta, per la solidaritat del destí comú, per la xarxa d’afectes i tradicions acumulades en córrer dels anys, que de pares a fills es transmeten amb la torxa del deure, dels honors, de la feina o del sacrifici, no només és semblat al que pot establir-se entre la família i la Pàtria, sinò que la família constitueix un model, un arquetip per a la Nació.
Se trata, supuestamente – así lo consignan los responsables de la muestra – de un fragmento del discurso que Francisco Franco dirige a la nación en la nochevieja de 1953. En efecto, la referencia de la cita es engañosa puesto que, como es fácil adivinar, el discurso jamás fue pronunciado en lengua catalana. La traducción de las palabras del tirano no obedece a un gesto de cortesía hacía el público local, catalanoparlante en su mayoría, sino que ha de interpretarse como el primer y fundamental síntoma o señal de algo más complejo, tal y como quedaba apuntado en el título general del proyecto. Veámoslo.
La traducción al catalán que se nos ofrece no pretende deleitarnos desde una perspectiva filológica. A pesar de que el texto original castellano es una concatenación de circunloquios que podrían hacer las delicias del traductor, se ha optado por una traducción mecánica y literal con el objetivo de conservar la máxima simetría entre el texto de origen y el texto de destino. Con esta decisión, en principio, la traducción evita cualquier fuga retórica y garantiza la exposición exacta del mismo valor semántico expresado en el original. Sin embargo, esta drástica fidelidad al contenido del texto, precisamente por su mismo carácter radical, en lugar de neutralizar los posibles efectos producidos por la traslación idiomática, lo que provoca es un desplazamiento absoluto que socava la totalidad del sentido del discurso. En otras palabras: mediante el inocuo gesto de volcar en catalán las mismas palabras que en el original, aún sin mencionarlo de forma explícita, remitían a una comunidad nacional determinada – la española – ahora, mediada la traducción, podrían aludir por igual a otra comunidad nacional distinta – la catalana – con la que mantiene una relación de disputa. No hay duda, los argumentos esgrimidos a favor del nacionalismo español que se expresan en el texto – una comunidad de naturaleza consanguínea- también podrían firmarse desde el nacionalismo catalán más recalcitrante e, incluso, por parte de tantos otros nacionalismos retro-tópicos de hoy en día La consecuencia fatal de esta versatilidad es tajante : si aquello que permite reconocer la singularidad de una comunidad nacional determinada también sirve para singularizar a otra, entonces, habremos de concluir que en verdad no define a ninguna de ellas. La inofensiva traducción sometida a la estricta lógica de la equivalencia entre lenguas, acaba por instalar una ambivalencia extrema que vacía de contenido a ambas. Así pues, el síntoma que delata la consecuencia de la traducción es inapelable y apabullante : las esencias identitarias solo se apoyan en convenciones ideológicas y culturales por más que nos apliquemos en el esfuerzo por presentarlas como unas condiciones ancestrales. En realidad, la señal que emite la traducción – la fragilidad que atraviesa la noción de comunidad nacional – es tan evidente que retumba con extrema facilidad en trabajos como El valor de la pureza y Obsequio de cortesía que juguetean con sarcasmo con la idea de raza. La violencia del gesto del mamporrero es, en efecto, otro síntoma de lo mismo: la pureza racial se decide por inoculación y no por designio de naturaleza. En el marco de esta ecuación, el caballo de pura raza española y el burro catalán son también tan idénticos y tan dispares entre sí como si fueran objeto de una mera traducción literal. Ante este desmán no hay más remedio que ahondar en la interpretación de este conjunto de síntomas como una invitación a ponderar las nociones que ahora quedan afectadas por ellos: la traducción y la comunidad.
2. Traducción. En la historia de la traducción también hay mamporreros, agentes de mediación irreverente, decididos a modificar el curso de las cosas. Los mamporreros de la traducción se denominaban enmendadores; pero también podríamos identificarlos con los ayuntadores, los copistas, los glosadores, los capituladores o los lectores. Toda esta legión de intermediarios garantizaba el buen hacer de la Escuela de Traductores de Toledo en su propósito de volcar textos árabes al latín y a lenguas romances. Ya por aquel entonces, en efecto, la traducción se concebía como el resultado de un conjunto de procesos, todos ellos imprescindibles para conducir de manera eficaz el desplazamiento espacio-temporal que conlleva el acto de traducir. No se trataba sino de dar cumplimiento a la más ortodoxa idea de traducción : trasladar un texto de un lugar a otro – de un contexto cultural a otro distinto – y desplazarse desde el tiempo del original a su actualización.
La Escuela de Toledo no cumple ahora más que el papel de ejemplo para subrayar la dilatada historia de una sospecha: no hay simetría entre lenguas puesto que cada una configura su propia estructura. Al fin y al cabo, ya sabíamos desde Cicerón que no es recomendable traducir palabra por palabra (verbum pro verbo) puesto que es indispensable asumir las consecuencias – tal y como planteará después la historia de la traducción – de algún tipo de mamporreo; ya sea de orden sociolingüístico (traducir a partir de los conocimientos socioculturales propios del traductor), de orden comunicativo (intentando conservar el sentido del texto original más allá del mero respeto a las estructuras lingüísticas) o de orden hermenéutico (desentrañar aquello que conforma el verdadero querer decir del texto). En cualquiera de estas tesituras, la traducción, al exigir una toma de partido que siempre interviene de un modo activo, no aparece nunca como una garantía de cierre sino de apertura: intentar decir lo mismo de otra manera solo es posible en la medida que decimos algo distinto. Ya vimos un ejemplo: intentar decir, mediante traducción al catalán, que la familia es la quintaesencia de la nación española, lo desdice tanto para unos como para otros en tanto que, al hacerse reversible, despoja al contenido de su supuesto carácter ontológico y lo hace mundano, histórico e ideológico. Quizás sea este el verdadero alcance de la anomalía que expresa el síntoma que ahora entra en juego: cualquier traducción solo es posible en tanto nada es traducible. En otras palabras, la traducción misma no es sino el despliegue de lenguaje derivado de su propia imposibilidad. Según esta consideración, no hay un decir que a golpe de repetirlo traducido se diga con más firmeza sino que, en la traducción, ocurre precisamente lo contrario: a cada nueva versión, se acumulan y se añaden dislocaciones de carácter sociolingüístico, comunicativo y hermenéutico que obligan al texto original a decir algo que, en primera instancia, no decía o, como hemos visto, incluso lo arrastran hasta desdecir lo dicho.
El célebre ensayo que Walter Benjamin dedicó a La tarea del traductor (1923) proponía, precisamente, reconsiderar la ilusión de simetría entre lenguas al sugerir que debía interpretarse, ya no como una garantía de fidelidad entre ellas, sino como una suerte de fatal parentesco (verwandtschaft) por el cual la traducción no desvela sino la imposibilidad de permanecer como lengua pura que comparten todas las lenguas. Una tarea (aufgabe) también es siempre una rendición : “la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta misma evolución“. Es cierto que el verdadero objeto de atención en Benjamin es el texto original; sin embargo sucede que es por mediación de la traducción que se revela la incompletud de toda lengua. Ningún texto es traducible en la medida que toda traducción se rencuentra con aquello que el texto original no alcanza a decir; así pues, traducir no es otra cosa que hacer ver la falta que padecen ambas lenguas -mantener con vida la naturaleza enigmática del lenguaje – y no tanto cumplir con la ilusión de la comunicación. Aún despojando este razonamiento de su pátina teleológica (el enigma inescrutable de una palabra primera) , el principio de imposibilidad de toda traducción se conserva intacto en su versión laica; para ello solo es menester concebir la tarea de la traducción como una repetición que no reproduce sino que somete al lenguaje a un proceso de iterabilidad por el cual, el texto original, solo puede ser repetido (traducido) en la medida que produce diferencias. No es este el lugar para desarrollar un análisis atento de los razonamientos derridianos ; basta recordar, en términos históricos, que distintas lenguas – el armenio y otras tantas lenguas romances – nacen de unas tareas de traducción que ponen en evidencia la magnitud de la alteridad que promete una repetición: traducir – volver a decir de otra manera – como el instante cero que inaugura la misma posibilidad de decir. Esta es la auténtica dimensión de la potencia de traducción, solo concebible como la práctica de su misma imposibilidad.
El reconocido traductólogo Georges Mounin expresó la paradoja que hemos analizado de un modo pragmático : “no queda más remedio que concluir que la traducción es imposible. Sin embargo, los traductores existen, producen, y sus productos son de utilidad”. La funcionalidad de la traducción, acorde con lo planteado, deberá entonces interpretarse en una doble dirección: como ejercicio de comunicación más o menos fallido, puesto que conjuga por igual la lealtad al texto original con la infidelidad derivada del desafuero provocado por la misma traducción. En una traducción pervive una sombra reconocible de lo traducido, pero siempre aparece empañada por aquello que la traducción dice de más respecto al original. Volvamos a nuestro ejemplo. La utilidad de la traducción del texto del dictador se resuelve, en efecto, en la exposición del sentido que pretendían sus palabras – definir el talante de la nación española- con el además que lo desmiente al afirmar lo mismo para otro campo semántico. Hacer decir al texto lo que dice conlleva, de forma irremediable, hacerlo hablar de nuevo.
3. Comunidad. Existe una metafísica de la comunidad tan dañina, al menos, como lo que comporta el sistema de creencias que sostiene a la metafísica del sujeto. Según estas metafísicas – con tan difíciles equilibrios entre sí que lo habitual es hacerlas coincidentes – tanto la comunidad como el sujeto habrían de ser concebidos como absolutos, como instancias sin relación y desprendidas. En lo que se refiere a la comunidad, esta tradición es vasta y dilatada. Sus cimientos son de origen clásico y pueden hallarse, por ejemplo, en la convicción aristotélica de que el ser propio del hombre procede de su pertenencia a una polis, puesto que solo determinados animales disfrutan de autosuficiencia. La polis clásica es, en efecto, la primera representación de una comunidad política que -con el curso de la historia y el apoyo de las elucubraciones kantianas – incluso puede permitirse aparecer como una suerte de cumplimiento de un mandato de naturaleza. La comunidad como designio natural que demuestra, además, el espíritu de progreso que organiza el mundo. Pero la versión de la metafísica de la comunidad que ahora nos interesa desgranar es aquella que procede de pervertir las consecuencias de la crisis del Antiguo Régimen. En efecto, cuando se intenta abandonar el abrigo de las monarquías solares – la larga estela de Le Roi Soleil – mediante una proceso revolucionario, se proclama que los hombres pasan a ser iguales en tanto que hijos de la Patria y que el Estado no es sino la articulación institucional de esta comunidad de ciudadanos. Sin embargo – confirmando la interrelación entre comunidad y religión que más tarde subrayó Durkheim – muy pronto la Nación devino una suerte de divinidad laica en tanto que sujeto supremo de la acción política que, a su vez, favorecía la emergencia de ideologías nacionalistas al modo de credos que dotan de legitimidad al Estado. La consecuencia de esta teologización es doble : invierte el orden jerárquico de los agentes implicados – es el Dios-Nación quién hace al hombre y no al revés; como ya sucedía en la polis aristotélica – y labra el camino más holgado para naturalizar la idea de comunidad nacional en tanto que , aún estando compuesta por poblaciones heterogéneas que se ensamblan tras conflictos bélicos, procede de una acción de Estado equiparable a una mano divina que nunca ejerce ningún mal que por bien no venga. El poder de un valor absoluto – la Nación o la razón de Estado – descansa, precisamente, en esta capacidad de ser y de proceder de un modo tan desprendido como extramoral.
En este proceso que concede naturaleza ontológica a la Nación, la familia va a recuperar – la modernidad solo reconoció la relación parental como fundamento comunal para las culturas premodernas o no occidentales – de inmediato un rol protagónico. Mientras la comunidad nacional que soñaba la revolución era una asociación de hombres iguales con independencia de su procedencia, la Nación investida como premisa natural va a exigir rescatar el vínculo de sangre como forma elemental de la comunidad. La unidad familiar, a fin de cuentas, facilita y acelera ese mismo proceso de naturalización de la idea de comunidad en, al menos, tres frentes complementarios. Por un lado, ofrece las herramientas adecuadas para sellar un determinado modelo hegemónico de gestión de la convivencia, de la sexualidad y de las relaciones de producción como si fueran condiciones naturales; por otra parte, esta familia nuclear, localista y patriarcal, precisamente por su normalización, disfruta de atisbos de perennidad ya que garantiza la paideia que demandaba la polis clásica para perpetuarse – tal y como celebra el discurso del dictador, no hay peligro para la solidaridad del destino común y la tradición puesto que “que de pares a fills es transmeten amb la torxa del deure, dels honors, de la feina o del sacrifici” – cual instancia ad aeternum. Por último, que no menor, la familia, en la medida que lo anterior es lo que la convierte en “arquetipo de la nación“, es también soberana en el sentido más hobessiano del término (Protego, ergo obligo) : legitima la obediencia en la medida que protege y conserva la vida en el interior de ese mismo marco de valores que, en consecuencia, devienen categóricos y no actualizables.
Este carácter absoluto y cerrado de la idea de comunidad es, sin embargo, impugnable con facilidad. La misma apelación a la protección no hace sino sugerir que la comunidad, lejos de estar exenta de toda dependencia exterior como corresponde a una categoría metafísica, mantiene una tensión permanente con una exterioridad de la que debe protegerse. Parece obvio que este exterior de la comunidad consiste, llanamente, en la posibilidad de que ella misma pudiera constituirse de cualquier otro modo y que, en consecuencia, pierda en ello su supuesta estabilidad natural concebida por decreto de creación . Peter Sloterdijk describe de un modo peculiar esta vuelta a la laicidad; en su propia expresión, la comunidad no es sino una determinada modalidad de esfera, esto es, un interior construido a propósito para satisfacer la exigencia más mundana del homo habitans : protegerse de un exterior amenazante por la mera condición de concebirse como un afuera ignoto y desconcertante. De ahí que pueda definirse a la Nación como una “comunidad de estrés“, una colectividad que consigue conservar en común, no tanto una colección de valores determinados, como la preocupación, la excitación y la ausencia de calma que provoca el temor a que esos mismos valores pudieran ser revocados por las fuerzas exteriores. En realidad, el verdadero estrés que tensiona hasta la paradoja a la idea de comunidad es precisamente su imposibilidad para constituirse como un eficaz “régimen de inmunidad” frente a los peligros que pudieran acecharla de afuera. Roberto Espósito ha expuesto con certeza la insalvable antinomia entre communitas (aquello que liga a los miembros de una comunidad en una recíproca voluntad de donación) e immunitas (aquello que exonera de aquella obligación). La comunidad arraiga en lo propio – propiedades territoriales, étnicas o lingüísticas – pero vivir en comunidad entraña admitir que no hay propiedad que podamos tener en común. Lo único común es lo impropio, lo indeterminado sin ninguna prescripción de esencia, de raza o de sexo. La comunidad es aquello que se articula en la energía – el estrés- derivada de su propia imposibilidad. En este sentido la comunidad jamás procede de antaño sino que, en el mejor de los casos, anuncia un porvenir que siempre queda postergado a causa de la anomalía estructural – el defecto – que atraviesa a la comunidad: es realizable en la misma medida que inalcanzable; por más que, en el interior de la paradoja, se imponga la ley con el único objetivo de decretar la exigencia de la comunidad misma.
La paradoja que tensiona la idea de comunidad, su carácter de pura contrariedad, la emparenta con la traducción: si entonces la repetición producía diferencia, ahora la adición de distintos conlleva una sustracción para cada uno de ellos que impide la consumación de ninguna suma. George Bataille lo expuso bajo el paradigma de la “comunidad de amantes” : la ilusión de disolución amorosa opera en el despliegue mismo de su imposible cumplimiento. La comunidad de amantes es una en tanto no puede ser ninguna, y de ahí radica su potencia como una suerte de horizonte permanentemente postergado que obliga y empuja. A la sombra de Bataille, esta naturaleza defectuosa de la comunidad puesto que siempre se halla en una situación de falta, ha sido parafraseada de numerosas formas : como comunidad desobrada (Jean-Luc Nancy), como comunidad inconfesable (Maurice Blanchot) o como comunidad por venir (Giorgio Agamben). En cualquier caso y sea cual sea la substancia de la falta, esta es, al mismo tiempo, el espacio donde la comunidad ha de ser pensada y donde se materializa como pura potencia de fuga. Todo comunismo – como toda traducción – lejos de aspirar a conjugar un cierre, comporta una apertura que desmiente cualquier clausura.
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Sabotaje (Planfeto) [1] . Es bien conocido como las utopías piratas del siglo XVIII inspiraron a Hakim Bey la imperativa necesidad de liberar áreas de tierra, de tiempo y de imaginación para fundar nuevos enclaves libres. Pero así como las “zonas temporalmente autónomas” (TAZ) representan una explícita formalización de una “máquina de guerra nomádica” que alimenta su fuerza en su constante proceso de desaparición, hoy parece más imprescindible que nunca retomar la efectividad de las herramientas de choque directo, aquellas que ahora podrían reconocer su genealogía en los sabotajes de los míticos Ned Ludd y el Capitán Swing en los albores de la industrialización. Este viraje desde la invisibilidad hacía la confrontación responde, en primer lugar, a la totalización de la violencia con la que el capitalismo neoliberal suspende el derecho y se constituye así como enemigo político y, ante todo, responde a la legitimación del odio como potencia de réplica frente a esa misma violencia.
El odio a la máquina decimonónica podía canalizarse con unas viejas zapatillas capaces de estropear sus engranajes; pero el capital ya no opera y se expande mediante simples ruedas dentadas sino que lo hace mediante dispositivos hipersofisticados, en los que – parafraseando a Giorgio Agamben- se conjugan distintas praxis, saberes, medidas, enunciados e instituciones cuya meta es gestionar, gobernar, controlar y orientar los comportamientos . Esta diseminación absoluta del campo de batalla conlleva a su vez la necesidad de multiplicar los frentes de acción para determinar las operaciones del sabotaje – necesariamente también sofisticadas – ya sea en la esfera económica (Aplicación Legal Desplazada # 1: Reserva Fraccionaria, 2010-2011), la esfera jurídica (Ayuda Humanitaria, 2008-2012; Aplicación Legal Desplazada # 3: FIES, 2011-2012), la esfera policial (Aportación de agentes del orden, 2009), la esfera burocrática (Afrodita, 2017) o la esfera religiosa (Una película de Dios, 2018-2018) del dispositivo monstruoso.
La diversidad de los frentes de acción, sin embargo, no implica en absoluto la necesidad de singularizar en cada ocasión las armas para la batalla. La herramienta del sabotaje, en todas y cada una de las esferas del gigantesco dispositivo que ha de ser interrumpido, es siempre el desplazamiento por inversión mediante el cual la violencia del dispositivo revierte sobre sí mismo, tal y como sucedía cuando se utilizaba la misma fuerza de rotación del engranaje saboteado para provocar la definitiva fractura de la antigua máquina. Así, toda suerte de contratos y documentos oficiales (permisos de residencia, contratos de trabajo, reglamentos jurídicos… incluso la historia del arte canonizada por los museos) que habrían de servir para sellar distintas medidas de control, se convierten en certificaciones de una interrupción que bloquea ese mismo control y abren la brecha para numerosos ataques: inmigrantes ilegales que restituyen su visibilidad (Fuera de juego, 2009), policías que asisten al seguimiento de sus propios delitos (Aportación de agentes del orden,2009), pisos desahuciados que se abren de par en par (Intervención, 2012), mecanismos financieros del expolio legal que se reorientan para la expropiación de sus propios fondos de capital (Aplicación Legal Desplazada # 1: Reserva Fraccionaria,2010-2011), métodos de tortura que salpican a sus propios impulsores (Aplicación Legal Desplazada # 3: FIES,2011-2012), célebres atracadores que esconden el plan de robo en las cajas de seguridad de su propio objetivo (Aplicación Legal Moral Desplazada # 1: Crecimiento Exponencial, 2010-2012), colecciones artísticas que son impugnadas por los propios protagonistas del imaginario que construyen (La Feria de las Flores, 2015-2016) o incluso – mucho más sutil pero de igual importancia en la afrenta a la esfera moral del dispositivo – prostitutas que se convierten en los más severos y acertados jurados sobre aquello que concierne al amor (Ayuda humanitaria, 2008-2013) y a los arquetipos hegemónicos de género (De Putas. Un ensayo sobre la masculinidad, 2018).
La traducción del texto de Francisco Franco que preside el proyecto El Mamporrero y otras síntomas no es ajeno a esta misma metodología de trabajo. Como hemos intentado sugerir, la traducción al catalán de las palabras del dictador, más allá de desencadenar una clara ambivalencia semántica, nos lleva a sabotear las nociones de Traducción y de Comunidad. En efecto, al desentrañar la paradoja que comparten ambas ideas – su condición de posibilidad reside en su propia imposibilidad – no se ha producido sino un nuevo episodio de desplazamiento por inversión puesto que, la exposición de la paradoja, solo es factible mediante la disección de la lógica interna de ambos conceptos. Podríamos decir que en este trabajo, el dispositivo es enfrentado en su esfera retórica y discursiva, incapaz de contener y evitar que la violencia de sus postulados revierta sobre la estabilidad de los mismos. En la esfera discursiva del dispositivo, ya no es necesario interpelar a ninguna de sus victimas para que introduzca el elemento de distorsión; es suficiente con dejar que el propio discurso se diga así mismo hasta las últimas consecuencias.
El desplazamiento por inversión, al actuar en el interior de los aparatos del mismo dispositivo objeto del ataque, garantiza la consecución de daños; sin embargo, esto solo supone una victoria pírrica, un simple arañazo en el cuerpo de un gigante. A nadie se le escapa. Pero esta limitación no cancela la potencia emancipatoria que reside en estos sabotajes. En efecto, en el proceso de desplazamiento se ponen en juego una serie de habilidades y saberes que si antes fueron capturados y encerrados en el dispositivo, ahora son devueltos al territorio de la acción libre y pagana: la capacidad de desaparecer se desplaza desde el ámbito represivo al juego desinteresado (Fuera de juego,2009), la destreza del cerrajero se desplaza desde el cierre de espacios a su liberación (Intervención #1; Intervención #2, 2012), la habilidad para generar capital se desplaza desde la avaricia acumulativa a la restitución justiciera (Aplicación Legal Desplazada # 1: Reserva Fraccionaria,2010-2011; Afrodita, 2017) o, como sucede ahora, la soberbia de las categorías del discurso – la Traducción, la Comunidad – se tambalea cuando estas demuestran que pueden desmentirse a sí mismas. El resultado de esta liberación de saberes antes atrapados, convierte a las operaciones de sabotaje en mecanismos de restitución, en procesos mediante los cuales se abre la posibilidad de un regreso de la subjetividad plena, reconquistando en una nueva esfera de experiencias ajenas a la lógica del dispositivo, una nueva y legítima visibilidad , legalidad y voz propia. Podrá decirse, de nuevo, que la dimensión de esta restitución es solo pasajera (el contrato de trabajo es temporal, el permiso de residencia es vulnerable, el preso continua encarcelado, la prostituta sigue estigmatizada, la confianza en la traducción a penas se resiente y la comunidad nacional continua operando como actor político fundamental) pero cualquier acción de sabotaje, más allá del explícito debilitamiento ocasional del enemigo, contiene también una poderosa dimensión simbólica capaz de fundar una específica ecología de la violencia por la cual, cada máquina estropeada o cada arañazo al dispositivo, se convierte en el anuncio de que todo podrá ser siempre de un modo distinto. Ya lo constatamos al desarticular las ideas de Traducción y de Comunidad, incapaces de contener lo que quieren sugerir y, por ello mismo, poderosas en tanto augurio de algo todavía por venir.
[1] Este fragmento recupera y actualiza un texto no publicado, redactado en 2012 con ocasión de la exposición Alegaciones desplazadas de Nuria Güell en adngaleria